Carlomagno —preocupado por tener que recordar tantos apellidos, ensartados con topónimos, del enigmático propietario— frunce el ceño.
—¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
Ante la inmovilidad y el silencio del caballero, insiste el rey de los francos y emperador de esta parte del mundo.
—Os hablo a vos, paladín. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz sale neta de la mentonera:
—Porque yo no existo sire.
—¡Ésta sí que es buena! —exclama el césar—. ¡Ahora tenemos entre nuestras fuerzas un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo parece vacilar un momento y con mano parsimoniosa levanta la celada. El yelmo está vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no hay nadie.
—¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! —dice Carlomagno— ¿Y cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad —dice Agilulfo— y fe en nuestra santa causa!
Así nos presenta Italo Calvino al protagonista de su célebre novelita El caballero inexistente, en traducción castellana —ligeramente retocada para la ocasión—de Esther Benítez.
De inexistencias vamos a tratar acto seguido. O sea de lo que es y, al mismo tiempo, no es. Para ello imaginemos una escena parecida con el soberano actual (por si alguien no se ha enterado todavía, el sucesor de los césares, emperadores y reyes absolutos es el ciudadano, tal cual, más concretamente el que suele denominarse “ciudadano medio”). Hételo, pues, aquí ante la puerta del poder público (del que es el amo en última instancia, repetimos, pero en el que ha delegado el mando y la gestión). Ahí le tenemos entonces, por ejemplo en… el territorio surgido de la Marca Hispánica, para el caso que pretendemos ilustrar no es preciso desplazarse más lejos. El hombre, pongamos que inexistente, pregunta por la inexistente Conselleria de Indústria de la Generalitat de Catalunya. ¿Cómo describiría la escena metafísica la glosadora de las aventuras de Agilulfo, sor Teodora, religiosa de la Orden de San Columbano, obligada a urdirlas como una penitencia impuesta por la madre abadesa? Podría ser como sigue:
El ciudadano aparca la moto —una Yamaha o una Derbi, pongamos por caso— ante el imponente edificio público. Se detiene un instante en el umbral del bien guardado portalón y, cuando se dispone a entrar, el vigilante, impertérrito, le espeta en pleno rostro que la Conselleria que busca no existe y que el caballero, o dama, al cargo del tal departamento gubernamental no tiene ni siquiera la existencia literaria de Agilulfo.
Imaginemos que nuestro ciudadano es un operario, técnico, ingeniero o empresario (grande, pequeño, mediano o autónomo, ¡qué más da!) de la vil industria del metal o la anticuada electrónica de gran consumo o química o farmacéutica o textil, es decir de alguna actividad manufacturera antediluvinana en proceso de putrefacta extinción. El buen hombre se queda patidifuso, claro está. Ante la inexistencia física (no se sabe si también metafísica) del ente en cuestión, retrocede cabizbajo y vuelve a la cabalgadura italo-nipona. Hételo aquí ahora cómo cabalga en su brioso corcel mecánico hasta la corte del emperador hispánico a pedir explicaciones. Su Majestad sí tiene en el Gobierno central a un vistoso chambelán que se dedica al cultivo de la vetusta industria (aunque entreverado, eso sí, con tareas comerciales y turísticas). Pero en el vasto campamento que rodea tan glorioso bastión de la Cristiandad, la monja guerrera que organiza la intendencia y prepara a la hueste para la batalla económica tampoco cree conveniente ensuciarse las manos en obsoletas ocupaciones del pasado, o sea que aquí tampoco encuentra — al menos con categoría de consejero/a— al gentil caballero o noble dama que se responsabilice, en nombre del poder público más cercano, del negocio industrial. En retirada, el ciudadano motero se pregunta si el austero monje, que en la bandería política contraria, le disputa el estandarte se planteará cambiar tan anómala circunstancia. En el momento de redactar esta crónica todavía no se conoce la trascendental decisión.
Tanta modernidad desazona a nuestro caballero mientras regresa por caminos, burgos y descampados a su patria querida. Pero ahora lo hacemos arribar a las Provincias Vascongadas (hay que promover el turismo interior). Ellas sí, las tres, las cuatro, o las que fueren, han erigido el negociado de Industria e Innovación de rigor en su gobierno foral. La cosa, por cierto, le parece muy puesta en razón, por si hay que reparar la cabalgadura, recomponer alguna pieza o protestar por un remiendo defectuoso. Retoma complacido el trote alegre de la Yamaha-Derbi, parida y apacentada entre Palau de Plegamans y Martorelles, y ahora lo trasladamos, erguido en la silla y lanza en ristre, a la costa levantina. En la Comunidad Valenciana le aguarda también la grata sorpresa de hallar un interlocutor en el caballero o dama que corresponda en el negociado industrial de rigor, con el consiguiente ringorrango de conseller o consellera. Para otras cosas quizás no ande sobrado de decoro el gobierno autonómico, pero al menos en esto sí parece que hay la seriedad requerida. Constata, en definitiva, que vascos y valencianos no se ensalzan a sí mismos sin mesura ni se solazan en la más exuberante modernidad como en las dos grandes urbes hispánicas.
Al fin recala en la casa pairal. Descabalga, se asea y después de pegar la hebra con la castellana (en este caso también catalana) y la prole, se retira a sus aposentos. En vez de a descansar a exprimirse la chola: ¡Pero qué ocurre aquí! ¿Somos acaso más modernos que franceses, alemanes e italianos, empeñados todavía en darle al obsoleto sector secundario un trato mínimamente correcto?
En el silencio de la noche y de la nada contempla a su hermosa cabalgadura y un pensamiento le hiela el alma. ¡Su querida Yamaha-Derbi, pronto habrá que desplazarse al reino de los francos para cambiarle piezas y arreos! ¡O habrá que cruzar los Alpes o adentrarse en el mar tenebroso para alcanzar la bella y todavía fabril Italia! El cansancio y la modorra acaban con las fuerzas que le quedan al caballero motero y es presa del sueño. Soberbias cabalgaduras desfilan ante él, con más ostentación si cabe que los paladines del ejército de Carlomagno: Las auténticas Rabassa-Derbi, Bultaco, Sanglas, Rieju, Ossa, Montesa… las de gran consumo y las de brillante palmarés deportivo pasan ante sus narices, o sea existen (aunque sea en sueños), son retratadas por las cámaras de medio mundo y luego desaparecen para perderse en el horizonte infinito. La dura realidad le despierta con una pregunta obsesiva rebotándole en el interior del cráneo: ¿dónde ha ido a parar el clúster catalán de la moto? ¡A dónde se fueron las viejas glorias! Aparte de algunas manifestaciones testimoniales (en proceso de extinción o de deslocalización por la falta consuetudinaria de una verdadera política industrial) ya no nos quedan monturas, tan sólo tenemos corajudos caballeros que se baten en los más renombrados torneos. E incluso cuentan las crónicas recientes, que luego glosarán los cantares de gesta, el caso de una amazona guerrera, como la Bradamante de Calvino-Teodora (pero ella catalana por los cuatro costados), que ha hecho un papelazo en el último torneo africano en tierra americana organizado por la parte más activa y al mismo tiempo más ociosa de la ciudadanía.
En la industria del deporte, o sea por delante —a caballo o pie a tierra dándole patadas a un trozo de cuero o en cualquier actividad lúdica— nadie puede pasarnos la mano por la cara. Pero por detrás —en la industria de la moto sin ir más lejos— nos la dan con queso. Aunque tampoco hay que alarmarse, para solucionar el problemón a algún politiquillo de tres al cuarto, de esos que nos administran los dineros públicos, ya se le ocurrirá la genial idea de ampliar el aforo de los estadios para satisfacer el papanatismo popular mediante la promoción de la industria del entretenimiento. En cambio impulsar políticas activas de reforzamiento del tejido industrial, mediante una clara dirección política, con visión a corto, medio y largo plazo, esto… ya es más complicado. La solución, como se ve, es declararse moderno a rabiar y suprimir la molesta presencia del encargado del negocio industrial y tecnológico en los consejos de gobierno autonómicos. Así, muerto el perro muerta la rabia.
En este asunto de las motos teníamos una envidiable cuadra de pura sangres que se nos han ido quedando en tristes jamelgos puestos a la venta a tanto el kilo. Aunque en lo que se refiere a los carromatos, no lo tienen mejor los que buscan guía y amparo ante la autoridad industrial catalana o madrileña. Y encima ahora viene el Ministerio del ramo a marear la perdiz con la liberación de ventas a los concesionarios. Tenemos instalada aquí una industria automovilística extranjera competitiva y, según parece, lo que hay que hacer es provocarles para ver si ahuecan el ala hacia otras latitudes.
Pero no acaba en esto la conspiración contra la depauperada industria y las manos cualificadas que han de servirla. El chambelán real dedicado a la Educación ahora dice que les va a poner las cosas difíciles a las chavales que, pasando por la Formación Profesional, quieren acceder a una carrera técnica superior. O sea que tenemos pocos ingenieros y a los que quieren serlo encima les desanimamos. Aunque, bien mirada la cosa, cuando tengamos superávit de vocaciones científico-técnicas tampoco habrá que preocuparse demasiado. Al grito de “¡vente a Alemania ingeniero Pepe!” la Sra. Merkel nos puede colocar en el reino teutón hasta 50.000 si es necesario. Entre el fuego cruzado de la cancillera pragmática y los gobiernos de plastilina de Fofilandia habrá que interrogarse, no obstante, sobre una cuestión nada baladí que se suscita en las encuestas a los estudiantes de último curso en las carreras técnicas. En el Reich el 80% de ellos afirma hallarse dispuesto a iniciar un proyecto empresarial. Aquí sólo el 25%. ¿Hacia dónde planea enderezar la proa de su barca el 75% restante? ¿Acaso hacia el apacible pasar del funcionariado? ¡Pues sí que vamos bien!
Pero volvamos a la temática. ¿Qué fue de aquellas motos se pregunta la ciudadanía española y muy en concreto la catalana? ¿Pero también qué fue del clúster catalán y español del automóvil? Después que la Hispano Suiza fuera destrozada por la estupidez colectiva de la Guerra civil, apareció SEAT, fruto del empuje industrial y técnico de la sociedad catalana de los 60 combinado con la acción estatal. Pegaso también fue una buena apuesta del poder central (no así parece que sucedió con Barreiros, símbolo del genio y la voluntad de un hombre y del puñado de soñadores que le siguieron). En definitiva, ¿qué nos queda también de aquellas glorias pasadas?
El periodo democrático no ha sido precisamente ejemplar y ahora recogemos la mísera cosecha. Menos mal que la familia Agnelli vino a salvarnos los camiones, y con respecto a los coches Jordi Pujol hizo lo indecible para convencer a Felipe González de que pusiera toda la carne en el asador y entregara la SEAT en condiciones al grupo Volkswagen para salvarla de la extinción. Fue, sin duda, una feina ben feta del catalán, porque el andaluz estaba literalmente en babia. Su amigo Solchaga había conseguido insertarle en el monotemático caletre socialista la grácil idea de que el mercado por sí sólo ya arregla tales nimiedades y que lo único que un gobernante debe hacer es darle a la máquina de hacer billetes del Banco de España o imprimir montañas de informes con no se sabe que cálculos de altísima matemática econométrica, para, al final de la comedia, acogerse a los postulados de la versión más ramplona del neoliberalismo económico. Salvando la barrera mental solchaguista, el líder autonómico arrastró tirándole de las orejas al central ante el canciller democratacristiano del momento, Helmut Kohl, y el socialdemócrata Gerhard Schröder, accionista de la empresa como presidente de la Baja Sajonia (¡pero qué ordinariez, cómo podía y puede estar tan atrasada esta pobre gente!). Por suerte para todos, el uno y el otro hicieron caso a la extraña pareja sureña.
La poca visión del celtíbero medio en lo que se refiere a la técnica y la industria viene de lejos. Pero desde el poder no debiera lanzarse el mensaje a la población de que eso son zarandajas del pasado, y que al fin y al cabo los desarrollos modernos nos llevan a abandonar fábricas y oficios en pos de la nueva era virtual, el turismo, la cosa cultural y artística y, por supuesto, el diseño. Viene de lejos, ya pasada la era de Agilulfo y las luchas sarracenas, cuando en la península Ibérica emergió un poder que se perdió en guerras dinásticas y religiosas sin sentido en Europa, que se convirtió en el gran paladín del oscurantismo, que negó la libertad de pensamiento y que, después de ahogar a las viles manufacturas, obstaculizó el progreso técnico y aun se atrevió a perseguir con saña el progreso científico. El enquistamiento espiritual en la península Ibérica llegó a tal extremo que, según Santiago Ramón y Cajal, “cerramos las fronteras para que no se infiltrase el espíritu de Europa, y Europa se vengó alzando sobre los Pirineos una barrera moral mucho más alta: la muralla del desprecio”.
Por lo que se ve esta lucha no ha terminado. Sólo un puñado de mentecatos que gobiernan, dirigen, administran, peroran y escupen, día sí y día también, en los medios creen que las maneras corteses de esta misma Europa que sigue observándonos reflejan su auténtico parecer. Por detrás las risitas que nos dedican son evidentes. No hace falta ser persona ni muy enterada ni muy viajada para oír la carcajada italiana de ENEL en el affaire ENDESA. Los únicos que ni la ven ni la oyen, ni la sienten son los gerifaltes que —a la derecha y a la izquierda, en la periferia y en el centro— siguen practicando la política del avestruz.
Ahora nos toca aguantar el recochineo de Piaggio. Aunque aquí, para que no nos acaben tomando por imbéciles perdidos, nos permitimos puntualizar un pequeño detalle lingüístico: Derbi no es un nombre italiano, al contrario que en SEAT aquí no aportaron nada nuestros congéneres latinos. Derbi viene de la combinación de DERivado de BIcicleta, actividad a la que se dedicaban tras la guerra los hermanos Rabassa. Lo único que han hecho los italianos de Piaggio es borrar su nombre de la web oficial de la empresa y pasar de puntillas sobre la historia de la marca, quizás para ver si así colaba el bulo de que se trata de algo suyo que nos cedieron generosamente en su momento y que ahora recuperan.
A pesar de que en los países PIGS de Europa (Portugal, Ireland, Greece and Spain) no sea políticamente correcto tocar ciertas cuestiones delicadas, reclamaremos a voz en grito la presencia de consejeros o consejeras de Industria y Tecnología en las regiones con tradición industrial, además de un Ministerio liberado de adminículos comerciales o turísticos y centrado —o mejor, encenagado hasta los codos— en la técnica, en la industria y en la generación de energía abundante a un precio competitivo. Y es que (tengan o no futuro industrial) en las autonomías que puedan al menos blasonar de tradición hay que reclamar que tales caballeros o damas, puedan acreditar antes que nada que existen. “Primum vivere, deinde philosophare”. O sea que ya se verá lo que son capaces de hacer, pero antes que nada deben ser o existir.
Mientras se fraguan tan dichosos amaneceres, acaso se perciba entre las tiendas del ejército acampado, en los alrededores del pastoril Magerit o ante las almenas de Barcino rediviva, el andar intranquilo del caballero de la armadura blanca. Como no tiene existencia, no necesita dormir; y por ello no para de inspeccionar y fiscalizar hasta el más nimio detalle de la intendencia. Tal vez una noche, después de haber encrespado los ánimos de los mozos de las escudillas, sorprendamos la plática entre un pinche veterano y otro acabado de enrolar, un diálogo como el que sor Teodora e Italo Calvino escribieron al alimón ya no se sabe cuántos siglos hace.
—¡Uff! ¡Lo que nos faltaba! ¡Fíjate si ése mete en todo la nariz que no tiene!
—¡Cómo? ¿No tiene nariz?
—En vista de que a él no le pica la sarna, no se le ocurre nada mejor que rascar la sarna de los otros.
—¿Por qué no le pica la sarna?
—¿Y en qué sitio quieres que le pique si no tiene ningún sitio? Ése es un caballero que no existe…
—¿Cómo que no existe? ¡Lo he visto yo! ¡Existía!
—¿Qué has visto? Chatarra… Es uno que es sin ser, ¿entiendes, pipiolo?
F.R.R.