Dirigir la imperfección humana
diciembre 16, 2020Víctor Hugo Malagón Basto está graduado en Economía y se ha especializado en negocios internacionales y liderazgo. Desde 2018, dirige el Foro de Presidentes de Colombia, entidad de encuentro y aprendizaje profesional y empresarial conformada por un grupo de 178 líderes entre presidentes y directores de compañías de diferentes sectores económicos.
Tuve el enorme privilegio de ser alumno de Javier Fernández Aguado en 2002 y de acercarme, desde entonces, no solo a su inmensa y profunda obra literaria, sino también a su incomparable testimonio de vida y de palabra como un ser humano excepcional, un maestro ilustre y un colega y amigo admirable.
Su pensamiento retador es capaz de despertar el interés del directivo en temas que superan el orden simplemente material y trascienden a un orden de carácter espiritual y moral, pero de ninguna manera menos real y verificable. Su literatura aporta siempre al lector, al alumno, al discípulo, una visión coherente de la que parten valiosas líneas de reflexión y trabajo, orientadas al permanente mejoramiento de los sistemas de gobierno de las organizaciones, sean estas con fines de lucro o no y aplicables a la realidad y esencia de dichas organizaciones en cualquier parte del mundo.
Como su seguidor y su discípulo, he centrado mi investigación en identificar el criterio de construcción de ideas y conocimiento por parte del maestro, conocedor exhaustivo del pensamiento clásico y claro exponente de una visión humanista del management.
Intentaré plantear un análisis y algunos comentarios personales sintéticos que engloben el pensamiento que atraviesa la obra del autor.
Al adentrarme en el pensamiento del profesor Fernández Aguado, se vislumbra una visión antropológica que aprecia a las organizaciones como 152 una realidad conformada principalmente por personas, por seres humanos. Esto implica que, en las organizaciones, confluyen todo tipo de consideraciones sobre todas y cada una de las dimensiones propias del ser humano. Asimismo, reconocemos que es el hombre, la persona, el único elemento de la organización con una capacidad indefinida y permanentemente creciente en la medida en que sus potencialidades sean adecuadamente conducidas y desarrolladas.
De esta manera, la responsabilidad directiva resulta, desde cualquier punto de vista, una responsabilidad proyectiva, en la que la motivación, entendida como la influencia positiva sobre los comportamientos de las personas, llegue a ser capaz de generar hábitos beneficiosos tanto para la persona como para la organización en su conjunto.
He aquí dos cuestiones fundamentales en mi comentario, la primera referida a entender (como efectivamente desarrolla el autor en su obra) que el directivo llega a tener responsabilidad incluso en la generación positiva de hábitos en sus trabajadores, asumiendo tareas que apuntan directamente al desarrollo de la dimensión trascendente de las personas (comenzando por él mismo, claro está), que hacen parte de su espíritu y su voluntad y que le permitirán la formación y vivencia de hábitos buenos, es decir, de virtudes.
La segunda cuestión resulta de la llamada de atención explícita que hace el profesor Fernández Aguado cuando apunta, de manera certera, que el proceso antes mencionado exige plena conciencia del directivo en el respeto y reconocimiento de la libertad humana como elemento fundamental de la dignidad propia de la persona; de esta forma cualquier esfuerzo que se emprenda en el plano de la formación, motivación y dirección de personas debe apuntar hacia la formación de la libertad como la capacidad de la voluntad para asumir de manera deliberada una obligación. De ahí todo el desarrollo actual del concepto empowerment que propicia que los miembros de la organización se involucren a fondo en su desarrollo.
Elementos propios del análisis más íntimo, trascendente, ontológico y deontológico del ser humano resultan entonces aplicables a una realidad tan actual y tan cercana como es la de las organizaciones. Y cuando digo esto me refiero a un paso adicional que tenemos que dar los directivos en la búsqueda de la visión del hombre y de la organización, y se encuentra con el análisis detallado de una cuestión presente en la esencia misma del hombre (y, por ende, de las organizaciones) y que, por lo mismo, hace parte de nuestra cotidianidad, a tal punto que muchas veces pasa desapercibida y no reconocemos la importancia que merece en el desarrollo de las organizaciones y de nuestra propia vida: la imperfección.
Vivimos, nos movemos, trabajamos… en la imperfección, ¡somos imperfectos! Esa imperfección hace parte de nuestra realidad humana, pero es precisamente esa realidad la que nos exige el deseo por lo perfecto, el llamamiento a la perfección que sublima y sustenta nuestra condición humana. Esa búsqueda constante de perfección se traducirá por un lado en la excelencia de nuestras actuaciones y por otro en el desarrollo de aquellos hábitos necesarios para el constante avance de una realidad siempre perfectible.
Trasladando este reconocimiento explícito de la condición humana al plano empresarial, encontramos además que los hombres y las organizaciones respondemos a una especie de ciclo en nuestra motivación para el desarrollo de un proyecto o de una organización en general. Siendo un ciclo podremos reconocer una fase inicial en la que la motivación y el desempeño aumentan de manera creciente; tras un tiempo, probablemente nuestra motivación tenderá a decrecer. Es ahí donde Javier Fernández Aguado nos invita a vencer lo que él denomina institucionalización para desarrollar y mantener un proceso permanente de motivación que de ninguna manera podrá proceder de la mimetización de comportamientos, sino de las capacidades mismas de todas y cada una de las personas que conforman dicha organización para reinventarse y generar propuestas y proyectos que se escapen de parámetros de pensamiento y acción convencionales.
Como de costumbre, Javier Fernández Aguado nos insiste en una apelación permanente al optimismo y la magnanimidad por parte del directivo, sabiendo que lo que lleguemos a tocar de perfección se encuentra en el reconocimiento de nuestra propia imperfección y de nuestro firme deseo de mejora.
¿Virtudes cardinales en la empresa?
Para cerrar mi comentario me referiré a la impresión positiva que me ha causado durante las últimas décadas de interacción intelectual el profesor Fernández Aguado: encontrarme recurrentemente en su obra con una aplicación correcta, práctica y coherente de una serie de consideraciones morales (e incluso teologales) en la realidad de las organizaciones. Me 154 refiero a la consideración, por ejemplo, de cuatro virtudes reconocidas como cardinales, entendidas como las principales virtudes humanas en las cuales pueden agruparse y desprenderse todas las demás (de ahí su calificación como cardinales). Vale la pena recordar que las virtudes humanas se consideran «actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta».
Estas virtudes cardinales a las que recurre para describir y analizar la acción directiva son: prudencia, justicia, moderación (templanza) y fortaleza. Acierta el maestro, en mi opinión, al estudiar estas disposiciones del directivo reconociendo que son virtudes que se adquieren mediante las fuerzas propiamente humanas y que permiten al directivo y a las personas de la organización ordenar sus potencias naturales hacia su propio fin y elevarlas en orden al bien común. La prudencia, la justicia, la fortaleza y la moderación son entonces hábitos directivos que llegan a purificar las potencias del hombre.
Si he acertado en el entendimiento de estos propósitos intelectuales de Javier Fernández Aguado, solo me queda rescatar de sus profundas explicaciones y de sus análisis una referencia concreta para cada una de estas virtudes. La prudencia del directivo es una virtud que dirige su entendimiento y el de su organización para examinar, discernir y elegir el bien que se debe obrar y el mal que se debe evitar en las circunstancias concretas, eligiendo asimismo los medios lícitos y buenos para ejercer su acción, en este caso productiva. El directivo que busca la justicia entenderá que ha de inclinar su voluntad a darle a cada uno lo que le pertenece, lo que le es debido. Asimismo, el directivo tendrá que ser consciente de vivir y promover la moderación (templanza) para el sano gobierno y control de los placeres y las pasiones dentro de su justo límite. Y finalmente, el directivo fortifica su voluntad en el buen obrar, ya para soportar los grandes males, ya para emprender obras difíciles y magnánimas propias de la actividad empresarial.
Debemos reconocer que estas virtudes ordenan a las personas y, por ende, a las organizaciones a la búsqueda y al conocimiento de la verdad y les exigen una actuación en consecuencia. Esto implica conjugar armónicamente las cualidades de la persona para hacer o producir con el dominio que tiene sobre los actos que la perfeccionan y que perfeccionan su obra; el ejercicio de la justicia, la fortaleza, la prudencia y la moderación innegablemente perfecciona al hombre y su obra por el gobierno de sus propios actos. Esta visión profunda de la persona humana y su aplicación real en el ámbito de la empresa y de las organizaciones llevan a nuestro querido maestro y amigo a insistir en sus libros, conferencias y conversaciones personales en una reflexión que invita a los emprendedores, presidentes, gerentes, miembros de órganos de gobierno y dirigentes en general de las organizaciones que se enmarcan en lo que algunos llaman la cuarta revolución industrial a pensar en el modo de actuación y de gobierno en un sistema que rompe, cada vez con mayor velocidad, prácticas, procedimientos y concepciones tradicionales del mundo de los negocios.
De mi amigo y mi maestro Javier Fernández Aguado he aprendido con enorme gratitud el significado del heroísmo, ese mismo arrojo discreto al que se refiere Vargas Llosa, ese heroísmo que más que grandes y complejas batallas es el fruto de actos íntimos de valentía de conciencia en esta sociedad inmersa en una profunda sombra de oscuridad y confusión sobre el comportamiento ético en todas sus dimensiones, especialmente aquellas vinculadas con el poder. En ello, siento que ambos nos acogeremos siempre al pensamiento de Theodore Roosevelt, recordado por su personalidad amable pero firme, su espíritu multifacético como natura-lista, explorador, escritor y soldado, su resiliencia frente a las derrotas, su liderazgo y su visionario pensamiento, que logró finalmente grandes avances, progresos y la transformación social de los Estados Unidos: «No es el crítico quien cuenta, ni el que señala con el dedo al hombre fuerte cuando tropieza o el que indica en qué cuestiones quien hace las cosas podría haberlas hecho mejor. El mérito recae exclusivamente en el hombre que se halla en la arena. Aquel cuyo rostro está manchado de polvo, sudor y sangre. El que lucha con valentía, el que se equivoca y falla el golpe una y otra vez. Porque no hay esfuerzo sin error y sin limitaciones. El que cuenta es el que, de hecho, lucha por llevar a cabo las acciones. El que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones. El que agota sus fuerzas en defensa de una causa noble. El que, si tiene suerte, saborea el triunfo de los grandes logros. Y si no la tiene y falla, fracasa al menos atreviéndose al mayor riesgo».
Javier Fernández Aguado me ha enseñado que, siempre que haya posibilidad de servir y de hacer algo más por el bien común y por el bien superior de la sociedad, tenemos la responsabilidad ética e histórica de hacerlo.
Extracto de la obra Liderar el cambio. La esencia del Drucker español. Coordinado por Álvaro Lozano Fuentes, sobre la obra y el magisterio de Javier Fernández Aguado. LID Editorial Empresarial, 2019
- Liderar el cambio (LID Editorial)
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