Guerra y locura

Guerra y locura

octubre 25, 2022 Desactivado Por inQualitas

Al principio de la guerra fría, durante la fase intensiva en la carrera del armamento nuclear, se repetía en los medios la teoría de la destrucción mutua asegurada. Ahora vuelve la doctrina; no la guerra fría en sí, puesto que –con la excepción del breve paréntesis de la época Gorbachov– siempre ha estado presente. Hace poco el presidente Joe Biden ha proclamado a los cuatro vientos que una guerra que no puede ser ganada no debe ser luchada. Aunque el cerebro del autócrata ruso y los de su camarilla más próxima pueden razonar de otra manera.

Como decía Samuel Becket, y seguramente habría suscrito Sigmund Freud, “todos nacemos locos, algunos continúan siéndolo”. De modo que no es asunto de poco arrastre dilucidar quién, por qué y cómo manda en esto que llamamos estado o estados, no solo en los autocráticos sino también en las democracias o mesocracias de cuño occidental. Aunque solamente sea para vislumbrar cuanta racionalidad u orden mental cabe esperar en las relaciones políticas y militares entre naciones, razas y culturas. Cierto es que poco puede hacer el pueblo soberano en las autocracias, pero desde la parte de la humanidad que se rige por métodos más civilizados no hay que desaprovechar ninguna ocasión para denunciar a los que engatusan a los electores para acceder al poder político institucional. Cierto es, por supuesto, que esta es harina de otro costal, pero tampoco es cosa de desaprovechar la ocasión para denunciar la degeneración timocrática que está padeciendo la democracia liberal.

Volvamos a la urgencia del momento. El caso del neozarismo ruso no puede ser resumido en pocas líneas. Para no desviar el foco del líder y sus allegados (es decir, la Putinskaya, una de las grandes mafias de la oligarquía insertadas en el Kremlin) puede resumirse el meollo de la cuestión con la conocida sentencia de Lord Acton: “El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Y, a la vista de lo que hay, no es aventurado añadir que, además, el poder absoluto ocasiona un daño colateral tanto o más grave: enloquece.

Voy a recordar para los lectores de esta revista algunos datos que son de dominio público. Rusia dispone de 4.500 cabezas nucleares frente a las 4.700 de Estados Unidos. A los dos grandes hay que sumar una retahíla cada vez más extensa de potencias intermedias y menores que exhiben su músculo en esta materia. Que se sepa, el ranking mundial está como sigue: Francia, 300; China, 260; Reino Unido, 215; Pakistán, 130; India, 120; Israel, 80, y 10 Corea del Norte. La mayoría se saben, en cuanto a las dos últimas cifras se les suponen a sus felices propietarios. En lo referente a esta maquinaria del Apocalipsis, preciso es reconocer que, en 1986, entre las dos grandes potencias se había llegado a la plusmarca de 64.500 cargas nucleares. O sea, que no solo podían convertir a la humanidad en un montón de cenizas nucleares una, sino cincuenta mil veces. Hoy, gracias al pacto entre el líder de la Glasnost/Perestroika y el presidente americano Reagan, con unas dos o tres mil veces podemos quedar igual de bien servidos.

Desde entonces no se ha avanzado en casi nada, tenemos tan solo el parloteo insulso del alto funcionariado junto a los buenos (y a veces cínicos deseos) de los mandatarios de las grandes y medianas potencias económicas y militares. No es momento de aburrir al lector con el repaso de algunos hitos significativos en este camino del Calvario. Baste recordar tan solo la denuncia, en 2019, por parte de EE UU y de la Federación rusa del tratado INF (Intermediate-Range Nuclear Forces) de limitación y control de misiles de alcance medio, firmado en 1987 por Gorbachov y Reagan. Fue el célebre pacto sobre los llamados, para más inri, “euromisiles”. Pero Putin ya venía preparando el terreno para su nueva joya de la corona en el arsenal. En julio de 2021, según una nota de la Agencia France-Presse el cohete ruso, llamado Tsirkon, tuvo un clamoroso éxito: “Es capaz de volar a una velocidad nueve veces mayor que el sonido (Mach 9), puede golpear objetivos terrestres y marítimos, y es lo suficientemente rápido para viajar de San Francisco a Washington (algo así como de Moscú a Madrid, el añadido es mío) en poco más de treinta minutos”. Para demostrar que el artefacto es fiable, en la guerra de Ucrania iniciada en febrero de 2022, ha hecho su aparición estelar contra un objetivo enemigo. El autócrata ruso se habrá dicho a sí mismo: puestos a hacer el ridículo, hagámoslo a lo grande.

Viviremos de manera permanente al borde del precipicio mientras las democracias no dispongan de mecanismos institucionales que cierren el paso al poder a indocumentados, ineptos, mediocres y también a algún loco (como, sin ir más lejos, puede ser el caso de un Donald Trump o un Jair Bolsonaro). Con esta clase de personal recurriremos a la dialéctica de las armas en vez de al lenguaje del entendimiento, y los adversarios tradicionales de los europeos y norteamericanos harán lo mismo.

Por ahora deseamos fervientemente desde nuestra modesta atalaya que tantos muertos y heridos en territorio ucraniano, tantos esfuerzos, sacrificios y afanes sirvan para lo principal que han de servir: para poner fin, de una vez y para siempre, a la autocracia en Rusia. Para que una democracia homologable con las occidentales nos permita un futuro de paz y sincera cooperación en todos los ámbitos. Aunque para llegar a esto queda por ver si con los politiquillos de tres al cuarto que tenemos en nómina en nuestro bando será suficiente, ya que hacen falta unos cuantos estadistas de talla en Occidente para consolidar aquí, allá y acullá un cambio profundo y duradero en las relaciones internacionales. De momento, no se les ve por ninguna parte. No obstante, cuando en estas Navidades poco falte para cumplir el primer año de guerra, nos queda el consuelo de comprobar cómo el gallo americano y las potencias medianas del gallinero europeo se mantienen firmes ante el envite del oso ruso, que parece haber transmutado en un lobo algo famélico, aunque más agresivo. En fin, como acostumbra a sentenciarse al final de las pláticas entre mafiosos (al menos en las películas): Chi vivrà, vedrà.

 

Francesc Ribera