«En los próximos días»

«En los próximos días»

abril 20, 2020 Desactivado Por inQualitas

Esta es la coletilla que han ido repitiendo ministro y consejeros de Sanidad ante las acuciantes demandas del sector sanitario y asistencial. Los gestores públicos se han mostrado ineficientes e ineficaces y ha sido singularmente escandalosa la descoordinación entre el gobierno central y los autonómicos en un momento en el que la rapidez ejecutiva era el principal objetivo.

El ataque del coronavirus solo pilló por sorpresa a los chinos. Para el resto era una emergencia anunciada y la principal obligación de los gobiernos era prepararse a conciencia para cuando el virus cruzara la frontera. En enero aparecieron los primeros casos en Italia y a finales de febrero empezó a diseminarse la infección en España. Era especialmente grave el caso de Madrid, en el que no se conseguía descubrir el origen de los contagios detectados. Entonces, en todas las otras grandes ciudades ningún miembro de la llamada clase o casta política manifestó su condición de gobernante responsable oponiéndose al peligro que suponía promover la manifestación del 8 de marzo. Al contrario, hubo codazos para acaparar los primeros puestos en la cabecera. En vez de un estado mayor competente, hemos tenido una esperpéntica conjura de los necios. Error tras error, se ha estado anunciando que los recursos necesarios para defendernos llegarían “en los próximos días”. La tonada del mariachi central la han ido repitiendo numerosos cantamañanas regionales que han obsequiado al público con toda suerte de milongas para justificar la mediocre y a menudo pésima gestión, con el resultado de la tasa de mortalidad más alta del mundo. Comportamiento errático, información contradictoria, uniformismo centralista en las medidas aplicadas a territorios muy desiguales: rurales, urbanos, industriales, agrícolas, etc. Las prima donnas y coros correspondientes han reaccionado tarde y mal. En los próximos días, meses o años, no se sabe si llegarán los medios para curar y prevenir esta y otras calamidades. Lo que sí se puede asegurar es que toda esta pachanga pública será regrabada, manipulada, retorcida y mixtificada cuanto haga falta por la maquinaria mediática de difundir medio-verdades y memeces diversas para adormecer a la masa.

Entre los gobernantes del Estado español, y en buena parte de los países latinos, se prodiga el tipo o espécimen del político “tonto-listo” o “listo-tonto”, como se quiera: el orden de los factores no altera el producto. Así, tonto-listo es el que sin tener capacidad acreditada de gestión se dedica a la política (aquí se alude, claro está, al que tiene a la política como profesión, no al que, sin cobrarlas ni directa ni indirectamente, le dedica horas de su tiempo libre). Ahí tienen, por ejemplo, el elenco de candidatos que se presenta al telespectador votante en las elecciones: ninguno está a la altura de los cabezas de filas que hicieron la transición democrática y los Pactos de la Moncloa. Últimamente incluso el telespectador o radioyente puede disfrutar a diario de la versión castiza del “listo-tonto/loco”, a la manera de un Bolsonaro (paradigma mundial de esta clase de advenedizos).

Inepto (del latín ineptus), en el Diccionario de Uso del Español de María Moliner, se aplica a “la persona que no sirve o no tiene habilidad para nada, o que no sirve para el trabajo al que se dedica”. A nuestros políticos, y a muchos de los altos gestores públicos que a su vera han promocionado sus carreras, no se les puede aplicar la primera parte de la definición. Son listos para medrar, así como se muestran hábiles para escamotear sus responsabilidades en largas ruedas de prensa (con o sin periodistas más o menos amaestrados delante), mediante una descontrolada e insulsa logorrea sustentada en montañas de estadísticas confeccionadas ad hoc. Pero la que cuenta es la segunda parte de la entrada. Si nos atenemos a los hechos demostrados, son tontos e incluso demasiado a menudo se muestran como tontos de remate. En esta crisis no hemos tenido la suerte de contar al frente de Sanidad, por ejemplo, con un Ernest Lluch, al que en gran parte debemos un sistema sanitario universal y, en su tiempo, homologable con los mejores del mundo. Ni tendremos alguno parecido, porque en la actualidad las personas de su nivel no se dedican a la política. También es un consuelo que no nos haya tocado Leire Pajín (cuyo título para ser ministra del ramo era que había militado en las juventudes del partido correspondiente y que, cuando accedió al cargo, aún no había terminado la carrera de Sociología). Los títulos de Salvador Illa, como los de sus colegas que ocuparon el ministerio en la época del pasota Mariano Rajoy (para ir privatizando y adelgazando la sanidad pública) tampoco nos dicen gran cosa. Solo hay que cotejarlos con los de los afamados doctores y abogados que han ido contribuyendo al infame desbarajuste sanitario en la Comunidad de Madrid, gobernada durante los últimos 25 años por su partido.

El caso es que la mayoría no sirven para gestionar de manera eficiente y eficaz los recursos humanos y materiales de que disponen, porque —es así de sencillo— ellos mismos no han pasado un mínimo control de calidad (profesional, gestora, intelectual y personal o humana). El gobierno central y los respectivos gobiernos regionales son una cabal expresión de la partitocracia desbocada que padecemos. Inflación de cargos ministeriales, algunos redundantes, para hacer cuadrar las ansias internas de los partidos en los que se sustentan. Atribución de ministerios y consejerías a personas con preparación y experiencia inexistentes o manifiestamente mejorables. Desorden mental ante liderazgos unipersonales o bicéfalos. Desorganización en la atribución de responsabilidades, que provoca una ausencia clamorosa de capacidad ejecutiva en casi todas las decisiones, centrales, autonómicas, en la derecha, en la izquierda, por arriba, por abajo, por delante y por detrás.

Tal ha sido la reacción del poder público ante la embestida. En cuanto a la reacción privada hay ejemplos de generosidad y eficacia. Por sentido cívico, por sentido común (a ver si esos tontilocos o loquitontolistos nos van a dejar sin clientela) o por estrategia de branding. Tanto da, el caso es que las empresas privadas en sus ejecutivos tienen y retienen el talento y los medios para que las cosas se hagan. En lo público, en cambio, tenemos a los mediocres que los partidos políticos acogen en su seno, cultivan y —mediante las correspondientes movidas electorales— encumbran a los puestos de decisión. ¿Por qué una parte suficiente del talento directivo que atrae, lícitamente, la empresa privada no es captada por el Estado o sea, en última instancia, por el soberano popular que ejerce su derecho y su poder en los comicios? ¿Y por qué no se les paga lo mismo, o más si es necesario? El círculo vicioso de la mediocridad atrayendo a más mediocridad es la soga que semejantes personajillos y sus respectivas banderías ponen al cuello del estado liberal-democrático y de su consecuencia lógica en la UE: el estado del bienestar. Hoy en día en los consejos de administración de las empresas serias no se admite por la cara a aficionados, a enteradillos, a carcamales sin una trayectoria exitosa de gestión o incluso a los familiares del dueño. En la gobernación del Estado sí. Aquí hay que colocar a todos los que se pueda, de manera explícita en cargos públicos o en puestos de confianza, en los que ni se sabe cuántos indocumentados engordan bajo mano (tirios y troyanos niegan sistemáticamente la información de los que tienen en nómina y cuánto cobran, en directo o “en diferido”). Esta merienda de negros, rehogada en el cortoplacismo político habitual, es hambre para hoy y más hambre para mañana.

Vivimos en el Estado anterior, el estado presente es solo su consumación, el Estado del porvenir es improgramable e impredecible. No hay liderazgo ni visión de futuro. Pero los estrafalarios personajes de este guiñol son aupados de manera permanente por los medios hasta un nivel de “respetabilidad” suficiente (para esto cobran o de esto viven). Un inmenso “bluff” mediático, inflado día y noche por toda suerte de loros parlanchines garantiza la continuidad de la tragicomedia. Mientras, la intelectualidad sigue ausente, aunque algunos que se dicen miembros de la cofradía pensante en esta primavera caótica están haciendo su agosto, satisfechos por salir en los medios (uf, ya era hora de que se acordaran de uno). Total para desviarse por los laterales y no atacar el mal de raíz o para anunciarnos que vamos a seguir teniendo más de lo mismo, que es lo único que son capaces de cavilar o incluso de imaginar.

Antes de esta crisis teníamos “la mejor sanidad del mundo”, pero también teníamos uno de los aparatos políticos y administrativos más ineficaces e ineficientes de Europa (en la última década de historia de España y sus autonomías hay numerosos ejemplos para sostener esta afirmación). Y encima corrupto, aunque la principal corrupción es el sistema mismo que favorece el encumbramiento de ineptos a los puestos de máxima responsabilidad mediante el sistema de partidos políticos prácticamente descontrolados por el que nos regimos. Sin la más mínima vergüenza, en el sur de Europa la partitocracia deviene en estultocracia.

Desde el pistoletazo de salida en la carrera contra-reloj, el personal sanitario ha tenido que enfrentarse al enemigo público número uno sin las medidas de protección adecuadas y los medios terapéuticos necesarios. Tampoco el personal asistencial en las residencias geriátricas, ya que nadie previó el daño colateral que podía producirse en la población de más riesgo; con lo que, muy a su pesar, ellos y ellas mismos se han convertido en agentes de infección. Dos semanas después de la instauración del estado de alarma, con el dato oficial de cien mil personas contagiadas, los responsables gubernamentales reconocían que el 15% de los infectados eran personal sanitario. El Sindicat de Metges de Catalunya afirmaba que el porcentaje en su área territorial era del 17%. En las mismas fechas Italia estaba en el 8% y durante todo el episodio en China, dicen, no se llegó al 4%. La reacción ha sido lenta, pero la falta de previsión de quienes estaban obligados a prever el mal ha sido escandalosa.

Que cada cual entierre a sus muertos como buenamente pueda y ni soñéis en que con este personal y con estas normas pueda generarse un círculo virtuoso que nos saque de esta o que, desde ahora mismo, sea capaz de prevenir calamidades parecidas. ¿En los próximos días… o meses, o años, en los “felices veinte” que acaso tenemos por delante, estamos condenados a padecer nuevas pestes, biológicas o morales, como esta? Al menos, como consuelo, es de esperar que tantas muertes y tanto dolor innecesario acaben en los tribunales.

 

Francesc Ribera