Sobre el éxito y el fracaso

Sobre el éxito y el fracaso

julio 19, 2012 Desactivado Por inQualitas
José Luis Montes

José Luis Montes Usategui ha sido directivo en varias multinacionales y empresario. En su carrera profesional ha compaginado estas actividades con la consultoría y la dirección en organizaciones sectoriales, ONG y entidades sin ánimo de lucro. Es el fundador del Movimiento Wikihappines, mediante el cual propugna en las personas un desarrollo personal y espiritual coherente.

 

1. El sueño del Kilimanjaro: El premio al éxito

Manuel era lo que podríamos llamar una persona de éxito. Ex directivo de multinacional, con buen aspecto físico, exitoso con las mujeres, inteligente y con un estupendo nivel de vida, hacía años había creado su propia empresa, la cual crecía en fama, tamaño, recursos y beneficios. Algunos amigos le decían, en conversaciones casuales pero no exentas de profundidad: «Cuando sea mayor, quiero ser como tú». A lo que Manuel invariablemente respondía, riendo: «¿Tan mal estás, amigo mío?».

Consideraba que desde fuera se ven las cosas de forma más ligera y se tiende a mitificar lo bueno y a ver sólo la cara del éxito. Pero, claro está, no dejaba de halagarle que personas queridas por él le dijeran ese tipo de cosas, lo que Manuel llamaba «masajes para el ego».

Una de sus mayores aficiones, casi una pasión, era la montaña. A sus 40 años, participaba en travesías de montaña de ultrafondo, en las que recorría ochenta, cien o más kilómetros de forma continuada, con desniveles acumulados de miles de metros, y todo ello en diez, quince, veinte horas seguidas sin descanso.

También, con frecuencia y especialmente cuando se sentía estresado después de una dura semana de trabajo, cogía la mochila y se largaba a la montaña un par de días, solo, haciendo vivac bajo las estrellas, caminando perdido en las alturas de día y de noche durante decenas de horas y comiendo lo que cocinaba allí donde quería y cuando le daba la gana. Volvía de esas excursiones rompedoras sucio y maloliente como un jabalí, cansado, con dolor en las articulaciones, con dos o tres kilos menos, pero limpio por dentro, centrado y feliz como un niño.

Sus amigos y familia no entendían cómo podía irse solo en esas condiciones y disfrutar de ello. Estaban convencidos de que suponía afrontar continuos peligros y siempre le preguntaban mismo: «Pero, Manuel, ¿no tienes miedo de andar por las montañas de día y de noche, solo, y dormir con apenas un saco sobre las rocas a la intemperie? Hay animales, precipicios, te puedes perder…».

La respuesta de Manuel era siempre la misma: «Mirad, los animales son muy inteligentes y saben perfectamente que, en la montaña, el animal más peligroso es el hombre, así que se ocupan de evitarme. Y por lo demás, voy excelentemente equipado y sé lo que me llevo entre manos, tengo experiencia, recursos y prudencia. No os preocupéis por mí, preocupaos por los que se quedan en la ciudad, que los puede atropellar cualquier imprudente en un paso cebra».

Sentía una conexión especial con la naturaleza, en las montañas notaba que quizá pertenecía a ellas, se llenaba de energía con el aire, los árboles, las rocas o el agua, y volvía lleno de luz.

También escalaba, si bien con poca frecuencia, y no pasaba de ser un principiante. Pero sabía que para moverse en la montaña como a él le gustaba debía tener nociones y cierta práctica de escalada, porque nunca se sabe con qué te vas a encontrar y por qué situaciones deberás pasar.

Y él no sólo tendía a ser autosuficiente, sino que tenía un concepto muy acusado de la seguridad. Más por sus hijos que por él. Más por responsabilidad hacia ellos, que eran todavía pequeños, y sentía devoción y obligación por sus personitas. En efecto, Manuel, separado hacía pocos años, tenía dos hijos de corta edad. Un niño y una niña a quienes quería con locura y por los que procuraba preocuparse en todos los aspectos, de forma firme pero amorosa.

Desde hacía un tiempo, había una idea que le rondaba por la cabeza, una idea que no se acababa de decidir a convertir en proyecto, quizá porque no se sentía todavía preparado para ello. Había leído mucho sobre lo que en ambientes montañeros se conoce como «las siete cumbres», el proyecto que sólo unos pocos cientos de personas en todo el mundo han conseguido completar. Se trata de subir todas y cada una de las montañas más altas de todos los continentes, diferentes entre sí en su conformación y dificultad. No se sentía capacitado todavía para los ocho mil metros del Everest, para la crudeza del McKinley o para la dificultad de acceso a la Pirámide Karnstedz.

Pero tenía tiempo para prepararse para ellas. Podía trabajar los próximos diez años en su cuerpo y en sus recursos y experiencia para tener garantías de éxito en su subida.

Y, mientras tanto, algunas de las siete montañas mágicas eran accesibles para una persona con su preparación. El Kilimanjaro, el Elbrus o el Aconcagua eran cumbres a su alcance. No fáciles, por supuesto. Pero sí que creía tener la experiencia, condición física y recursos económicos para emprender su conquista.

Manuel estaba metido, con su empresa, en un proyecto muy ambicioso. Un proyecto que comenzó como un sueño, como una idea ambiciosa, bonita y visionaria, de grandes dificultades, que con el paso del tiempo e ingentes cantidades de trabajo y talento de su equipo, se iba convirtiendo en realidad. Había conseguido la distribución en exclusiva para su país de una nueva gama de productos que en otros mercados de primer orden estaba consiguiendo un éxito notable, y quería constituir alrededor de dicha gama una nueva división de negocio, muy innovadora y de enorme potencial.

Llegó incluso un momento en el que el proyecto de su nueva división crecía como la espuma y olía a éxito por todos lados. No se hablaba de otra cosa en el mercado, había una corriente imparable de opiniones positivas hacia él, y nadie deseaba quedarse fuera de lo que aparentaba ir por el buen camino de convertirse en una realidad que –todos estaban de acuerdo– el mercado estaba necesitando desde hacía años. Todos los indicadores, o al menos los que Manuel quería ver, apuntaban hacia un éxito final mayor de lo esperado. Y eso que Manuel esperaba mucho de su proyecto.

Cuando faltaban apenas tres meses para que el proyecto culminara y se hiciera realidad el lanzamiento al mercado de la nueva gama de productos, Manuel, convencido de que el resultado superaría las expectativas, comenzó a imaginar y a proyectar cómo sería la siguiente fase de dicho proyecto al año siguiente. Más grande, más ambicioso, más completo, nuevas gamas complementarias, servicios de mayor valor añadido. Más exitoso.

¡Qué fácil era soñar con las cosas bonitas que todo eso significaba para él, para su equipo, su empresa y para las entidades que participaban del proyecto! Dicen que soñar es gratis pero, como Manuel pudo comprobar al cabo de un tiempo, no es cierto. A menudo, soñar tiene un coste. A veces, muy alto.

Manuel tomó entonces una decisión que era un poco como saborear la guinda del pastel que estaba cocinando y que pronto iba a estar listo. Decidió que, cuando finalizara su proyecto y, una vez saboreadas las mieles del éxito del lanzamiento al mercado de lo que tanto le había costado, se marcharía a Tanzania a subir el Kilimanjaro y dar así el primer paso hacia la consecución de las siete cimas.

Una especie de premio personal que se concedía, una mezcla de descanso del guerrero, de espíritu de superación aplicado esta vez a una tarea física y primitiva como es subir los casi 6000 metros de dicha montaña, una limpieza energética a través del largo contacto con la dominadora naturaleza que tanto le llenaba, y, para qué negarlo, una meta más de éxito.

Había leído algunos libros o pasajes de obras en las que reconocidos montañeros contaban su experiencia de subir esa montaña. Ávido de saber más y de prepararse para ello, buscó en Internet todo lo que pudo encontrar al respecto, leyó con atención los programas de agencias especializadas en viajes de aventura y expediciones montañeras, y compró todos los libros y guías que pudo encontrar sobre el tema.

En sus frecuentes viajes de trabajo, su lectura habitual era la Lonely Planet Trekking in East Africa, la Climbing Guide de Cordee Kilimanjaro & Mount Kenya, y en los aviones abría el enorme mapa canadiense a escala 1 : 62500 del Kili en el que marcaba y estudiaba las rutas y los campamentos que iba a seguir y usar.

Principios de diciembre era el momento escogido para la expedición, y Manuel se dedicó a prepararla como era debido. Se apuntó a un gimnasio para ganar algo de la masa muscular en las piernas que había perdido en aquellos meses rompedores de intenso trabajo, y empezó a hacer sesiones de rayos uva para ganar algo de color y proteger la piel de los hirientes rayos solares africanos, habida cuenta de que Manuel era muy sensible a la luz solar. También corrió e hizo bicicleta de forma seguida, para conservar el fondo que habitualmente tenía de sus intensas marchas por los Pirineos. Y caminó mucho. Iba a todas partes andando, acumulando fácilmente un par de horas diarias de pasos uno detrás de otro.

Había decidido subir la montaña por la ruta Machame, también conocida como la ruta Whisky, en la que se pernoctaba en tienda de campaña en campamentos que tenían una superficie más o menos alisada, letrinas primitivas y malolientes y un empleado del parque que iba anotando los expedicionarios que llegaban.

La otra opción, la más frecuentada ruta Marangu, a su vez conocida coloquialmente como «ruta Coca-Cola», era la más turística porque se dormía en refugios más o menos acondicionados, si bien la etapa final podía llegar a ser más dificultosa.

Manuel deseaba vivir la experiencia de la forma más cercana a la naturaleza posible, y estaba acostumbrado a prescindir de casi todas las comodidades cuando se encontraba en la montaña, de forma que para él la Machame era la opción lógica.

Comenzó a estudiar el material que necesitaría, y a evaluar qué parte ya tenía y cuál debería adquirir. Saco de dormir preparado para temperaturas fácilmente de diez o incluso más grados bajo cero, ropa térmica adecuada, bolsa de expedición, gafas de ventisca adecuadas y que se pudieran poner sobre sus gafas de miope, como solución al sol y el frío intenso en la cumbre, pasamontañas técnico… una larga lista de cosas necesarias para maximizar las posibilidades de alcanzar la cima, y para hacerlo en el mejor estado posible.

El Kilimanjaro, a pesar de sus 5895 metros, no es una montaña extrema. Por supuesto, hay que habituarse bien a su gran altura, aguantar los al menos 20 grados bajo cero de la cumbre, hacer largas marchas diarias durante aproximadamente una semana y saber padecer las condiciones de vida que durante esos días se tienen, y que distan mucho de las de un hotel de lujo. A pesar de ello, se trata más de un trekking duro que de una meta alpinística, y tiene más que ver con una alta exigencia física que con una profunda preparación técnica. Cada vez menos, por el indeseado efecto del cambio climático, se hace necesario emplear crampones y piolet en su subida, y en algunas épocas del año basta con unos bastones y unas botas adecuadas. Por supuesto, no deja de ser un casi seis mil, por lo que ni puedes minusvalorarlo ni descuidarte.

Aunque algunas miles de personas tienen éxito anualmente en su subida, varias de ellas sufren percances graves e, incluso, mueren en el intento. Más por ataques al corazón ocasionados por la exigencia que la altura extrema somete al cuerpo, que por accidentes como caídas. Por ello, el encuentro frecuente durante los días de subida con camillas primitivas que esperan ocupantes te recuerda de vez en cuando que la montaña, sea cual sea, te puede siempre que quiere. A tres, a cuatro, a cinco o a seis mil metros, tu cuerpo lucha por la falta de presión y de oxígeno a los que está habituado y que necesita para vivir. Tu sangre es más espesa y al corazón le cuesta moverla. Y todas tus células exigen que les llegue esa misma sangre, que con tanta dificultad se mueve por donde antes fluía con facilidad, con las moléculas del preciado oxígeno que ahora escasea. Tu cabeza te duele permanentemente, tu estómago pierde el apetito y hace cosas que antes no hacía, y a veces vives en una permanente náusea.

Por supuesto, no siempre es así, y una correcta adaptación a la altura acompañada de las medidas que se aconsejan en estos ambientes ayudan fuertemente a reducir estos efectos o a, al menos, a evitar que se prolonguen. Claro está, hay casos en los que el mal de altura te puede y entonces o bajas o tienes problemas, a veces serios problemas.

Lo peor de todo ello es que no depende realmente ni de tu edad ni de tu estado físico. He visto atletas maratonianos de veintipocos años sufrir mal de altura ya a los tres mil metros, y estar casi inoperativos a partir de los cuatro mil. Y he visto cincuentones con algo de barriguita desenvolverse a cuatro y cinco mil metros con apenas algo de dolor de cabeza, que nunca sabes si es por la altura o por la falta de sueño que te suele acompañar en estas subidas… o por ambas cosas.

Todo esto Manuel lo sabía por experiencia propia y por lo que había incorporado de lecturas y conversaciones. Así que, lleno de ilusión por el premio que se concedía por adelantado, su expedición al Kilimanjaro, comenzó a prepararse concienzudamente para el ascenso.

 

2. Enfrentarse al fracaso

¿Te has preguntado alguna vez qué es el fracaso? Yo pienso que fracasar es, simplemente, no conseguir lo que queremos. Pero… ¿qué pasa si lo que pensamos que queremos no es lo que deseamos en realidad? ¿Qué pasa si, además, no es lo que verdaderamente necesitamos? ¿Qué pasa si, incluso, conseguir lo que pensamos que queremos nos aleja de lo que de verdad queremos?

¿Te parece que esto debe de ser infrecuente? ¿Qué la gente sabe lo que quiere? Entonces, ¿por qué hay tanta gente infeliz, deprimida, insatisfecha? ¿Quizá porque no consiguen lo que quieren, porque hay muchos fracasados? ¿O quizá es porque lo que persiguen y consiguen no es lo que verdaderamente quieren?

En contra de todos los indicios, de todas las opiniones, de lo que todos pensaban y esperaban, de lo que se auguraba claramente en el mercado y, por supuesto, de lo que Manuel estaba seguro de conseguir, el lanzamiento de la nueva división de productos innovadores fue un fracaso.

Pero no un pequeño fracaso, o simplemente que no consiguiera alcanzar del todo los objetivos que se habían marcado, o que el resultado final se quedara corto para lo previsto, no: fue un absoluto fracaso. Las ventas quedaron extremadamente lejos de las previsiones iniciales, los productos se amontonaban y caducaban en los almacenes y no tuvo efecto ninguno de los esfuerzos para bajar precios o para publicitar de forma redoblada la nueva gama.

Hubo reuniones muy tensas con gente que participaba en el proyecto y se sentían muy defraudados, amenazas, algún medio publicó críticas hirientes y algún enemigo, que en todas partes los hay y siempre están al acecho, usó el decepcionante resultado para pasar cuentas pendientes.

Más de uno, que había participado en el proyecto de forma muy directa, negociando exclusivas para su zona y colgándose alguna medalla por ello antes de hora, hizo como que la cosa no iba con ellos y se apartó no sólo rechazando participar del fracaso sino pidiendo incluso compensaciones. Varios de ellos tenían problemas claros con sus propios resultados, y buscaron en el fracaso del proyecto de Manuel la excusa expiatoria para su propio fracaso.

Un líder del sector se apresuró a hacer sangre, porque en realidad sentía el éxito del proyecto como una amenaza para su posición y forma de proceder, y participó tarde y a regañadientes en él. Una segunda entidad muy señalada también echó paletadas de tierra sobre la imagen del proyecto porque parte de su éxito en el mercado se basaba en una actitud ventajista según la cual estaban presentes en todas partes y, si había éxito se colgaban las medallas y, si se fracasaba, tomaban distancia y clamaban que eran los primeros perjudicados.

Cierto es que muchas otras personas y entidades participantes en el lanzamiento resaltaron las partes positivas, manifestaron su comprensión y apoyo, ayudaron en lo que pudieron y supieron mostrar que, tanto en el éxito como en el fracaso, estaban donde pensaban que debían estar. La mayoría actuó así.

Muchas, incluso, hicieron balance, y dijeron en público y en privado que para ellas no sólo no había sido un fracaso su participación en el proyecto sino que incluso había aportado elementos positivos, que en muchos otros países había sido un éxito y que quizá simplemente era pronto para el nuestro. Nunca dudaron de la honestidad ni del esfuerzo y simplemente buscaron enseñanzas para el futuro. Quizá por azar, quizá porque entre las cualidades y la experiencia de un líder se encuentra el saber analizar el fracaso de forma inteligente, ecuánime, generosa y profunda, el caso es que muchos de los que tomaron esta actitud eran claros números uno en sus ámbitos profesionales y muchos de ellos eran entidades que marcaban resultados y tendencias en el sector.

Manuel no pudo permitirse sufrir un shock. Con una mente fuerte y práctica, se enfrentó a la tormenta. Dio la cara, explicó lo que se podía explicar, analizó los porqués y trató de llegar a conclusiones, mantuvo docenas de reuniones allí donde se le requirió, y aun cuando no se le requirió, pero se lo esperaba. Propuso compensaciones ra zonables y viables a quienes se sentían decepcionados, y trabajó más de lo que nunca había trabajado.

Y, lo que es importantísimo, dedicó tiempo, esfuerzo y sensibilidad a preocuparse por el estado anímico de su equipo. Profesionales que habían estado a las duras trabajando incansablemente en preparar el proyecto, y que en lugar de estar ahora a las maduras y disfrutar su previsiblemente exitoso resultado, les tocaba de nuevo estar a las duras de asumir las consecuencias del inesperado fracaso. La frustración, la continuación del trabajo intenso y la incertidumbre acerca del futuro eran las tres pruebas a las que su gente se enfrentaba de pronto, y Manuel debía preverlo y actuar en consecuencia. Y todo ello con el corazón roto por la decepción y la mente confusa por la vorágine de lo que sucedía, por lo que había sido el antes, por lo que estaba siendo el durante y por lo que amenazaba ser el después.

Durante un tiempo, Manuel se puso una venda en los ojos para no ver su propia herida personal, y luchó para salir adelante frente a todas estas circunstancias. La empresa, hasta el momento creciente en fama y resultados, se encontraba en peligro. Ya no sólo se trataba de que el proyecto que él esperaba que abriese nuevas vías de negocio había fracasado, sino que en su negativo resultado podía arrastrar al resto de la empresa. Las inversiones y la asunción de riesgos habían sido muy elevados, y él los había aumentado ambiciosamente conforme veía crecer la excelente acogida previa en el mercado.

Así que Manuel tenía muchas y muy buenas razones para no mirar dentro de sí, para no ceder terreno a la debilidad de los sentimientos y para tirar hacia delante con fuerza. Mantuvo una imagen fuerte y mostró apariencia de controlar la situación en todo momento, tranquilizó a todos los amigos y familiares que por él se preocupaban, serenó a quienes pasaban malos momentos por el nefasto resultado, como si él estuviera completamente sereno, y trató de que la procesión fuera por dentro sin aflorar ni en sus relaciones con sus hijos ni en su entorno inmediato.

Por supuesto, anuló su anhelado viaje al Kilimanjaro. No podía mostrar que en medio de la tormenta él se iba de vacaciones, ni sentía que estaba en situación anímica para disfrutarlo. Su lugar estaba en otra montaña, en aquella que ahora le tocaba subir, la de la superación del fracaso.

Todo esto duró quizá cuatro meses, incluso un poco más, hasta que la parte más dura, la de dar explicaciones y compensar, aquella en la que el fracaso de Manuel era la comidilla del sector, finalizó y todo fue suavizándose y empezando a formar parte del pasado reciente.

Pero llega un momento en que algo se rompe. Quizá es que lo peor había pasado, o quizá es que, al decir de la sabiduría oriental, el junco se adapta y el hierro se acaba por quebrar. El caso es que llegó el momento inevitable en el que Manuel debió enfrentarse a todo lo que bullía dentro de sí y que, de tanto bullir sin válvula de escape, estalla. Y como había buenas razones para estallar, lo hizo con fuerza. Un fin de semana, simplemente Manuel no se pudo levantar de la cama. Pasó dos días encerrado en su casa enfrentándose a sus fantasmas durante varios meses esquivados.

Extracto de la obra El hombre que tuvo la fortuna de fracasar. Plataforma Editorial, 2009