Pensar es gratis, además de imprescindible. Joaquín Lorente (Publicista)
enero 18, 2011Joaquín Lorente
Joaquín Lorente es uno de los más relevantes publicistas de la actualidad. Fundó e impulsó el grupo MMLB que renovó la publicidad en España y la situó entre las mejores del mundo. Desarrolla una intensa labor educativa a través de sus libros, artículos, conferencias y cursos en la universidad. Es autor del libro Piensa, es gratis.
Joaquín Lorente es uno de los más relevantes publicistas de la actualidad. Fundó e impulsó el grupo MMLB que renovó la publicidad en España y la situó entre las mejores del mundo. Desarrolla una intensa labor educativa a través de sus libros, artículos, conferencias y cursos en la universidad. Es autor del libro Piensa, es gratis.
Por cada empresario que sabe crear valor para su marca, hay otro que la manosea y destroza
Lo tienes allí, de cuerpo y galón presente, a tres metros de distancia. Está en la cabecera de la gran mesa de juntas y hace mucho más que dirigir la reunión: la controla, manipula a su antojo, sentencia, vaticina, promueve, degüella, encumbra, se escucha, se escucha, se escucha… Contradecirle es un ataque mezquino, discutirle es un vale de incineración laboral… porque él y sólo él lo sabe todo, lo intuye, lo controla y lo decide todo.
He conocido a alguno de estos pajarracos burros. Su enfermedad se llama «obsesión de sillón». Todos sin excepción desplegaron su mejor vuelo para alcanzar su gran meta: entrar en el nido del gran poder, allí donde se incuba el futuro de la empresa. Pero una vez dentro, su gran interés se concentra en calentar e incubar sus propios huevos: en servirse del sillón en lugar de servir al sillón, demasiadas veces preparando en silencio su próximo asalto a una empresa más importante.
Engañan a headhunters, a herederos bobos de empresas familiares que juegan a trabajar, a consejos de administración cebados en la holgazanería distante y diletante. Y cuando sus superiores les demandan información sobre sus fiascos, les sobran frases, estudios y asesores para demostrar que ellos son los mejores y que toda la culpa la tiene el mercado y la coyuntura.
Desde la perspectiva de la empresa, el gran tema es atajar a tiempo esta sangría cerebral. En muchas ocasiones, si se exceptúan los balances financieros, muchas empresas tienen implantados escasos e incluso muchas veces ningún mecanismo o método de observación y control sobre su poder. Si la empresa es familiar y los problemas los crea alguien del clan, sólo un buen protocolo firmado entre los socios puede evitar fiascos definitivos. Pero en demasiadas ocasiones la solución llega tarde, cuando la devastación es difícil y costosa de reponer.
En cualquier sector donde exista un mínimo de alegría, cuando determinada empresa va de mal en peor no indagues demasiado: para encontrar el origen de todos sus problemas vete directamente a su cabeza.
Esta misma situación, cuando se produce en los niveles más elevados de la sociedad, con sus gobernantes, líderes económicos, intelectuales e incluso espirituales, el problema alcanza dimensiones gigantescas y grotescas.
Algún día habrá que reformular, para su propio y nuestro propio bien, la democracia: habrá que hacerla más democrática. Y a ciertos jerarcas habrá que bajarlos de sus pedestales: es indiscutible que la fe para que se perpetúen siempre debe ser ciega, pero algunos deberían corregir su escandalosa miopía respecto a su humanismo.
Un objetivo concretado en más de dos líneas es una miopía
La palabra es un formidable don, exclusivo de los humanos. La palabra dicha es el sonido de nuestro cerebro, y la escrita, su partitura.
Por cada palabra que usamos para concretar, comprometer o asegurar, diariamente utilizamos muchos miles en describir, merodear, preguntar y chafardear. En la inmensa mayoría de las conversaciones, conseguir un 1 por ciento de grano acompañado de un 99 por ciento de paja es, desde el punto de vista de la concreción, un rotundo éxito.
Es lógico que así sea: concretar un objetivo (en absoluto estamos hablando ahora de concretar hechos) es comprometerse con lo que se pretende. Exige raciocinio, análisis, determinación y compromiso. Para muchos, la cotidianidad de la vida no les exige compromisos constantes y tensos, esos que, acumulados año tras año, se convierten en los grandes patrocinadores de los infartos.
El armazón que aguanta cualquier empresa o actividad es la consecución de un objetivo que está bien estructurado y ensamblado en cada uno de sus detalles más determinantes.
Sin objetivo hay un existir sin causa, un merodear sin horizonte.
El defecto de muchos planes e incluso el de muchas organizaciones es la ambigüedad verbal y literaria que emplean para concretar su fin principal. Sea lo que sea lo que pretenden, utilizan una larga letanía de verborrea ampulosa, ególatra y muchas veces mesiánica para definir qué son y para qué existen, casi siempre rematadas con la coletilla de «crear una sociedad mejor». Una sarta de inconcreciones muchas veces colgada y enmarcada en las paredes de los despachos de sus ejecutivos, incapaces de memorizarlas.
Objetivos son, por ejemplo, «este año, ganar la liga», «ofrecer las primeras marcas a los precios más bajos», «diseñar nuestros productos con tres de los mejores arquitectos del mundo», «ofrecer el surtido de panes más apetitoso de la ciudad», «calzar con lo más cómodo», «producir los condones que den más placer a la vagina», «los pisos de 40 m2 que lo tienen todo», etc., etc.
Para cada uno de estos objetivos, lo que después sigue es la suma de todos los instrumentos para hacerlo posible. Es lo que conocemos como el plan. Pero lo que jamás se debe hacer es confundir los instrumentos con el objetivo, porque cada vez que lo hacemos cambiamos la finalidad del muro por el análisis y pormenores de cada una de las piedras que lo configuran.
La gente sólo sigue lo que entiende
—¿Te gusta lo que ha dicho?
—Me ha encantado. Habla muy bien.
—¿Y vas a hacer lo que ha propuesto?
—Perdón… ¿estaba proponiendo algo?
—Me ha encantado. Habla muy bien.
—¿Y vas a hacer lo que ha propuesto?
—Perdón… ¿estaba proponiendo algo?
Excepto cuando describimos sin más intención que la simple y llana transcripción de experiencias o criterios, siempre que expresamos tratamos de convencer, que es la manera pacífica de conseguir. Unas veces lo hacemos por interés, otras por simple orgullo o autoafirmación. La tinta oral muchas veces se gasta para dejar constancia de algo que nos interesa.
En determinados individuos se da la absurda circunstancia de que, cuando quieren convencer de algo a otros, su ego puede más que su interés. Quieren seducir con la forma, evidenciar conocimientos y conocidos, deslumbrar con anécdotas vividas y experiencias convividas. El eje de su argumentación es el brillo de su expresión, en lugar de la profundidad de su intención.
Olvidan que todo aquello que los demás no entienden, asumen o integran en sus necesidades o intereses, puede entretener e incluso ser admirado, pero no se acepta porque no encaja con los intereses ni las necesidades de los otros.
Sólo hay comprensión cuando existe conexión.
En mis largos años de publicista, en distintas épocas tuve la fortuna de contar con dos maravillosos soportes humanos que me sirvieron mil veces más que costosos análisis de comprensión hechos por pseudosesudos investigadores. Una era la entrañable señora María; el otro, mi amigo Mario Núñez.
Cuando creía que ya tenía el eje de una línea de comunicación para una marca (su mensaje básico, su eslogan y una línea visual), se la comentaba. La señora María era la asistenta de mi casa; Mario Núñez, un mensajero de mi agencia, un ser humano divertido, profundo e inmensamente digno, que con los años se convirtió en un buen especialista audiovisual.
La vida de ambos era llanamente dura: nóminas pequeñas, trabajo rasposo, estudios mínimos… y un olfato de conejo despierto y aterrizado que olía la realidad antes de que aconteciera.
Ellos eran mis primeros clientes. Si lo que les explicaba lo entendían, les gustaba y, SOBRE TODO, les convencía, había línea de campaña. Siempre y sin excepción debía ser al primer intento: jamás cupo un «espera un momento, que te lo voy a volver a explicar». Pero si tras mi sintética explicación, como cuando se cuenta un chiste, encogían la nariz, me miraban con preocupación y me decían… «Eso no lo entiendo», su dictamen era determinante: había que volver a empezar.
Al trabajo hay que llegar limpio, digerido y leído
El éxito es la punta visible y luminosa del intelecto. Pero al igual que ocurre con el iceberg, lo que lo sostiene es una enorme masa invisible: la dedicación con alta concentración.
Dedicación con concentración significa condensar dones y cualidades para conseguir el máximo rendimiento en el mínimo tiempo.
Para empezar, es bueno que a nuestras distintas horas les asignemos, aunque sea de manera subconsciente, un titular: el tiempo del ocio, el de la familia, los amigos, el deporte, el de comer, dormir, formarse, informarse, el del etc. y el etc. Al hacerlo, ya estamos concretando dedicación y concentración. Y cuanto más nos lo creemos, menos nos dispersamos.
Si nos referimos a las horas del trabajo, lo primero que hay que hacer es eliminar todos los factores de entretenimiento estéril y vulgar que dispersan y diluyen nuestras neuronas, y con ello nuestra posibilidad de éxito. Es por eso que al trabajo hay que llegar limpio, digerido y leído.
En cuanto al aspecto, ir desaliñado es como entregar una tarjeta personal sucia, arrugada y con huellas. Para un excelente producto, un envase ligeramente repulsivo lo único que consigue es dificultar su aceptación y su venta.
En cuanto a los aprovisionamientos gastronómicos, en las horas de trabajo los jugos cerebrales tienen importantes contraindicaciones con los jugos intestinales. Si los atletas del cuerpo lo tienen clarísimo… ¿por qué no han de tenerlo los atletas del cerebro?
Respecto a llegar al trabajo leído u oído, es conveniente recordar la importancia de ser contemporáneo del tiempo que se está viviendo. No hay ocupación profesional (no hay nada) que se escape del entorno social, político y económico del momento. Captar síntesis informativas a primera hora de la mañana es lavarse la cabeza con el mundo. Y el mundo, mientras no seamos ermitaños, es nuestra pista para estar y conseguir.
Un ejemplo excelente de cómo planificar las primeras horas del día antes de que empiecen las refriegas del trabajo me lo comentó Xavier Oliver, quien durante veinte años fue presidente del grupo de publicidad BBDO en España, con cerca de 800 colaboradores. Después de haber hecho media hora de meditación personal, Xavier llegaba cada día a su despacho a las siete y hasta las nueve se dedicaba a planificar el día, «a pensar a quién quiero convencer y cómo lo haré. Cuando llegaba la gente yo ya lo tenía todo estructurado. De esta manera, muchas cosas del resto del día adquirían mucha más velocidad y claridad».
Si ante cada reto actúas como la gran oportunidad de tu vida, al final acabarás encontrándola
Además de dos manos, dos pies y un mínimo sentido del equilibrio para transportar unos platos, aquella joven de Bogotá tenía algo que jamás había visto antes: era la mejor camarera que he visto en mi vida. Llegaba a la mesa sonriendo, te explicaba con alegría lo que ibas a comer, te deseaba con una visible sinceridad que ojalá te gustase mucho, cuando le pedías algo daba la impresión de que tú eras el único cliente del restaurante, en ningún instante sentías que estaba trabajando (parecía que estaba en medio de un divertido juego) y cuando al final traía la cuenta, miraba a toda la mesa con una alegría desbordante y decía que le había encantado servirnos y preguntaba si nos veríamos pronto.
Cuando al cabo de tres meses volví, ya no estaba. Un amigo me comentó que trabajaba de maître en uno de los restaurantes más modernos de esta pujante y vitalista ciudad.
Aquel patito feo bogotano quería triunfar, y en vez de maldecir o ir tirando de su empleo como hacían todos sus compañeros, decidió potenciarlo hasta transformarse en un cisne para los clientes. Era muy consciente: el que en aquel momento era su escenario, si no hacía nada, probablemente lo sería para el resto de sus días. Por eso descargaba en cada uno de sus actos y gestos toda su energía y talento. ¡Felicidades, princesa!
Ahora, cualquiera que sea tu edad, por un momento imagina que por circunstancias que no vienen al caso acabas de conseguir lo máximo a lo que en este momento podrías aspirar: hoy mismo empiezas a trabajar de camarera o camarero.
¿No te gusta? Prefieres ser el maître: ningún problema, adjudicado.
¿Te parece poco? No te preocupes: acabas de comprar el restaurante. Mañana será tu primer día de cierre de caja.
¿Tampoco te va? ¡Jo, qué gente más importante está leyendo este libro! A ver…, acabas de comprar una cadena de 20… no, mejor de 125 restaurantes en todo el país. ¿Con eso ya te calmas?
Pues bien, cualquiera que sea tu posición, y puesto que no tienes otra, la elegida va a significar el gran reto de tu vida.
Si la aceptas como fin de trayecto, nada que añadir. Si por el contrario crees que donde estás hoy es un peldaño de una escalera de la que ni llegas a imaginar el fin, te quiero pedir que cada día pienses por un instante en la camarera patito feo de Bogotá.
¿Cuántas veces le has propuesto al jefe una mejora concreta para la empresa?
La empresa XXX te ha contratado para hacer el trabajo x. En su momento valoró tus méritos, los comparó con los de otros, entendió que eras el mejor para el puesto y te eligió. Desde aquel día te asignaron unas tareas que te convirtieron (cualquiera que sea tu nivel) en una pieza de una máquina muy compleja: estoy hablando de tu empresa.
Aceptada esta rasante realidad, el paso del tiempo normalmente desemboca en uno de esos tres futuros: quienes hacen muy bien su trabajo y no tienen jefes imbéciles, con el tiempo son promovidos a ocupaciones y nóminas superiores; quienes simplemente lo hacen bien, siguen en su puesto por los años de los años, porque para eso cobran; y quienes lo hacen mal, son despedidos (dependiendo de su antigüedad en la empresa, por las buenas o por las malas).
Como este libro va dirigido a personas que quieren ir a más, sólo me referiré a los del primer grupo, que son quienes por razones obvias siempre acaban haciéndose la misma pregunta: «¿Qué puedo y debo hacer para subir en mi empresa?»
La respuesta es muy simple: además de tu trabajo, tendrás que hacer mucho más que todos los que ocupan tu misma posición. Porque cuando lo haces, estás subiendo por encima de tu trabajo: estás pensando en el bien de la empresa.
El primer paso es hincharse de moral. Por muy deshumanizada que en ocasiones nos pueda parecer, al final una empresa siempre y sin excepción es una estructura humana. Es cierto que a veces puedes encontrarte jefes sordos, miopes, inútiles e incluso bastardos. Bien… ¿y qué? Todo ser humano tiene su talón de Aquiles, el punto por donde puedes penetrar en su interés y su conciencia. El solo hecho de investigarlo y descubrirlo ya será un buen masaje para tus neuronas.
El segundo paso es el factor sorpresa: meditar qué puedes aportar a tus jefes —sin que ni ellos ni nadie te lo hayan pedido— para que en tu parcela las cosas puedan mejorar en rapidez, eficacia, nivel de servicio, rentabilidad, etc. En definitiva, una acción que aporte un beneficio real, concreto y medible. ¿No se te ocurre nada? Es imposible: cualquier buen jardinero, cada vez que piensa en cómo mejorar su huerto lo consigue. Y en tu parcela, aquella que conoces al milímetro, nadie puede pensar soluciones mejor que tú.
Una vez tengas la idea, juega a lo «humildemente fuerte». En un lenguaje sencillo y breve, ponla por escrito. Ya sabes: problema, solución y beneficio para la empresa. Un folio siempre es mil veces mejor que dos. Y el hecho de escribirlo es un acta notarial de tu actitud, porque sienta jurisprudencia: demasiadas palabras se las lleva el viento o se las apoderan otros.
Finalmente, entra en acción. Un día que huelas viento en calma entras en el despacho del jefe y le dices que quieres hablar de un tema importante. Seguro que pensará que le llegas con un problema, con una propuesta de aumento de sueldo o para decirle que te vas.
Y entonces, tú y sólo tú le cambias todo el esquema: le estás demostrando que quieres a la empresa y lo evidencias con realidades.
¿Cuántas veces un compañero de trabajo, sin que él saliera beneficiado, te ha dado ideas para que el tuyo resulte mejor? La respuesta más probable es: nunca. ¿Y qué pensarías si lo hiciera y además te lo propusiera por escrito?
Pues ahora piensa en hacer eso mismo con los únicos que te pueden hacer ascender: con tus jefes. Recuerda que también son seres humanos. Y jamás olvides que la gente, cuanto más importante, más sola se siente.
P.D. Si a la tercera propuesta realmente buena siguen sin hacerte caso, empieza a pensar en irte a trabajar a la competencia.
La vida complica las cosas. Las personas y empresas eficaces lo son porque saben simplificarlas
Para alcanzar el éxito hay que estar permanentemente dispuesto a driblar tonterías y solucionar problemas. La acumulación de tiempo, talento y adrenalina que todos dedicamos diariamente a resolver complicaciones reales y estupideces ficticias es un lastre que calculo acorta como mínimo nuestras vidas en un 20 por ciento, y nuestra felicidad, dependiendo del momento, incluso en el 101 por ciento.
Definitivamente, la existencia tiene una inclinación natural a rodar por una pendiente llamada complicación.
Si aceptamos esta generalizada y contaminante miseria humana, su mejor antídoto se llama simplificación.
Cuando simplificamos estamos poniendo trabas a las dobles interpretaciones, a los «no te entendí», «me confundí» y toda la letanía de excusas tan habituales entre los exhibicionistas de cerebro almidonado.
La comunicación es el arte de hacerse entender; la simplificación es el atajo del entendimiento entre los humanos. Es la síntesis y la concreción necesarias para llegar a la esencia.
Las personas que mejor comunican son aquellas que, teniendo algo interesante que contar, se explican llanamente, con claridad y con sencillez. Si además lo hacen con ingenio —un ingenio que no les aparte un milímetro de lo que quieren expresar— sus palabras serán escuchadas con más atención, mejor comprendidas y más recordadas.
Las vueltas al ruedo sin que haya habido corrida es un defecto de quienes equivocadamente creen que la simplicidad es una derrota. En determinadas actividades y momentos hay en juego tanta decisión y dinero que algunos creen que hay que ponerle mucho arabesco al lenguaje. Entran en un ejercicio de pura forma, utilizando palabras y conceptos con el propósito de parecer distinto y superior, olvidando que la gente sólo acepta aquello que entiende. Lo que no se entiende puede agradar y ser admitido como puro entretenimiento, pero ni se acepta ni se encaja en las conveniencias o en los hábitos de vida.
La pura forma arranca aplausos perecederos de las manos, pero difícilmente de las neuronas.
Cuanto más limitado es un jefe, más limita a su equipo la posibilidad de pensar
Un freno siempre detiene. Y al igual que en cualquier organización humana existen jefes-adelante y también existen jefes-freno.
Un jefe-freno es un ente orgánico absurdo, obsceno y paralizante, dominado por la convicción —generalmente defensiva— de que la posibilidad de analizar, pensar y proponer debe estar limitada a los que mandan. Su estupidez es tal que es incapaz de alcanzar el degradante nivel de vampiro de neuronas ajenas.
Sus móviles siempre nacen de su propia inseguridad, que muchas veces es la punta del iceberg del temor a dejar al descubierto sus insuficiencias.
Ama su sillón y su galón por encima de todo, y tiene pavor endémico a ser superado por sus subordinados, en lugar de entender que el mejor jefe es el que sabe reunir un gran equipo de cerebros y estimularlos al máximo.
Este tipo de mandos son raíz y parte de una época vetusta, los inicios de la industrialización, donde el respeto al tótem máquina y al dios sistema eran incuestionables. Para muchos, los «obreros» eran revoltosos a quienes había que doblegar hasta quebrarles la médula del sindicato.
Hoy, el 99 por ciento de la tecnología no tiene más límite que el de las ideas y, en determinados sectores, el de los recursos. Precisamente por eso, el progreso en todos los ámbitos de la ciencia y de los utensilios es tan desbordante que incluso ya ha perdido la capacidad de sorprendernos.
A cada nivel de recursos, una empresa es tan poderosa como el nivel de su capacidad para imaginar e implementar ideas que supongan beneficios reales y/o emocionales para sus clientes. Los jefes de la época de la máquina de vapor ennegrecen y contaminan el paisaje de las mejores empresas.
En el siglo xxi hay que entender que no existe personal más gratificado que aquel al que, desde una profunda honestidad, se le ofrece la posibilidad de utilizar a fondo su cerebro.
En cualquier estructura productiva, a los cerebros no hay que ponerles más límites que la rentabilidad de sus ideas.
De los errores no sólo hay que aprender: hay que ganar
En la constante y eterna dualidad de todo lo que existe, el error es el negativo y desprestigiado reverso de lo que a todos nos obsesiona alcanzar: el acierto.
Precisamente por esto, cuando el error aparece a menudo tratamos de ignorarlo e incluso encubrirlo. Desgraciadamente, y a pesar de su carácter antropológico y por tanto inevitable, no existe una cultura de cómo afrontarlo. Y los primeros auxilios acostumbran a llegar acompañados de la sirena del desprestigio que señala a quien lo ha cometido.
En cualquier organización, sustituir la pieza que no funciona y recomponerla o cambiarla por otra nueva es inevitable. Cuando se hace, se consigue lo perentorio: que el sistema recupere su ritmo habitual.
Un estadio intelectual superior es analizar por qué se erró y tratar de mejorar la pieza que falló. Ya no se trata de sustituir y reemplazar, sino de mejorar: por qué se falló y cómo hay que proceder para que no vuelva a ocurrir. Es lo que se entiende como aprender de los errores.
Pero se puede hacer muchísimo más.
Dado que el error es parte intrínseca de la naturaleza humana, en toda organización es necesario implementar el discurso y la consciencia de que, desde el ético sentido de la responsabilidad individual, el error siempre puede producirse. Y una vez asumida esta realidad, crear una cultura de detección instantánea, superación y triunfo sobre él. No se trata de reponer: se trata de superar lo que fue problema, entenderlo como una antigualla del pasado y encontrar una solución que deje atrás todo lo conocido.
Afirmo y sostengo que toda empresa que se dedique a superar sus errores de forma inmediata, sistemática, pragmática e imaginativa, está en el camino de convertirse en un líder de su sector. Es necesario soñar, pero demasiadas veces las grandes soluciones acostumbran a tener su germen en los grandes problemas.
Extracto de la obra Piensa, es gratis. Planeta, 2009