Las empresas multinacionales extranjeras en España

Las empresas multinacionales extranjeras en España

octubre 27, 2009 Desactivado Por inQualitas
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Adoración Álvaro. Licenciada en Economía y profesora de Historia Económica y Empresarial en el Centro Universitario de Estudios Financieros (CUNEF)
Nuria Puig. Doctora en Historia y profesora de Historia de las Instituciuones Económicas en la Universidad Complutense
Rafael Castro. Licenciado en Economía e investigador visitante en el departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad París III Sorbonne

La historia cuenta. Desde hace dos siglos, cuando se puso en marcha la revolución industrial, el progreso económico y social del mundo ha estado liderado por un puñado de países. En ellos se concentraba y sigue concentrada buena parte del capital humano, social y financiero que hoy, como entonces, hace posible la innovación. Y es en estos países donde tienen su sede las mayores empresas multinacionales, que son una de las expresiones más elocuentes y duraderas de la capacidad de crear nuevos modelos de organización económica y social. Es muy posible que los cambios que estamos viviendo en el siglo XXI acaben por crear una situación muy distinta a la que hemos conocido hasta ahora, y que la geografía de la riqueza y de la capacidad de generar conocimiento varíe de forma significativa. Mirando atrás, sin embargo, lo que comprobamos es que las empresas más dinámicas y expansivas de unos pocos países han influido profundamente en la modernización de la mayor parte del mundo.

España es un buen ejemplo de ello. Algunas regiones españolas, Cataluña en primer lugar, se incorporaron relativamente pronto a la transformación agraria y a la revolución industrial que están en el origen de la modernidad. Pero el proceso resultó ser aquí bastante más largo y accidentado que en el noroeste de Europa. Por la escasez de recursos naturales estratégicos, por el bajo nivel educativo de la población, por la deficiencia de las comunicaciones, por la ausencia de un programa económico sólido y por la inestabilidad política del país. El hecho es que, a pesar de los progresos que pudieran registrarse de forma aislada y puntual, desde las últimas décadas del siglo XIX España fue perdiendo posiciones en la carrera industrial, consolidándose así como país geográfica y económicamente periférico.
A pesar de los numerosos factores físicos e institucionales que obstaculizaban el progreso español, la proximidad a la Europa más desarrollada hizo pronto de España un destino preferente de la inversión internacional. Especialmente a medida que las oportunidades de inversión se agotaban en los mercados más maduros y las innovaciones, tanto en la industria como en el transporte, se sucedían. En contraste con el clima competitivo de otros países europeos, España era tierra virgen, una suerte de California, como señaló el banquero francés Emile Peréire a mediados del siglo XIX, que sólo necesitaba capital y tecnología extranjeros para aprovechar su enorme potencial económico. La realización de ese potencial, como sabemos, ha requerido mucho tiempo y aún suscita interrogantes. España no es California, desde luego, pero ha logrado formar parte del grupo de países más desarrollados del mundo y contar con empresas multinacionales propias. El capital y las empresas extranjeras han tenido un papel muy destacado en este largo recorrido. Un recorrido en el que sobresalen dos “milagros económicos” (el primero en los años sesenta y el segundo durante las dos décadas posteriores a 1986) y al que no ha sido ajena la Unión Europea.
Tanto la evolución de la economía internacional como la política comercial practicada por el gobierno del país, que es la que determina el mayor o menor grado de inserción de la economía nacional en la mundial, han sido fundamentales para el progreso de España. A nivel micro y macroeconómico, así, el país se estancó o retrocedió en épocas de baja apertura, y avanzó en épocas de mayor integración internacional. En la actualidad, España es uno de los países con mayor grado de apertura comercial de Europa, al suponer la suma de las importaciones y exportaciones más del 60% de su Producto Interior Bruto (PIB). Mucho más, sin duda, que el 8,8% de 1960 y el 26% de 1985, según datos del Instituto Español de Comercio Exterior (ICEX).
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Gráfico 1. Importaciones españolas de Francia, Gran Bretaña, Alemania y EE.UU.
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Gráfico 2. Exportaciones españolas a Francia, Gran Bretaña, Alemania y EE.UU.
En el origen de la apertura internacional de la economía española está el comercio. El comercio exterior español se ha desarrollado en los últimos 150 años bajo el signo del proteccionismo, la dependencia de unos pocos países muy avanzados –Francia, Reino Unido, Alemania y Estados Unidos (Gráficos 1 y 2)–, la especialización en productos de bajo valor añadido y el déficit. La apuesta proteccionista de finales del siglo XIX se fue intensificando en el curso del siglo XX, de la mano de dos regímenes dictatoriales, hasta que a finales de los años cincuenta el fracaso de la autarquía sumado a la presión internacional propiciaron una liberalización gradual, que la progresiva integración española en Europa se encargó de afianzar. La concentración geográfica ha ido dando paso a una mayor diversidad de nuestros socios comerciales, aunque Europa sigue dominando esta actividad. La estructura también ha experimentado cambios, gracias a la integración internacional que desde los años sesenta hizo de España una plataforma de exportación de algunos productos industriales, como el automóvil. Y el déficit, por último, se ha agravado tras varias décadas de cierta mejora. Una de las razones más importantes de este hecho, que limita seriamente el crecimiento futuro de la economía española, es la debilidad tecnológica del tejido empresarial. Lo cual nos obliga a examinar el papel desempeñado por el capital y la tecnología extranjeros en el desarrollo español.
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Gráfico 3. Principales países inversores en España
En el gráfico 3 hemos resumido la información disponible sobre los flujos de inversión directa extranjera en España desde 1850 hasta la actualidad. Advirtamos que se trata de una serie discontinua y poco fiable, pero la única, hasta el momento, con la que se puede abordar el análisis a largo plazo de esta importante variable. Al igual que el comercio exterior, son cuatro los grandes inversores históricos de España. Entre todos explican algo más de la mitad de la inversión directa extranjera. Estos datos, sin embargo, sólo cobran sentido si se examinan a la luz de la historia efectiva de las personas e instituciones que han protagonizado la inversión extranjera en el país, como Cámaras de Comercio, asociaciones profesionales y aquellos empresarios españoles que sirvieron de nexo a los capitales extranjeros. Por razones de espacio, sin embargo, trazaremos tan sólo las grandes líneas del resultado de su labor.
Desde mediados del siglo XIX, España vio tutelado su crecimiento económico por un socio extranjero mayoritario: Francia. Este país, seguido por Gran Bretaña, lideró la primera entrada importante de capital extranjero. Ambos se concentraron en la construcción de ferrocarriles, en la banca y en la explotación de muchas reservas mineras. Dos actividades de gran magnitud económica, que requirieron un marco legal favorable a la inversión extranjera, instituciones financieras de vocación industrial y recursos humanos adecuados. La hegemonía gala acabó por dejar huella en la gestión y en la organización empresarial del país. La importancia de las conexiones con el poder político, la dependencia de los banqueros, la acumulación de poder en la figura del director general, el predominio de los ingenieros entre los altos mandos, las técnicas contables o la falta de interés por la comercialización, son algunas de las características que más persistirían en las empresas participadas por el capital francés. Especialmente en las que fueron los estandartes de la inversión gala antes de la Gran Guerra. La impronta británica fue, en cambio, comparativamente más débil. No porque la primera nación industrial del mundo no tuviera nada que enseñar a las empresas y a los empresarios del resto del mundo, sino porque las empresas que establecieron filiales en España siguieron un modelo que, sin obviar su impronta en otros sectores (como el textil o las bebidas alcohólicas), bien podría calificarse de colonial. Esto quedó muy claro en el sector minero, por ejemplo, donde las inversiones millonarias se dirigieron, única y exclusivamente, a la extracción de minerales, sin ningún tipo de diversificación productiva.
Hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, ni la protección del mercado nacional mediante aranceles y prohibiciones, ni las trabas cada vez mayores al establecimiento y a la actividad de la empresa, supusieron un freno real para el capital extranjero en España. De hecho, la España de la Restauración se convirtió en uno de los escenarios de la lucha de las grandes potencias por alcanzar o por mantener la hegemonía política y económica mundial. Para entonces, los países más avanzados estaban atravesando la segunda revolución industrial y una internacionalización de la economía sin precedentes, con los Estados Unidos y Alemania como potencias emergentes en detrimento de Gran Bretaña y Francia, los grandes inversores internacionales de las décadas centrales del XIX. El dinamismo económico de las nuevas potencias, en contraste con el de los pioneros, se apoyaba en industrias de base científica, como la química y la electricidad, en sistemas nacionales de innovación muy dinámicos y flexibles y en el acceso a grandes cantidades de capital, algo que rápidamente se plasmaría en un incremento de las exportaciones y de la inversión directa de ambos países, en particular de Alemania, en todo el mundo. El desarrollo de la segunda revolución industrial en España se inició entonces, con una influencia notable de la Alemania guillermina, en competencia con otros inversores europeos más familiarizados con el país, y haciendo frente a los obstáculos inherentes a una sociedad agraria y atrasada. La inversión norteamericana, en cambio, fue poco significativa antes de la Gran Guerra. El enorme potencial de los Estados Unidos mantuvo ocupado al capital autóctono hasta que el colapso del comercio europeo (que era el grueso del comercio internacional) puso bajo los focos a los países neutrales, como España. Muchos industriales americanos, primero a través de agentes comerciales y más adelante estableciendo plantas propias, se apresuraron a ocupar el vacío dejado por los europeos, en particular los alemanes, en los sectores entonces punteros: la producción químico-farmacéutica, la electricidad, la electrotecnia o el automóvil.
La implantación de la segunda revolución industrial en España estaba aún lejos de concluir en 1936. Durante los 20 años siguientes, de hecho, muchas de las tendencias esbozadas experimentarían un fuerte retroceso. Las empresas extranjeras trataron de sobrevivir en un entorno muy complicado para el capital foráneo, primero buscando negocios con ambas facciones durante la Guerra Civil, luego intensificando los contactos con el gobierno franquista durante la Segunda Guerra Mundial, y finalmente lidiando con el proyecto autárquico y la hostilidad del primer franquismo para con la inversión extranjera. Los inversores más familiarizados con el mercado español trataron, con distinta fortuna, de adaptarse al nuevo entorno. Pero lo cierto es que España dejó de ser un lugar atractivo para la inversión extranjera. El desarrollo de la Guerra Fría a partir de 1950 cambiaría, además, el rumbo de los acontecimientos. Los Estados Unidos se convirtieron en el embajador de la España franquista y ésta, en su aliado. La alianza se formalizó en septiembre de 1953 con un programa de ayuda económica, técnica y militar que, si bien de limitada cuantía, permitió superar los graves estrangulamientos por los que la economía española pasaba, a la par que proporcionar la estabilidad necesaria para que los negocios, españoles y foráneos, prosperaran. Empezaba, así, la lenta rehabilitación internacional de España. Y empezaba una nueva etapa en la inversión directa americana en este país del sur de Europa.
Ligada al petróleo, la electricidad y el sector aéreo, lo más interesante de la inversión directa americana de esta época es que sirvió para sostener los intereses de las empresas norteamericanas y de sus socios hasta que, a raíz del Plan de Estabilización y de la flexibilización de la normativa sobre inversión extranjera, ésta volvió a despegar. Ya en los años sesenta, la americana pasaría a suponer entre un 40 y un 60% de toda la inversión extranjera en España, y un porcentaje aún mayor en ciertos sectores estratégicos, como el petróleo. Se trataría de una inversión esencialmente industrial, de la mano de la cual llegarían a España, además, no sólo el concepto de producción y de distribución en masa, sino actividades tan novedosas como la consultoría, el marketing o la publicidad de base científica, que tuvieron como corolario la creación de las primeras escuelas de negocios.
La creciente ventaja del capital y el saber hacer norteamericanos no significa que los grandes socios históricos se estancaran. El país que más posiciones perdió, o siguió perdiendo, fue el Reino Unido. Tanto Francia como la República Federal de Alemania, en cambio, supieron prepararse mejor para el despegue de la economía española. Sus cámaras de comercio resultaron ser muy útiles para eso. En el caso de Francia, adquirieron mucha importancia los contactos personales que, en el transcurso de aquellos años, se entablaron entre los medios económicos, públicos y privados, de ambos países. Su patrón inversor, además, se transformó radicalmente. La expresión más elocuente de esto es el turismo de masas. Y, siguiendo la pista del turista francés a lo largo de la costa mediterránea, promociones inmobiliarias, autopistas e hipermercados. Tampoco será ajena a la influencia del país vecino la paulatina conversión de España en plataforma de la industria mundial del automóvil, como las factorías de Renault y Citröen, en Valladolid y Vigo respectivamente, ponen de relieve.
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Firma de los Tratados Constitutivos de la Comunidad Económica Europea y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica

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Firma del Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea

Pero es la integración de España en la Comunidad Económica Europea lo que impulsa decisivamente la inversión europea en general y francesa y alemana en particular. Es la culminación de un proceso largo y complejo: entre la firma del tratado de adhesión y el ingreso efectivo transcurren 16 años. Durante ese tiempo, las empresas de los dos grandes inversores europeos se preparan, alentadas tanto por las expectativas de la economía española como por los beneficios que se esperan del apoyo decidido de sus gobiernos al ingreso de España en el club europeo. En términos de inversión directa, los resultados son espectaculares. Pues, en efecto, tras el proyecto fuertemente simbólico del tren de alta velocidad AVE, adjudicado a Alstom y a Siemens, se produce un importantísimo incremento de la inversión extranjera y de la presencia de empresas europeas en el tejido productivo español. Los efectos de esa realidad, que es inseparable del impresionante crecimiento experimentado por la economía española y las empresas de capital autóctono hasta el año pasado, saltan a la vista cuando se examina una relación reciente de las mayores empresas de capital extranjero en España. La inversión francesa, ateniéndonos a este indicador, se ha ido volcando en los bienes de consumo y en los servicios. Las empresas de distribución (Altadis —hasta hace poco francesa—, Carrefour, Dia, Al Campo, Sabeco, Leroy Merlin, Decathlon, Champion) dominan el mercado. Los otros protagonistas son la industria del automóvil y auxiliar (Renault, Peugeot Citröen, Saint Gobain, Valeo) y gigantes del acero (Aceralia), los seguros (Axa), la ingeniería (Alstom, Schneider), la alimentación (Danone), el petróleo (Total), la cosmética (L’Oréal) y las telecomunicaciones (Alcatel).
Espoleada primero por la integración de España en Europa, y frenada después por la reunificación alemana, la inversión alemana ha sufrido un cambio histórico. La operación de salvamento de SEAT por Volkswagen abrió la puerta a éste y a otros gigantes del automóvil con base en Alemania. De modo que el automóvil es actualmente el sector más emblemático de la inversión directa germana en España. Volkswagen Audi, DaimlerChrysler y Mercedes Benz encabezaban el ranking en 2005. Seguidos de viejos conocidos (Siemens, BASF, ThyssenKrupp, Bayer, Deutsche Bank y Man), de otro fabricante de automóviles (BMW) y de un auxiliar (Frape Behr) y de tres grupos de distribución (Makro, Lidl y Plus), además de Henkel, Adidas y la aseguradora DKV.
¿Y los inversores americanos? No hay duda de que la integración de España en la actual Unión Europea marca un giro en la proyección exterior del país, orientándola cada vez más hacia Europa. Mas si observamos la evolución relativa de la inversión exterior en España veremos que el capital norteamericano experimentó en la segunda mitad de los noventa un incremento muy notable. Al iniciarse los años setenta, cerca de 70 multinacionales estadounidenses (que estaban entre las 150 mayores del mundo), participaban, mayoritaria o minoritariamente, en unas 350 sociedades españolas. El capital americano seguía muy concentrado en vehículos, petróleos, siderurgia, química, material eléctrico y construcciones mecánicas. Entre las cabezas de grupo más importantes figuraban Gulf Oil, Caltex, Standard Oil de New Jersey y Marathon Oil, Dow Chemical y Monsanto, US Steel y Armco Steel, General Motors y Chrysler, ITT, General Electric y Westinghouse, John Deere, Otis Elevator e International Harvester, y Coca-Cola, Pepsi, Borden y Ralston Purina. Lo interesante es que todas estas empresas ocupaban una posición dominante en los respectivos sectores, gracias a su superioridad tecnológica y también a su capacidad de negociación con las autoridades y socios españoles. A partir de 1975, los cambios cuantitativos y cualitativos que se han operado en las relaciones económicas hispano-norteamericanas han dejado una huella visible en el tejido empresarial español. Un análisis de las 100 mayores empresas estadounidenses activas en España a finales del año 2005, atendiendo a la cronología, la localización y la especialización sectorial, nos permite hacer las siguientes observaciones. La primera es que 13 de ellas son veteranas, esto es, están presentes desde antes de la guerra española; 17 fueron creadas en la época de la autarquía; 43 en los años del milagro español; 19 entre 1976 y 1986; y 8 después de esa fecha. La especialización productiva de las filiales americanas está estrechamente asociada, claro está, a la distribución sectorial de la inversión directa y a la estructura de las importaciones. Pero el pasado también pesa sobre el tejido empresarial actual. Un tejido en el que predominan tres grandes sectores: la automoción, la industria química y farmacéutica, y las empresas dedicadas a la información y a la comunicación. Tres sectores emblemáticos de la segunda revolución industrial y del liderazgo económico americano que en el último cuarto de siglo, sin embargo, han experimentado cambios muy profundos que los siguen manteniendo en la frontera de la innovación y como motores del crecimiento económico mundial. Junto a ellos encontramos un sector cada vez más difícil de definir, el de los servicios empresariales y financieros, y muy vinculado también a las tecnologías de la información y la comunicación. La lectura sectorial de la inversión directa americana en España sirve para comprobar, una vez más, que el capital y la tecnología estadounidense ha estado en el corazón de la industrialización y la modernización españolas.
Por lo que hace a la inversión británica, la información disponible indica que durante los años sesenta y setenta siguió aprovechando las ventajas creadas en la minería o la metalurgia, pero que también exploró con éxito las posibilidades de las industrias de base científica, en particular la químico-farmacéutica –con ejemplos notables como los de Formica, Imperial Chemical Industries (ICI), Courtlauds Wellcome y Laporte–. En la actualidad, la pujanza de lo anglosajón en el marco de la globalización tiene también un reflejo en el paisaje empresarial español. Entre las mayores sociedades de capital total o mayoritariamente británico en 2005 figuraban, entre otras, las siguientes: Vodafone, BP, Dínoslo, GlaxoSmithKline, AstraZeneca, Asturiana de Zinc, Reckitt Benckister, Abbott, Diageo, BT, Rexam, Burberry y Barclays, además de la anglo-holandesa Shell. Pero la incidencia real del capital y del saber hacer británicos es mayor que lo que sugieren los anuarios empresariales, pues los fondos de capital riesgo, muchos de ellos con sede en el Reino Unido, han ido ganando terreno en la empresa española.
La historia, decíamos, cuenta. España ha experimentado un crecimiento muy notable en el último cuarto de siglo. Las multinacionales españolas, hegemónicas en América Latina y cada vez más presentes en Europa, Norteamérica y Asia, son una elocuente prueba de ello. Pero el capital y el saber hacer de las multinacionales extranjeras siguen desempeñando un papel fundamental en la economía nacional. La Tabla 1 nos permite comprobar cómo ha ido evolucionando la influencia extranjera (medida por el número de firmas participadas mayoritariamente por el capital foráneo) durante los últimos 150 años. Seguimos tras la pista de los cuatro grandes socios históricos, que en la actualidad controlan cerca del 25% de las mayores empresas del país. En la Tabla 2, elaborada con datos de 2005, se relacionan las empresas de capital extranjero presentes entre las 200 mayores empresas españolas. Obsérvese que 21 de ellas son francesas, 17 estadounidenses, 11 alemanas, 7 británicas y 2 franco-alemanas. Pero hay otros socios. En la misma tabla puede apreciarse que el capital productivo japonés (6), suizo (3), holandés (3), italiano (2), sueco (2), finlandés (1), portugués (1) y mexicano (1) desempeña un papel en la gran empresa española. El capital extranjero es hegemónico en los sectores que han integrado a España, ya sea como mercado, ya sea como enclave productivo, en la economía mundial. Nos estamos refiriendo, ciñéndonos a los cuatro países más relevantes, a las industrias química y petroquímica (Cepsa, British Petroleum, Michelin, Dow Chemical, Pfizer, Henkel, GE Plastics, Reckitt Benckiser y Esso), a la distribución (Carrefour; Al Campo y Sabeco, ambas del grupo Auchan; Dia; Lidl; Makro; Leroy Merlin; y Sabeco), a la industria del automóvil (General Motors, Volkswagen Audi, Ford, Daimler Chrysler, Renault, Citröen, Peugeot, BMW, Sas Autosystemtechnik y TRW Automotive) y los más expansivos sectores de la informática y telecomunicaciones (Vodafone, Siemens, Hewlett-Packard, IBM, Tech Data y France Telecom) y de los servicios a la empresa.
Fuera de éste y de otros cuadros similares quedan las relaciones, no por invisibles menos importantes, que siguen vinculando a la empresa española con el capital extranjero. Es el caso de la transferencia de tecnología, recogida estadísticamente desde hace algún tiempo por la llamada balanza tecnológica, y que hace de España uno de los países desarrollados más dependientes del exterior. Y es el caso del aprendizaje, importantísimo, que ha tenido lugar entre las firmas extranjeras y sus socios españoles. Sobre este aprendizaje, de hecho, se han construido muchas de las empresas multinacionales españolas. Sea en tiempos de bonanza, como los que hasta hace poco atravesábamos, sea en tiempos de crisis, como los que ahora vivimos, la economía española es tributaria del capital y del saber hacer de las empresas extranjeras.
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Los Príncipes de Asturias hojeando el libro Los números uno en España,
dedicado a las empresas multinacionales que nos aportan una mayor
tasa de IED (inversión extranjera directa)

Extracto del libro de Francesc Ribera Raichs, en colaboración, Los números uno en España, Dobleerre Editorial, 2008