Expertos, innovadores  e incompetentes en la guerra y en la empresa

Expertos, innovadores e incompetentes en la guerra y en la empresa

abril 4, 2011 Desactivado Por inQualitas
Ignacio González-Posada
Ignacio González-Posada es licenciado en Económicas y MBA por el Instituto de Empresa. Ha desarrollado su carrera profesional en el mundo del marketing y las ventas, trabajando en empresas de Alemania, España, Estados Unidos y Japón. Ha servido en la Armada Española y la Historia ha sido siempre su gran pasión. Actualmente es gerente en Air Miles España.

El ataque japonés el 7 de diciembre de 1941 a Pearl Harbor y un fallo de cálculo por parte de los dirigentes alemanes habían incorporado a los Estados Unidos a la guerra con Alemania, Italia y Japón. Churchill intuía que la inclusión de la variable norteamericana desestabilizaba la ecuación a favor de los Aliados, pero lo cierto era que entre diciembre de 1941 y noviembre de 1942 los británicos y soviéticos sólo habían cosechado derrotas.
Ser más fuerte no es suficiente, como tampoco basta con tener un buen equipo, un buen producto, una buena financiación o una gran oportunidad de mercado. Hay que serlo en el punto de máximo esfuerzo, en el momento decisivo. Dominar el mercado no sólo depende del potencial que pueda tener la empresa, sino de su capacidad para trasladar ese poder al punto de venta, en el lineal del supermercado, en la mente del cliente y para enfrentarse (e imponerse) al competidor en el momento de la compra.
En febrero de 1998, dos de las empresas más importantes y potentes de España, Tabacalera y Cortefiel, líderes en sus sectores, con una enorme experiencia, sólidos equipos directivos e ingentes recursos económicos lanzaron la sociedad Viaplus. La idea era simple, se colocarían unos cajeros automáticos, la mayoría en estancos, donde los ciudadanos podrían escoger una gran variedad de productos (libros, discos, informática, moda…) a precios competitivos. En total 40.000 productos, de más de 150 marcas.

En noviembre de 1999, Viaplus inició sus actividades de venta en la Red. A pesar de la ingente inversión de recursos financieros y humanos, y el apoyo de importantes expertos, la idea no cuajó… Tres años y ochenta millones de euros de perdidas después, la empresa tuvo que cerrar. Así pues, ser más fuerte no basta.
¿Sería verdaderamente la entrada de Estados Unidos en la guerra el factor decisivo de la contienda? ¿Serían capaces de poner sus recursos superiores en el momento decisivo frente a un competidor decidido?
El día que Adolf Hitler invadió Polonia, todas las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos disponían escasamente de 300.000 hombres. Seis años después, en 1945, tenía 12 millones uniformados, más 70.000 barcos de guerra y casi 73.000 aviones. ¿Qué resortes se habían activado para que esto hubiese sido posible?
Lo cierto es que el secreto residía en dos recetas relativamente sencillas. La primera era la capacidad de volcar de forma rápida y eficiente una economía de gran tamaño basada en el consumo en otra totalmente enfocada al esfuerzo militar (analizaremos este punto en el capítulo siguiente).
La otra era la composición de la cúpula militar: hombres sencillos, trabajadores, buenos expertos que valoraban los recursos humanos (esto es, la vida de sus hombres) en su justa medida. Quizá entre ellos no hubiese ningún gran innovador en lo militar, ni ningún genial estratega de la talla de Alejandro Magno, Julio César o Napoleón, ni tan siquiera con el conocimiento bélico de Guderian, Rommel o Von Manstein. Pero, a pesar de todo, supieron sacar partida a sus recursos y ganar la guerra sin renunciar a sus principios morales y minimizando las bajas de sus compatriotas.
De ello fue responsable, en primer lugar, su máximo dirigente: el presidente Franklin Delano Roosevelt. Su mayor acierto consistió en saber rodearse de colaboradores capacitados y eficaces, permitiendo a sus generales hacer el trabajo, sin inmiscuirse demasiado en las cuestiones técnicas que le eran desconocidas. Su sistema funcionó con roces mínimos y máxima eficacia.
Roosevelt renunció al poder que le otorgaba la Constitución americana que establece que el presidente asume desde el momento de su elección el mando supremo de las Fuerzas Armadas. En la historia estadounidense no faltaban ejemplos de una mayor implicación que habían ocurrido en el pasado, como cuando Abraham Lincoln tomó el mando para dirigir las operaciones, no siempre acertadamente, durante la Guerra de Secesión (la guerra civil acontecida entre 1861 y 1865).
Roosevelt no era lego en la materia bélica y, gracias a su paso por la subsecretaria de la Armada durante la Primera Guerra Mundial, estaba familiarizado con los grandes problemas de estrategia. A pesar de ello, prefirió no utilizar nunca esta circunstancia para intentar imprimir su sello personal a la marca de las operaciones, como estaban haciendo sus homólogos (Churchill, Stalin, Mussolini y Hitler).
El presidente norteamericano conocía bien a sus compatriotas y los mecanismos que articulaban la sociedad. Por eso supo imprimir una visión idealista de la contienda, transmitiendo a sus ciudadanos la visión de un nuevo orden mundial más justo y libre tras la guerra. Aunó voluntades y esfuerzos para que la diversidad imperante en la sociedad de Estados Unidos se convirtiese en unidad de acción y todos respaldaran la lucha.
Entre sus muchas virtudes destacaba su habilidad para nombrar a personas capacitadas, transmitir confianza y optimismo. Aportaba inspiración; se mantenía firme, sereno incluso en las derrotas, y apoyaba a todos los que le rodeaban. Se guardaba las preocupaciones para sí y tenía la virtud de reconocer sus limitaciones, lo que es en sí mismo es señal del liderazgo inteligente.
Como en una ocasión me dijo el director general de uno de los principales bancos de España «con el tiempo me he dado cuenta de que realmente no sé de nada, pero lo que sé hacer muy bien es identificar a los que saben».
En su debe, deberíamos anotar quizás su liderazgo difuso (que hacía que a menudo sus colaboradores no supieran exactamente la política a seguir, y que ocasionaba, en algunos momentos, que sus subordinados se encontrasen con que recibían consignas aparentemente contradictorias). Además careció de una visión de los siguientes pasos a seguir una vez se alcanzase la derrota de Alemania y Japón.
Por ejemplo, pensó que era posible mantener una relación cordial con Stalin incluso a nivel personal. De algún modo confiaba demasiado en su encanto personal y carisma para influenciar a las personas y a menudo fiaba demasiado a su capacidad para establecer relaciones personales profundas y duraderas. En este punto debemos señalar que Stalin también consiguió engañar a Churchill. Si Roosevelt dijo del líder soviético «es alguien con quién me podré llevar bien», Churchill no se quedó atrás y afirmó «es alguien con quién podré hacer negocios». La historia demostraría cuan equivocados estaban ambos.
Sus errores de cálculo, en cualquier caso, dejarían a media Europa en manos de gobiernos tiránicos, crueles y despóticos durante 40 años tras la Guerra Mundial, pero esto es algo cuyo análisis excede el objetivo de este libro.
Hay grandes hombres de empresa que han construido imperios empresariales basándose en su encanto personal. Ésta es una estupenda habilidad, pero todo lo que construyen puede irse al traste si pierden perspectiva y obvian la existencia de miles de Stalins sin sentimientos ni escrúpulos, que darán a entender que han sido seducidos mientras preparan sus trampas para cobrarse la pieza. En cualquier caso, es una pequeña mancha en su historial como presidente (a no ser que uno sea polaco, alemán, lituano, estonio, letón, rumano, húngaro, checo, eslovaco, serbio, croata, esloveno, albanés, búlgaro, japonés o coreano).
Pese a disponer de 33 generales de mayor antigüedad, Roosevelt eligió a George Marshall como jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas. Le convenció su sinceridad y que sentía que podía confiar en él. Su intuición probaría ser muy acertada pues, a la postre, se convirtió en el «organizador de la victoria aliada» (en palabras del mismísimo Winston Churchill).
De hecho, son muchas las cosas que un gestor de empresa puede aprender de un hombre como Marshall. Por encima de todas está su capacidad de delegar para poder así dedicarse a lo que realmente es importante («un programa coordinado y una sola cabeza»), evitando burocracias y dejando tiempo a las personas claves para pensar en los problemas fundamentales.
Los que hemos trabajado con muchos jefes sabemos que delegar es liderar. Delegar es impulsar a los demás a rendir más de lo que se puede esperar de cada cual. Delegando, lideramos, inspiramos, es «mover en nosotros mismos y en los demás lo más valioso que todos tenemos, ayudar a los demás a alcanzar una altura superior a la que ellos esperaban, una altura que sabíamos que estaba a su alcance, aunque ellos desconfiaran».
Delegar supone apostar por el subordinado y no es una decisión fácil (no al menos automática). Requiere valor, confianza y decisión. No se trata de pasarle el trabajo duro o las complicaciones al que está más abajo en la cadena esperando que sea él (o ella) quién lo resuelva. Delegar es hacer que cada nivel jerárquico asuma la responsabilidad que le corresponde. Porque como dice Mariano Alonso Puig en uno de sus libros «la mayor desgracia de un ser humano es no encontrar a nadie que le ayude a descubrir lo que realmente puede llegar a ser».
Las otras pinceladas del estilo de dirección de George Marshall, quedan perfectamente descritas en las memorias de un general americano compañero de Marshall (Dwight D. Eisenhower, a quién conoceremos más adelante):
  • No era partidario de las recomendaciones: «si es amigo suyo, lo mejor que puede hacer es no mencionar su nombre», solía decir.
  • Fomentaba la autonomía y pedía a sus ayudantes que pensasen y obrasen por cuenta propia dentro del campo de sus especialidades.
  • Detestaba a los que atendían por sí mismos a los menores detalles.
  • No le gustaban los que confundían firmeza y brío con malos modales, tampoco a los que se indisponían con otros y gustaban de gran protagonismo.
  • No aguantaba a los pesimistas crónicos, que pintaban con negros colores y siempre encontraban escasos los medios.
  • Nunca nombraba a un oficial a menos que fuera un entusiasta del proyecto y estuviera convencido del éxito final.
Su actitud ante la guerra era más la de un gerente de una gran empresa que la de un general belicoso. Aplicó criterios tecnocráticos a la tarea de construir un Ejército y elegir su estrategia (por ejemplo racionalizó la cúpula del Ejército, reduciendo de 61 a seis el número de funcionarios que tenían acceso directo a su oficina). Dedicó gran parte de su energía al adiestramiento y la logística. La guerra, en su opinión, era una unidad que abarcaba desde el reclutamiento hasta el combate. ¿No suena todo esto a la cadena de valor de Porter (el concepto de cadena de valor se enfoca en la identificación de los procesos y operaciones que aportan valor al negocio. Se trata de hacerse fuertes donde aportamos más valor)?
El primer acierto del Estado Mayor norteamericano fue entender que la prioridad estratégica en la guerra estaba en Europa y no en Asia. Esta decisión se tomaba en contra de la opinión pública americana que estaba indignada con los japoneses (y contra los que clamaba venganza), pero sólo molesta con los alemanes. También contradecía a la cúpula de la Armada, que temía la superioridad neta de los nipones en el Pacífico si no se producía una rápida intervención.
Sin embargo en su opinión, era necesario concentrar la mayor parte de los recursos contra Alemania, puesto que el riesgo de que la Unión Soviética o Gran Bretaña se colapsaran antes de que los EE.UU. pudieran mover el peso de sus recursos hacia Europa (o de que los alemanes tuvieran un largo respiro), era mucho mayor que las humillantes derrotas que Japón les pudiera ocasionar a corto plazo. Demostró ser capaz de mantener sus fuerzas concentradas y no perder la visión ante hechos graves y preocupantes, pero que no cambiaban las realidades estratégicas del conflicto.
El segundo acierto fue darse cuenta de la necesidad que había de que la coalición de aliados se mantuviese fuerte y unida frente a las adversidades. Lejos de quedarse en posturas teóricas impulsó la fusión de los esfuerzos bélicos de Gran Bretaña y los Estados Unidos. Para ello nombró al general Dwight Eisenhower, un hombre de consenso, como comandante supremo de los ejércitos aliados en Europa.
Frente al concepto de guerra paralela de las potencias del Eje, los aliados occidentales y la Unión Soviética (sobre todo los primeros), se esforzaban en aunar los diversos intereses políticos, económicos y militares. Finalmente fue esta coalición la que se impuso, a pesar de que estos tres países estuviesen «representados por hombres fuertes, que representaban a naciones vigorosas y altivas».
Si las relaciones entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, a pesar de la buena fe y la predisposición de sus máximos dirigentes requirieron mucho trabajo, soluciones de consenso y cesiones por ambas partes, qué decir de las relaciones de ambos con la Unión Soviética. A pesar de todas las dificultades, las tres naciones se mantuvieron unidas hasta el final y no cejaron hasta que Alemania, Italia y Japón se rindieron sin condiciones. Su unidad fue su fortaleza frente al enemigo.
¿No es así también en la empresa? Según un reciente artículo de The Economist, al menos un 75% de las fusiones y adquisiciones de empresas fracasan y no consiguen aportar ningún beneficio a los accionistas, precisamente por lo conseguir su unidad. De hecho, la mitad de ellas, realmente destruyen valor para los accionistas y no faltan ejemplos: Quaker y Snapple, Daimler-Benz y Chrysler, Time Warner y AOL…
El 8 de noviembre de 1942 se pone en marcha la operación Antorcha liderada por Eisenhower. Básicamente consistía en desembarcar un contingente americano en Marruecos y Argelia avanzando lo más rápidamente sobre Túnez con la esperanza de coger al Afrika Korps por la espalda y aniquilarlo cuanto antes de cara a una eventual invasión de Italia.
A pesar de que en principio se esperaba que las autoridades coloniales francesas no opusieran ninguna resistencia, tuvieron que imponerse por la fuerza de las armas para poder desembarcar en Marruecos y Argelia (a pesar de que esta imagen no encaja con la literatura que presenta a la mayoría de los franceses como héroes de la resistencia, lo cierto es que eran millones los franceses que estaban de parte del gobierno del Mariscal Petain y que seguían las órdenes que venían de Vichy).
Los alemanes reaccionaron con extraordinaria prontitud enviando una corriente ininterrumpida de tropas bajo el mando del general Juergen Von Armin, entre las que figuraba la poderosa división blindada Hermann Göring y un batallón de tanques armado con el poderoso Tiger I (un modelo de tanque ante el que los aliados sólo podían oponer resistencia mediante la artillería o la aviación). No son pocos los analistas bélicos que opinan que si Rommel hubiera recibido la mitad de dichas fuerzas tres meses antes, lo sucedido en El Alamein hubiera cobrado un carácter absolutamente distinto.
La batalla de Túnez es un claro ejemplo de cómo en muchas ocasiones el mantenimiento del prestigio se impone a la sensatez. La decisión de Hitler (actuando tarde y mal), lejos de ser una solución, reforzaba el error. Si su decisión era conservar el norte de África tenía que haberlo hecho en las arenas egipcias y en las costas maltesas en el momento decisivo. Los refuerzos que no existieron cuando y donde eran clave, en el momento de la ruptura, aparecieron cuando era demasiado tarde y por eso acabarían siendo desperdiciados junto con otros tantos recursos (cuadro 5.2).
Pese a todo, la rápida reacción alemana y el mal tiempo dieron al traste con las esperanzas de una rápida victoria en el norte de África dentro del año 1942 y, a mediados de febrero de 1943, los alemanes estaban sólidamente estacionados en la costa norte y noreste de Túnez.
Rommel llega a Túnez para asumir el mando de las tropas mientras que los Aliados acumulan material y hombres para la ofensiva final al tiempo que empiezan múltiples operaciones con el objeto de estrangular las comunicaciones alemanas. El 16 de febrero, Rommel se lanza contra los bisoños norteamericanos, sorprendiéndoles en el paso de Kasserine. Les derrota de forma contundente, pero de manera efímera y no se puede aprovechar de su éxito. Pronto los norteamericanos se sobreponen a su primera derrota en el continente africano.
Cuadro 5.2 Fin de la guerra en el norte de África
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El Zorro del Desierto, bastante enfermo, propone a Hitler la retirada de su Ejército a Italia para evitar un colapso ante los aliados, pero sus sugerencias son rechazadas y es relevado del mando el 8 de marzo.
Los aliados consiguen poco a poco arrebatar el terreno a los alemanes e italianos que se encuentran en gran inferioridad, con gran dificultad de ser reforzados por mar (la travesía entre Sicilia y Túnez comienza a conocerse por los marineros italianos y alemanes como la ruta de la muerte). Tras duros combates en abril y mayo, el mando italoalemán capitula el 13 de mayo y 250.000 soldados son hechos prisioneros, la mitad de ellos alemanes.
El flanco sur de Europa, desde España hasta Grecia, queda abierto para los aliados. Italia queda completamente expuesta y se convierte en el eslabón más débil en la cadena del Eje.
Extracto de la obra Cómo ganar una guerra. Lid Editorial, 2010