La tercera ola y sus consecuencias
enero 26, 2021El vetusto Leviatán español no acierta a resolver los nuevos retos que le amenazan. Ante la pandemia del Covid-19 está demostrando su incapacidad organizativa. También su errática respuesta ante la crisis económica manifiesta una inadaptación persistente a los requerimientos de organización, ductilidad, imaginación y resiliencia que, en la dura lucha por la vida, todo organismo vivo está obligado a poner en juego para enfrentar los desafíos que se le plantean.
En lo referente a la parte sanitaria del problema, en la primera y en la segunda ola de la crisis nos hemos desgañitado como tantos otros denunciando los errores garrafales en el gobierno central y en las diversas autonomías. Queda dicho casi todo lo que podíamos decir. En cuanto a la respuesta a la tercera en la que estamos no entraremos en detalles ni formularemos propuestas. No nos corresponde y además es inútil. La pandemia está evidenciando que el mal político-organizativo que nos aqueja es estructural y constitutivo de la misma esencia y tradición de nuestras instituciones públicas y de los profesionales de la política que las dirigen.
Sin ir más lejos, prácticamente todos los representantes de la profesión médica española han exigido la dimisión del “técnico” encargado de la gestión de la crisis. Está y están nuestros políticos y funcionarios tan aferrados al cargo que pedirles un paso atrás o siquiera al lado es un esfuerzo baldío. Pero la culpa no es de Fernando Simón, proviene del origen de su estatus en la organización pública (otra cosa muy distinta sería en una organización privada obligada a competir en el mercado abierto). El hombre ha alegado que es un funcionario y que su cargo está a disposición del mando político que le ha puesto en él. Así de sencillo. Es obvio que el ministro no lo cesará puesto que sería como reconocer su propia incompetencia. Salvador Illa tampoco tiene la culpa de su posición, está ahí en virtud de una decisión política superior, después de unas elecciones generales limpias y democráticas. Nada que objetar, pues, a la forma del asunto.
El problema está en el fondo. El alto funcionario —con su experiencia funcionarial en un organismo de funcionarios internacionales, más su propio saber y entender— ha encarado el reto como un burócrata más al servicio del Estado. En administraciones públicas de tipo gerencial, como son buena parte de las anglosajonas —inspiradas en parte en la gestión privada de los negocios en los que no hay sueldos asegurados de por vida— la reacción ante los retos es más directa, puesto que, simple y llanamente, del éxito o la ruina del proyecto en ejecución depende la suerte del directivo contratado. Por ello este pide opinión y colaboración a los expertos más bregados en el problema que tiene entre manos y lo aborda de manera racional, y, en consecuencia, efectiva las más de las veces. En la gestión de lo público en el viejo Estado español no es así. Se convoca a otros funcionarios (constituidos en comité de expertos) y se les mantiene en un discreto segundo plano para proteger su intimidad; aunque, cuando hay que demostrar que estamos en guerra contra la plaga invasora, se exhibe a otros funcionarios con su uniforme reglamentario, galones y condecoraciones. No es que un nutrido grupo de expertos españoles, algunos situados en centros de conocimiento e investigación de alto nivel internacional, no hayan pedido que se les escuche. Incluso hay que reconocer en favor del Dr. Simón que no se ha cerrado a esta posibilidad. Pero, por arriba, nada se ha hecho. Después de meses de insistir e insistir, y de la consiguiente presión en los medios de comunicación, el ministro ha tenido a bien concederles una reunión protocolaria. Estos mismos medios han difundido la denuncia de Amnistía Internacional ante la mortandad de ancianos en residencias geriátricas, de sanitarios y de toda clase de personas indefensas, atribuible a la desorganización y nula capacidad de anticipación de las autoridades.
En esta novela gótica que estamos protagonizando ahora viene el capítulo de las vacunaciones masivas. Antes de iniciarse la pandemia, el Sindicato de Enfermería estimaba que faltaban unos 15.000 profesionales en el sistema de salud. Aunque parezca inexplicable, en el momento de publicar este editorial, parece ser que sigue habiendo enfermeros/as en paro. ¿Qué pasa, para poner bien una inyección hay que pasar unas oposiciones inspiradas en la época de Cánovas y Sagasta? ¿Cuándo se acabará tanto medievalismo organizativo? O, pregunta de más substancia si cabe, ¿nuestros altos dirigentes han superado ya las altas cumbres de la filosofía escolástica?
¿Por qué, además, se considera herético poner a remar en la misma dirección a la sanidad privada? Se trata de un sector médico-económico que espera como agua de mayo que amaine el temporal para volver a los niveles habituales de facturación, o sea que tiene un interés directísimo en colaborar. Directivos, propietarios y equipos administrativos y sanitarios desean también arrimar el hombro. Pero no se les deja, ¿por falta de imaginación o de simple capacidad organizativa ante un reto que sobrepasa los cauces previstos y los procedimientos habituales? En el extremo opuesto del poder gubernamental arcaizante tenemos en pantalla, día sí y otro también, a la ultra post moderna presidenta de la Comunidad de Madrid. Más que un personaje real a menudo parece un dibujo animado delirante que no puede quedarse quieto. Ante el movimiento perpetuo sin ton ni son, el Sindicato de Fotógrafos acabará por denunciarla por la ingente cantidad de fotos que les salen movidas o desenfocadas. ¿En los prolegómenos de la primera gran ofensiva europea y mundial contra el coronavirus nos preguntamos a qué ha estado esperando esta señora para ponerse a vacunar en serio? ¿Acaso a que desde alguna alta instancia de la sanidad privada —siempre mejor por definición a la pública, ¡dónde vas a parar!—se le presente una buena oferta…? En el Patio de Monipodio de la política española abundan estas salidas de tono, sin ir más lejos, entre muchas otras lindezas, solo hay que fijarse en la “espantá” del Rey Emérito,
El desasosiego de la ciudadanía no para de aumentar. La descoordinación entre los poderes públicos se está manifestando incluso en la inseguridad jurídica que provoca la improvisación gubernamental de los reglamentos, unida a la cachaza consuetudinaria en cambiarlos en el caso de que sea preciso cambiarlos. ¿Quién decide si se convocan elecciones regionales o se baja la hora del toque de queda, la opinión técnica del epidemiólogo o la del juez de guardia? ¡Menudo dilema! En una comunidad bien organizada en cuestión de horas se resolvería la cuestión.
Advertíamos que Illa no es, ni de lejos, un Ernest Lluch, aunque cabe esperar que demuestre mayor capacidad de gestión que la ministra Leire Pajín, solo para centrarnos en los ejemplos más próximos. De momento tan solo puede afirmarse que es experto en torear a la prensa y a los grupos de opinión (incluida una parte de los especialistas e integrantes del sector sanitario). Se trata de un consumado apparatchik del Partit dels Socialistes de Catalunya, muy ducho en mantener a militantes, liberados y seguidores en buena armonía con la dirección. Nada más. Como en el caso de Lluch, que sí accedió al cargo con conocimientos empresariales y organizativos, no puede acreditar experiencia previa en gestión, ni privada ni pública. Eso es lo que hay, pero, como Fernando Simón, él no tiene la culpa de equivocarse en el papel que interpreta. Por ello, ya pueden acudir a los tribunales los que han perdido su salud o la vida de sus allegados, ya pueden venir las organizaciones de defensa de los derechos humanos a denunciar la gestión patosa de la crisis. Eso es lo que ofrece a la ciudadanía la burocracia del Estado y sus autonomías. Se trata de funcionariado que ha accedido a un cargo vitalicio mediante la memorización de unos temarios, a veces concebidos hace décadas, cuando quienes hoy terminan un máster en carreras técnicas saben que los conocimientos adquiridos les quedarán obsoletos en menos de seis meses. Y lo que es aún peor, esta marmórea organización (demasiado a menudo, desorganización) de burócratas en su mayor parte está a las órdenes de la política partitocrática clientelar que se practica en el país. Casi siempre sin discriminar entre las dos cadenas de mando, la política y la administrativa. Así, el juicio sobre el buen o el pésimo desempeño y el futuro de la carrera profesional en la administración pública queda en manos de una sola instancia de mando: la política. Eso es lo que hay, “o lo toma o lo deja”.
La nueva ministra Carolina Darias, forma parte del mismo entramado organizativo, aunque es de esperar que haya superado las excelencias del escolasticismo, uno de los pilares ideológicos del burocratismo. Lo que parece evidente es que tampoco ha participado o ha manifestado interés alguno en los estudios de management, ni puede acreditar ningún talento organizativo en la empresa privada o en organizaciones complejas ajenas al sector público. Es de prever, pues, que el medievalismo organizativo de su antecesor —que poco antes de marcharse le ha pasado la patata caliente de un cierto “cantonalismo organizativo”— seguirá machacándonos, directamente, sea desde el corazón del viejuno Estado o a través de sus modernas extensiones autonómicas.
En cuanto a la otra cara de la moneda, la económica, el descontrol puede llegar a ser incluso peor. Es de prever que en su gestión se manifieste el mismo vicio de origen, burocrático hasta la médula y partidista hasta el vómito.
La parte europea de la posible salida a la crisis no se ha negociado mal. Justo es reconocerlo y agradecerlo al apuntador o apuntadores que recuerdan el texto de su papel a los primeros actores de la compañía. Ahora el dilema está en que, una vez sin el pinganillo disponible, inmersos en su soledad de corredores de fondo, el galán que protagoniza el drama y los primeros actores del elenco (incluidos altos funcionarios supersabiondos y listísimos politiquillos de partido) sabrán “acertalla” en lo fundamental, y no dedicarse simplemente a “sostenella” en las comparecencias públicas, entre el cúmulo de obviedades que se presentan diariamente al espectador crédulo como si se tratara de grandes hazañas del intelecto privilegiado de nuestros dirigentes políticos y de los gestores de la Administración en todas sus manifestaciones territoriales.
Ante esta fase decisiva del monumental embrollo varias preguntas inquietan a todo ciudadano/na con unos mínimos conocimientos de economía. Por ejemplo:
¿La élite extractiva seguirá toreando al estado arcaizante y a su estructura organizativa basada en la mentalidad burocrática y anti-gerencial?
¿Los fondos europeos serán distribuidos por funcionarios altaneros apalancados en estructuras inamovibles e incardinadas en una rutina burocrática secular?
¿Los macroproyectos especulativos basados en sólidas conexiones con los y las que tienen capacidad de decisión van a proliferar? ¿Qué aportarán para el futuro industrial del país, si es que tenemos algún futuro en esta parte determinante en la generación del PIB, es decir con empleos estables y dignamente remunerados?
¿La parte del león irá a los oligopolios? ¿Las pymes activas e innovadoras serán apartadas del grueso de los fondos disponibles? ¿La investigación científica española seguirá siendo ninguneada?
Disponemos de un florido ramillete de funcionarios/as internacionales bien aposentados en los principales puestos del poder, ¿pero hay alguien ahí que haya dirigido nunca una empresa en la dura competencia del mercado nacional e internacional? Fernandos Simones los tenemos a raudales, ¿pero esos gestores con la mente abierta, con la capacidad ejecutiva entrenada y con la visión y el coraje necesarios para llevar a sus colaboradores al asalto de las trincheras enemigas, aparecerán ahora en esta etapa de la gestión de la crisis?
De acuerdo, hay que invertir en la economía sostenible. En el verano del 2010 el presidente Rodríguez Zapatero aseguraba que se crearían en España un millón de “empleos verdes”. La poesía siempre suena bien, en la aplicación práctica de la prosa es en donde se suele fallar. Pero, para evitar las divagaciones o generalizaciones, vamos a poner sobre la mesa un caso práctico. Uno solo, pero emblemático. La fábrica de Nissan en la Zona Franca de Barcelona es un ejemplo paradigmático de la nueva configuración económica que el Plan Marshall europeo podría generar (o no) en un lugar concreto del Estado español. Aparcamos la reflexión sobre si se hubiera podido evitar la deslocalización en su momento, ya que tanto por arriba, la élite dirigente, como por abajo, los ultracombativos sindicatos, no estuvieron a la altura de las circunstancias. Veamos ahora si este enorme agujero negro, en el que están enterrados los trabajadores directos de la factoría, además de 25.000 empleados de las empresas auxiliares del sector del automóvil, puede ser reparado. Ahí tienen ustedes una tarea nada fácil de solucionar, aunque de formulación muy sencilla. ¿Qué serán capaces de poner nuestros líderes para tapar el socavón, una nueva fábrica de vehículos tradicionales o eléctricos, una instalación para proveer de baterías al mercado que se prevé en expansión en sustitución del motor de combustión interna? ¿Qué, en suma? No hablamos de cifras incompresibles para los legos ni de juegos de prestidigitación, se trata de algo palpable y al alcance de todos los entendimientos. ¿Cuántos empleos industriales se salvarán en este lugar y en este tejido industrial concretos? Es así de simple, a ver si líderes políticos, económicos y sindicales son capaces de resolver el desaguisado; atribuible, sin duda, a las altas potencias que rigen el destino de la humanidad, pero también a su incompetencia.
En el pim-pam-pum de las elecciones catalanas que vengan, y aun los meses y años de la resaca electoral, se presentarán y promoverán todo de tipo de soluciones, aunque sea para tapar el expediente de los minutos de cámara a los que tenga derecho cada postulante a ocupar los escaños en disputa, o para responder a las inevitables interpelaciones en los medios. Pero aquí no nos interesan las alharacas del oportunista de turno que se llena la boca con toda clase de arbitrariedades.
Veamos quienes gestionan el entorno concreto de las fábricas y negocios que ahora tenemos en la UCI o en el cementerio. Tenemos en el poder al partido de la derecha moderada, llamado PSOE, aliado con el único que ha conseguido imponer políticas socialdemócratas en los últimos tiempos, denominado Unidas-Podemos. Uno está entregado en cuerpo y alma a los oligopolios y a la élite extractiva de siempre. Otro no solo no entiende a la empresa y a los empresarios (léase si se quiere “emprendedores”) sino que a menudo parece que incluso les odia. El concurso externo de partidos regionales, más o menos nacionalistas, manifiesta un desempeño muy pobre en sus territorios, con mucho ruido y pocas nueces. Es una obviedad que la clase o casta política española es altamente deleznable y no se atisba entre ellos y ellas ni a un solo estadista capaz de liderar una respuesta contundente a la crisis profunda que nos atenaza. Al menos habrá que consolarse por el hecho de que el Estado, en el más alto nivel de poder legislativo y ejecutivo no esté, por ahora, en manos de la derecha pura y dura de siempre. Pero todo llegará, afirmaba Demócrito que “el mundo solo es cambio, la vida no es más que opinión”. Entre los de ahora y los que vengan, a buen seguro que aparecerán los inevitables espabilados, a la espera de la adjudicación ventajosa o del pelotazo de la privatización dogmática. A cambio de algo, se supone. ¿Será de un módico 3% en las adjudicaciones de obras o servicios, de unas dadivosas puertas giratorias ansiosas por aceptar a tan eficientes y eficaces gestores de lo público? Vete tú a saber.
El sistema de selección de los diputados y después su entronización en ministerios, altos cargos de la administración —y también, en última instancia, en el poder judicial— es manifiestamente mejorable. De hecho, la democracia occidental se está jugando su existencia si no resuelve la grave deficiencia existente en el control de calidad de los profesionales de la política. Si no somos capaces de corregir o reformar la democracia liberal, ya podemos ir pensando en la “democracia popular” a la china, aderezada, eso sí, con aportaciones pintorescas de los variados populismos que nos acechan.
Francesc Ribera