Causas y consecuencias de la necedad organizativa
diciembre 17, 2020Javier Fernández Aguado pensador y conferenciante, es uno de los mayores expertos en gobierno de personas y organizaciones. Es doctor en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense, catedrático y presidente de MindValue.
Marcos Urarte es ingeniero industrial por la Universidad Politécnica de Catalunya (UPC) y posee varios máster por escuelas de negocio como ESADE o IESE. Es presidente del grupo Pharos y consejero independiente de varias empresas.
Francisco Alcaide es licenciado en Administración y Dirección de Empresas y Derecho, además de doctor en Organización de Empresas por la Universidad Autónoma de Madrid. Es profesor en la Universidad Antonio de Nebrija.
Causas de la necedad organizativa
Las circunstancias descritas a continuación responden a hechos reales, pero razonablemente transformados para que nadie pueda verse reflejado en ellos. Además, no se pretende tanto denunciar el comportamiento de personas individuales, sino los modos de hacer impuestos de manera metódica por algunas organizaciones que llevan a la alienación de la capacidad de decisión, convirtiendo a personas –incluso brillantes– en marionetas de reglamentos obsoletos cuando no ridículos.
El exceso de seguridad
Siempre he desconfiado de quienes consideran que tienen respuestas para todo. No hay persona ni organización capaz de ofrecer soluciones para cualquier mercado, en cualquier sector, e independientemente de las circunstancias. Sin embargo, en alguna ocasión he escuchado afirmaciones como:
«Nuestra organización ha dado con la clave de todos los problemas, y dispone de todas las soluciones. Todas las organizaciones anteriores no han sido sino peldaños para llegar a donde nosotros nos encontramos».
Con un poco de imaginación, uno podría pensar en una aseveración propia de un responsable nazi. Pues, no. Se trata del profundo convencimiento de un directivo de una empresa de servicios, tan imbuido de su cultura organizativa que se llega a considerar omnisciente. Una cultura organizativa engolfada de hibris (es decir, de esa soberbia intelectual denunciada por los griegos que lleva a considerarse infalible) puede llegar a trastornar incluso a quienes en circunstancias normales hubieran podido comportarse con una cierta normalidad y respeto por los demás.
Ian Kershaw, profesor de Historia Moderna en la Universidad de Sheffield y uno de los principales biógrafos de Adolf Hitler, denominó con ese término griego –hibris–, el comportamiento inicial del dictador alemán (imbuido de una fe ciega en sus histriónicas aspiraciones), resumiendo la definición de ese calificativo como «aquella arrogancia presuntuosa que corteja el desastre».
Al describir el hundimiento de aquel imperio de los mil años –como sucede con quienes pierden contacto con la realidad, embaucados por el propio convencimiento de su superioridad sobre todos y sobre todo–, Kershaw empleó el término Némesis, nombre de la diosa griega que impartía justicia y que, principalmente, castigaba los excesos. Y el fanatismo ciego por la propia organización –sobre todo si se sitúa por encima de las personas– y aunque los fines sean aparentemente laudables, acaba siempre en el derrumbadero. Ese grave morbo denominado hibris lleva a dos consecuencias inmediatas.
La primera es el radical convencimiento de que nada debe cambiar en los modos de hacer. Si la cultura organizativa dictamina –y los empleados lo asumen acríticamente– que todo es irreformable, y que el producto en forma y fondo es inmejorable, sólo queda esperar (o imponer) que la clientela lo admita como tal. Quien no asuma que se trata de lo mejor disponible será calificado como un enredador, que no reconoce las grandezas de la propia institución.
En segundo lugar, y es consecuencia de lo anterior, cualquier esfuerzo de búsqueda de inspiración en el mercado [benchmarking] se denuncia también como una amenaza frente a la plena seguridad de que nada debe ser modificado en la propia forma de actuar.
La mala selección de directivos
Como es obvio, muchas personas con suficientes luces se negarán a actuar como guiñoles de una cultura organizativa tan orgullosa como añosa. Por este motivo, son ascendidos fundamentalmente quienes estén dispuestos a incrementar desproporcionadamente sus tragaderas. Eso provoca dos consecuencias:
- Alta rotación tanto en la cúpula como en las bases. Cuando los miembros de la organización descubren la rigidez del sistema, ponen los medios para buscar alternativas en otros lugares.
- Quienes ascienden son fundamentalmente personas dispuestas a asumir en su desarrollo profesional el principio de la adulación [los yesmen o yeswomen]. Estarán dispuestos a cualquier actuación, por contraria que sea a la deontología profesional o al mero respeto a la dignidad de los demás, porque el convencimiento de la bondad de la cultura organizativa justifica lo que a ojos de cualquier espectador sensato resultaría injustificable.
En muchas ocasiones, la culpa no debe ser imputada única ni principalmente al ascendido. Muchos no tienen capacidad de discernimiento sobre las propias capacidades para poder cubrir con cierto decoro un cargo. Esa función debería ser asumida por quienes tienen la responsabilidad de los nombramientos.
Desafortunadamente, en muchas ocasiones, no se busca tanto gente valiosa, como quienes –por carecer de claras alternativas– tienen que limitarse a aceptar pasivamente las órdenes recibidas desde instancias superiores. No es infrecuente que esos puestos se consoliden, porque en realidad lo que buscaba la alta dirección es –y duele decirlo– cubrir puestos de tonto útil, es decir, de personas dispuestas a varear a sus inferiores, sin preocuparse particularmente por sus capacidades, ni por su desarrollo profesional y/o personal. La supuesta paz pretendida por algunos directivos de alto rango sólo puede ser lograda mediante el aplastamiento de las bases. Para eso, un directivo mediocre es la figura ideal.
Diseño organizativo deficiente
Cuando se está completamente convencido del modo de actuar y se cuenta con cuadros preparados para hacerlo de la manera en que les sea ordenado, sin poner obstáculos, se diseñan modos de gobierno que coadyuven al objetivo de implantación de la cultura organizativa. Suelen combinarse dos sistemas directivos. El primero es el autoritario. Para múltiples cuestiones –muchas de orden secundario–, la voz
del responsable mundial, o de los directivos que ocupan las cúpulas a nivel nacional, resulta incuestionable. Y eso, aunque los ratios que se propongan, las metas indicadas, o los medios de los que se dispongan sean insuficientes o desproporcionados.
Así, se proclama: «El año próximo seguiremos haciendo exactamente lo que hemos hecho en el ejercicio anterior, pero el objetivo es duplicar resultados».
Un asistente imparcial juzgará como mera fantasía esa aserción (aunque sólo sea por la sabida reflexión de Einstein de que locura es esperar nuevos resultados tras seguir haciendo lo mismo). Sin embargo –y he sido testigo presencial– quienes escuchaban lo consideraban razonable y asumible.
El pensamiento único impuesto es a veces completado con un sistema de gobierno que –pudiendo ser de utilidad si fuese ajustadamente empleado– puede tornarse perverso. Se trata de la dirección colegial.
Ese modo de actuación es estupendo cuando se cuenta con un ámbito de libertad para la toma de decisiones, y las personas que forman parte de los órganos de gobierno han sido cuidadosamente seleccionadas y formadas. Por el contrario, cuando el criterio de ascenso es la aceptación pasiva de órdenes superiores, independientemente de la racionalidad, pueden crearse equipos directivos en los que el modelo colegial se torne perverso. Puede suceder que:
- Se diluya la responsabilidad, aunque no lo haga la autoridad. Todos los miembros del órgano colegial desean hacer notar su capacidad de mando, pero en el caso de que se produzcan deficiencias, difícilmente esas personas asumirán el peso de los errores. Las equivocaciones y/o daños (a veces irreparables) provocadas por el inadecuado uso de ese modo de gobernar acaban quedando en tierra de nadie.
- La colegialidad tiene tendencia a la burocratización, ya que para justificar su presencia, diversos individuos de ese órgano tenderán a producir propuestas aunque columbren que resultan superfluas. Siempre es más fácil asumir un puesto de gobierno en el que la responsabilidad se diluye que estar sometido a él, o que verse en el brete de tener que tomar decisiones personales. Es mucho más sencillo promover papeleo que sirva de justificante para la propia actividad.
- El equilibrio de poderes no es sencillo ya que en el órgano colegial todos se sienten con derecho a dogmatizar y, sin embargo, no todo el mundo sabe de todo. Si, además, se han dado suficientes poderes a ese grupo de personas, su capacidad de dogmatizar se multiplica, porque bastará que uno tenga dos ideas básicas de cómo manipular a otros para realizar siempre lo que a él le parezca más oportuno. Con la ventaja, ya apuntada, de que si aquello se torna un fracaso, la responsabilidad al final no será de nadie concreto.
Sea cual sea el modo de gobernar, no deberían relegarse dos consideraciones:
- La confianza en la autoridad no ha de ser nunca ciega. Es evidente que siempre y en cualquier tipo de organización alguien debe indicar los senderos a recorrer. Pero pensar que, en los trances dificultosos, esas personas se ocuparán de todos y cada uno de los miembros del equipo es una grave ingenuidad.
Sólo excepcionalmente sucede así.
- Es bueno cubrirse las espaldas, es decir, no comer nunca únicamente de una sola mano (siempre que resulte viable).
Pocas personas son más manipulables que aquellas que están desmedidamente remuneradas en una organización. Al ser conscientes –o al menos vislumbrarlo– de que su retribución es superior a la que lograrían en el mercado, esos personajes llegarán a cometer –salvo casos de heroicidad, de los que también alguno conozco– cualquier tipo de tropelía por mantenerse allí.
Por lo demás, la alta dirección casi siempre encuentra empleo para personas dispuestas a obedecer sin rechistar. Aunque, y esto no deberían olvidarlo los mandos intermedios dispuestos a cometer arbitrariedades, lo mismo que ellos hacen puede ser perpetrado contra ellos poco después. Duras películas, como La zona gris, reflejan de manera adecuada cómo se aplicó esto, sin ir más lejos, durante el Tercer Reich.
Consecuencias de la necedad organizativa
La necedad organizativa no sería más que una curiosa y académica reflexión de no ser porque provoca daños a quienes están sometidos a esos modos de gobierno. Se mencionan a continuación algunas de las consecuencias que puede tener (y de hecho tienen).
Realización de sacrificios humanos
Si la organización –y particularmente sus máximos directivos– ha asumido que lo más importante es ella misma, quienes allí desarrollen su trabajo han de estar preparados para ser inmolados en el altar del bien organizativo. Existen, en este sentido, tres alternativas que, sin ser excluyentes, sí reclaman una clara toma de posición.
La primera posibilidad es considerar que las organizaciones son para las personas. Precisamente para que se siga generando ventaja para las personas es bueno consolidar la organización, pero sin que esto suponga aceptar pacíficamente –como práctica habitual– que es exigencia del sistema el sacrificar personas individuales.
La segunda alternativa es juzgar como superior a la persona sobre la organización. No equilibrar esta afirmación llevaría a la pronta disolución de la organización, pues en ocasiones se presentan situaciones en las que alguien puede sufrir a causa del bien global.
La tercera es la más grave: aceptar que la organización debe estar en todo y ante todo por encima de quienes allí trabajan o de quienes aella pertenecen. Cuando esta actitud es asumida por los mandos intermedios, cualquier comportamiento, por inhumano y/o cruel que parezca será su lógica consecuencia. El altar del bien organizativo irá consumiendo víctima tras víctima, incluidos, al final, los hechiceros que estuvieron durante largo tiempo encargados de los sacrificios.
La solución no es sencilla, ni lineal. Se trata de tener claro que las organizaciones están en función de las personas y no viceversa. Y que cuando sea preciso que alguien sufra por una organización se trata de una circunstancia excepcional, no de un modo de actuar necesario e inmutable.
Pensamiento grupal
Una fuerte cultura organizativa puede conducir a lo que en sociología se califica como pensamiento grupal, que consiste en que cualquiera que plantee una solución alternativa a las reglamentadas será sospechoso de sedición. El pensamiento grupal va incrementándose con el tiempo: se alaba y se condena lo mismo. De ese modo, quien interviene en una conversación es aprobado por el resto del colectivo siempre que sus comentarios no se salgan del guion oficial.
El concepto pensamiento grupal es, en sí mismo, contradictorio porque, si es grupal, deja de ser pensamiento. El esfuerzo se centra de forma permanente en descubrir nuevos argumentos que expliquen el porqué de la actuación de la organización y ensalcen los resultados, sin atender –por ejemplo– a nuevas posibilidades en los modos de actuar. Cualquier referencia a la estrategia de los océanos azules –por poner sólo un ejemplo– es juzgada como perniciosa.
El pensamiento grupal es excluyente: quien quiera que proponga otras opciones –aunque sea con la mejor voluntad de ayudar– es sospechoso de haber salido intelectual o afectivamente del grupo, y debe ser reconducido o expulsado.
Llegan a formularse afirmaciones como: «Fulanito ha perdido la unidad afectiva…». Ésta consiste, esencialmente, en repetir de forma acrítica cualquiera de los principios aceptados por el grupo por muy inconsistentes que resulten. Todas las dictaduras políticas y organizativas acaban empleando las mismas tácticas: la eliminación del que disiente, sin considerar si sus propuestas proceden de la buena o la mala voluntad.
Hace años se afirmaba que en el pecado está la penitencia. Pues bien, la penitencia de las organizaciones que olvidan la relevancia de las personas y las maltratan, acaban por volverse residuales, con unos empleados y una clientela tan limitada que apenas da para la subsistencia de la misma organización. Y esto aunque puedan mantener una cierta imagen en el mercado y prolonguen su subsistencia en el tiempo.
En ocasiones, a ciertas instituciones podría aplicárseles el principio que a veces define a personas particularmente mediocres: más que vivir, duran. Es doloroso percibir esto, principalmente en proyectos que estuvieron llamados a alcanzar cierta relevancia dentro del sector, pero los ejemplos concretos son desafortunadamente inapelables.
Patologías organizativas y personales entre los conjurados
El desarrollo de organizaciones, o de departamentos como los descritos hasta el momento, suele producir dos tipos de patologías, unas directamente organizativas y otras individuales. Las enuncio ahora brevemente y volveré sobre ellas más adelante.
Entre las primeras se encuentran las organizaciones esquizofrénicas, en las que el discurso y la realidad no suelen ser sólo divergentes, sino radicalmente antagónicos. Así, puede atenderse con finura a los clientes externos, a la vez que se maltrata a los internos (es decir, a los empleados). Puede presentarse la mejor cara ante los de fuera, a la vez que se amenaza de forma más o menos velada a los de dentro.
Una organización esquizofrénica, con pensamiento grupal, tiene un gran enemigo: el diálogo libre de dominio.
Cualquier afirmación que se salga de la doctrina oficial es denunciada como corrosiva. Así, en sistemas como el colectivismo marxista, o el nazismo hitleriano, fueron fusilados o desterrados profesionales con estudios. Eran los peligrosos: quienes no estaban dispuestos a aceptar pasivamente imposiciones superiores sin tamizarlas con el sentido común y su propia reflexión personal.
También suelen darse paranoias organizativas, que consisten en la necesidad de detectar enemigos que justifiquen la necesidad de reafirmarse en los propios modos de hacer. Cuando esos enemigos se dan, ¡bienvenidos sean! Cuando no existen, es preciso crearlos. No pocas guerras han sido provocadas bajo este paradigma conceptual.
Resulta interesante observar la reacción sociológica que produce la sensación de enemigos. Los supuesta o realmente agredidos suelen unirse en defensa de principios que así salen consolidados. El sistema maoísta fue, entre otros muchos, experto en este tipo de estrategias: siempre a la búsqueda de enemigos del pueblo. En otras ocasiones, se detiene y condena a reales e imaginarios discrepantes de la ortodoxia.
Esto suele dar lugar a organizaciones tristes, faltas de savia. Y en la farmacopea, uno de los remedios que no suele encontrarse es el antídoto contra la tristeza. Este mal tiene un gran problema: que –independientemente de que sea provocada por motivos endógenos o exógenos– acaba tornándose depresión. Así, se encuentran organizaciones abatidas, a pesar de su forzada apariencia de salud.
Junto con las patologías organizativas, suelen multiplicarse las personales, que resultan más dolorosas, porque las personas las sufren de forma individual; el esfuerzo de cualquier directivo debería ser, junto a lograr beneficios, que aquellos con quienes trabaje no vean obstaculizado su camino hacia la felicidad. Entre otros motivos, porque lo que puede denominarse rotación emocional es claramente nociva tanto para las personas como para los pretendidos objetivos de la propia organización.
Cuando una persona enferma innecesariamente, de este modo podría decirse que en vez de dejar una imagen de su propia dignidad y forma de hacer, lo más que legará será un retrato. Es lamentable que algunas organizaciones dañen a las personas que en ellas se encuentran cuando deberían ser propulsoras de su decoro.
Entre las patologías personales más frecuentes se encuentran no sólo la mencionada depresión, sino también la personalidad bipolar, que se exterioriza fundamentalmente cuando la dicotomía entre discurso y vida se incrementa.
Extracto de la obra Patologías en las organizaciones
LID Editorial Empresarial, 2010
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