Lenguaje, Cultura y Derecho de Autor

Lenguaje, Cultura y Derecho de Autor

agosto 29, 2009 Desactivado Por inQualitas
antonio_castan
Antonio Castán
Jurista especializado en Propiedad Intelectual, es autor de varias publicaciones sobre la materia, profesor de Derecho Procesal en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid y miembro de la Asociación Internacional para la Protección de la Propiedad Industrial e Intelectual.
Hace muy pocas semanas un Académico de la Lengua se hacía eco de las críticas formuladas contra cierta entidad de gestión, presentando a esta última como «la única organización privada que cobra un impuesto». Con ocasión de la reciente aprobación de Ley de la Sociedad de la información, algunos medios de comunicación se han ensañado especialmente con el mal llamado «canon digital», aludiendo con insistencia a cierta enmienda, aprobada por el Senado, por la que se solicitaba «la eliminación de este impuesto al que califican de injusto y discriminatorio». Identificar las entidades de gestión con agencias recaudatorias y la compensación equitativa por copia privada con un impuesto o gravamen no parece del todo adecuado. Se trata más bien de asociar el Derecho de Autor con las actividades estatales que más odiosas resultan al común de los mortales.

Si dirigimos la vista a Internet la proliferación de expresiones contrarias al Derecho de Autor se vuelve escalofriante. Abundan expresiones —tales como sindicación de contenidos, socialización de contenidos o libertad digital— que tienden a justificar la apropiación por cualquiera de cualquier clase de obra que haya tenido la suerte o la desgracia de desembarcar en la red. Incluso he llegado a leer, en el colmo de la perversión, la proclama «la música para quien la escucha», lo que vendría a representar una paradójica antítesis del clásico lema marxista. Hasta la propia terminología del Derecho de autor es utilizada, peyorativamente, en referencia a otras esferas jurídicas que nada tienen que ver con la propiedad intelectual. Ahí están las noticias de prensa recientes sobre la intención del Parlamento egipcio de «imponer un copyright sobre las pirámides».
Todos estos ejemplos revelan que se está generalizando en torno al Derecho de Autor un lenguaje, ajeno a la institución, que va poco a poco arraigando en la sociedad y que puede acabar por minar la consideración y respecto que esta clase de derechos merecen. Un gigante de las letras, el Premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee, a propósito de ciertos usos de moda en el inglés actual decía que «el embrollo de la acción puede achacarse al embrollo del pensamiento y este procede del lenguaje embrollado». Es decir que las malformaciones en el uso del lenguaje pueden enredar el pensamiento y acaban por condicionar acciones —textos legales, pronunciamientos judiciales— particularmente desafortunados.
Así se explica –pero no se justifica- que una sentencia haya absuelto en un caso P2P a un internauta responsable de la descarga ilegal de más de siete mil álbumes porque, según el criterio del juzgador, condenar este tipo de actos «implicaría la criminalización de comportamientos socialmente admitidos»; o que otro Tribunal haya absuelto a un mantero porque estas personas, según reza la sentencia, «sólo buscan una manera de ganarse la vida, ante la imposibilidad de otros medios más adecuados».
La pregunta que podríamos formularnos es si esta situación es producto exclusivamente de la habilidad innata de los movimientos contrarios al Derecho de autor para acuñar expresiones —verdaderas consignas—de fácil calado en la sociedad o hay algo más profundo que se nos está escapando de las manos.
En efecto, no está de más recordar, con Hermenegildo Baylos, que la tutela del Derecho de Autor es fruto en origen de la formación de una conciencia jurídica —favorable a su reconocimiento— que cristalizó con la Revolución industrial. La idea de que la obra pertenece a su autor sólo se impuso cuando la sociedad en su conjunto adquirió el convencimiento acerca del valor que tienen las creaciones intelectuales. Conceder un valor específico a la creación es un presupuesto por tanto para la protección. Negar dicho valor es el paso previo para su abolición. Y tal vez el problema sea que, en nuestros días, otra revolución —la revolución digital— está imponiendo un entorno en el que la creación está dejando de ocupar un lugar preeminente en la estimación social. Y los usos del lenguaje que hemos venido mencionando pueden ser, al mismo tiempo, síntoma y vehículo de esta situación.
El ensayista George Steiner ha apuntado en su último libro, Gramáticas de la Creación, que hemos entrado en una época de «cultura planetaria y en una jerarquía de valores cada vez más dominados por las ciencias y su aplicación tecnológica». Y agrega que se ha alcanzado la clara posibilidad de un retroceso en la evolución y «de una vuelta sistemática hacia la bestialización».
Una explicación posible, en línea con lo apuntado por este intelectual norteamericano, es la facilidad con que las nuevas tecnologías, con la informática a la cabeza, han hecho posible el acceso y descarga de obras por Internet y, por ende, el disfrute masivo e irreflexivo de obras intelectuales. Jorge Luis Borges, que siempre parece tener una respuesta tan concisa como exacta para muchos de los problemas que aquejan al hombre de hoy, expresaba su desagrado hacia el nombre adoptado por la ciencia de la informática, advirtiendo acerca de su etimología: «Es una desgracia que la información haya reemplazado a la cultura». Porque ese podría ser precisamente el error que tiende a cometerse cuando se juzga el Derecho de Autor a la luz de Internet: confundir información con conocimiento, conocimiento con obra intelectual, información con cultura. Y claro, si consideramos que todo lo que circula por la red es información —y no creación intelectual— entonces es perfectamente lógico y natural abogar por el principio de su libre apropiación por cualquiera y oponerse a toda pretensión de los autores dirigida a alcanzar una compensación equitativa por el uso indiscriminado de sus obras. ¿Y cómo hacer frente a esta situación?
No es la primera vez que afirmo —ni soy tampoco el único en hacerlo, huelga decirlo— que gran parte de los males que pesan sobre el Derecho de Autor son producto de un déficit cultural. Antonio Delgado ha dicho con autoridad que la cultura es la fuente misma del Derecho de Autor. Pero es tal vez algo más: es la premisa sin la cual no puede llegar a entenderse la necesidad actual de preservar el estatus legal de los autores. Y en propiedad intelectual «cultura» no tiene nada que ver con erudición ni con el grado de educación que cada uno pueda exhibir en función de las oportunidades formativas que la vida haya puesto a su alcance: cultura no es otra cosa, para el Derecho de Autor, que ser plenamente conscientes del esfuerzo que conlleva el hecho en sí de la creación y su valor intrínseco. Por eso reivindicar el valor de la cultura en propiedad intelectual no es llamar incultos a quienes se oponen a su protección. Es simplemente poner de relieve el hecho de que la creación pierde posiciones entre los valores que definen nuestra sociedad actual. Y no parece que la respuesta a este problema sea, simplemente, aludir con reiteración a las pérdidas que para la industria o los autores suponen fenómenos como la piratería comercial o a las consecuencias económicas negativas de la supresión de la compensación por copia privada. Sin una educación adecuada en torno al valor intrínseco de la creación intelectual —sin una verdadera revolución cultural en orden al Derecho de Autor— no parece que las tornas puedan ser invertidas.
Así las cosas, tal vez ahora más que nunca debamos reivindicar las palabras con que Miguel de Cervantes en el capítulo final de Don Quijote, muerto ya Alonso Quijano ponía término a su obra inmortal. El escritor da la palabra a la pluma, alter ego del propio autor, para pronunciar aquella mítica frase: «para mí sola nació Don Quijote y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno».
He recordado alguna que otra vez que el escritor Milan Kundera, en su ensayo El telón, supo interpretar con acierto el alcance de esta afirmación de autoría, presentado a Cervantes no sólo como el padre de la novela actual sino como el precursor mismo del Derecho de Autor: «Desde Cervantes este es el primer distintivo fundamental de una novela: es una creación única e inimitable, inseparable de la imaginación de un solo autor. El nacimiento del arte de la novela quedó atado a la toma de conciencia de Derecho de Autor y a su defensa feroz. El novelista y su obra son una misma y única cosa. El novelista es el único dueño de su obra; es su obra. No siempre fue así y no siempre será así, pero entonces el arte de la novela, la herencia de Cervantes, habrá dejado de existir».
Confiemos en que estas disfunciones lingüísticas y el déficit cultural que subyace en las mismas no acabe por malograr esa conciencia jurídica, proclive a la propiedad intelectual, cuya formación ha costado tantos siglos de lucha y que ese telón a que alude el escritor checo, no caiga también, irreversiblemente, sobre los propios autores y sus legítimas reivindicaciones.

Artículo publicado, en Abril de 2007, en el Boletín Informativo de CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)