Crisis financiera: a la búsqueda de unos criterios éticos

Crisis financiera: a la búsqueda de unos criterios éticos

junio 25, 2009 Desactivado Por inQualitas
Antonio Argandoña
Antonio Argandoña
Profesor de Economía, Cátedra “la Caixa” de Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo IESE Business School, Universidad de Navarra
Versión ampliada de una conferencia pronunciada, el 10 de febrero de 2009, en la Jornada “La situació econòmica global. A la recerca d’uns criteris ètics” Facultat de Teologia de Barcelona

Disponible en català…

 

Muchas gracias por invitarme a participar en esta Jornada. El tema es, sin duda, de gran interés y actualidad, pero, sobre todo, tiene profundas implicaciones para las personas en todo el mundo. Se ha escrito, y se escribirá mucho más, sobre las causas económicas y políticas, remotas y próximas, de la crisis financiera que estalló en 2007 en Estados Unidos y que se extendió rápidamente, primero por Europa y luego por todo el mundo, y sobre la recesión (la caída de la actividad productiva, de la demanda y del empleo) que ha seguido a la crisis financiera. Pero los análisis de la dimensión ética de la crisis han sido mucho más escasos y, a menudo, superficiales. Y son esos análisis los que ahora me interesa desarrollar aquí. No entraré, por tanto, en la explicación de las causas económicas, sociales y políticas de la crisis financiera y de la recesión, sino que me ocuparé sobre todo de su vertiente moral.

Los fallos éticos en los orígenes de la crisis financiera

Los medios de comunicación se han referido frecuentemente a los factores de naturaleza ética que hicieron posible, causaron o agravaron la crisis financiera de 2007: la codicia de los banqueros, la multiplicación de los casos de fraude, la creación de incentivos perversos y las conductas imprudentes –una denuncia que suele producirse después de todos los episodios de auge y crisis financiera. Pero, ¿es esta, verdaderamente, una crisis de naturaleza ética? De algún modo, sí: todas las acciones humanas tienen dimensiones técnico-económicas, sociales y morales –y las conductas que llevaron a la crisis, también. Pero, ¿es suficiente esta explicación?

Esta es, se dice, una crisis causada por la codicia, entendida no como la simple búsqueda de resultados económicos (beneficios), que suele ser legítima, sino como la perversión del derecho al lucro. Y es verdad: pero esta tesis pretende explicar demasiado. Todos o, al menos, muchos somos codiciosos, y venimos siéndolo desde hace siglos. Y ya lo sabíamos: por ello diseñamos e implementamos mecanismos de control (leyes, regulaciones y jueces), no para evitar la codicia (la ley no trata de cambiar directamente el carácter de las personas, sino sus acciones o, al menos, las consecuencias de sus acciones), sino que la codicia degenerase en fraudes y corrupción, al menos en un grado alarmante.

Pero en los años recientes han pasado tres cosas, que cambian nuestro análisis del papel de la codicia:

  1. Se han creado las condiciones (tipos de interés bajos, abundancia de liquidez, rápido crecimiento del precio de algunos activos, innovaciones financieras,…) que han permitido que los beneficios obtenidos con esas conductas sean mucho mayores.
  2. La sociedad ha generado también situaciones de “codicia inducida”, cuando ha premiado a los que han tenido éxito en sus conductas codiciosas, cuando ha enseñado a actuar de ese modo y cuando ha hecho más difícil comportarse de una manera más ética. Esto quiere decir que la codicia de que hablamos aquí tiene un componente social importante: más allá de las tendencias personales, ha sido motivada, impulsada y, en ocasiones, exacerbada por las actitudes y conductas sociales (las “estructuras de pecado” de que hablaba Sollicitudo rei socialis). Y esto plantea una pregunta importante: ¿cómo puede combatir una persona un vicio que tiene un elevado apoyo social?
  3. Han fallado algunos de los mecanismos de regulación y control, desde las agencias de valoración (rating), los bancos centrales o los organismos gubernamentales de supervisión, hasta los consejos de administración y los comités de auditoría, dentro de las entidades financieras.

Si este diagnóstico es correcto, nos encontramos con un problema ético de fondo, pero lo que ha fallado ha sido, sobre todo, la regulación y la supervisión: primero, al permitir la creación de aquellas condiciones que hicieron posible el apetito desordenado por el beneficio, y segundo, al no impedir las actuaciones demasiado arriesgadas (legales o no) y las conductas fraudulentas.

Pero esto no quiere decir que estemos ante un problema meramente técnico. Hay, sin duda, componentes técnicos (por ejemplo, cómo se diseñan y se ponen en práctica los mecanismos de supervisión y control), pero también componentes morales, porque aquellos mecanismos no son algo neutral y dado, sino que los elaboran y los manejan las personas y, por tanto, son también decisiones con una dimensión ética. En los años recientes hemos asistido a muchos cambios de ese tipo: en el entorno (tipos de interés demasiado bajos durante mucho tiempo, formación de una burbuja inmobiliaria en muchos países, etc.), y cambios institucionales y regulatorios (en Estados Unidos, por ejemplo, la abolición de la ley Glass-Steagall, que separaba los bancos comerciales de los bancos de inversiones; el fomento de las hipotecas subprime a cargo de empresas semipúblicas como Fannie Mae y Freedie Mac; la resistencia a la regulación de algunos derivados financieros, etc.). No me atrevería a afirmar que esos cambios han estado motivados siempre por la humana tendencia a la codicia, pero sí, al menos, que la han fomentado, o no la han contenido suficientemente.

Este argumento puede presentarse de otro modo: en años recientes se han creado muchos incentivos perversos, apoyados, probablemente, en la codicia. He aquí algunos ejemplos:

  1. En Estados Unidos, la remuneración de los brokers de hipotecas (las personas que buscaban clientes por cuenta de los bancos) se establecía en función del volumen de hipotecas concedidas, no de su solvencia probable. Esto fomentaba una concesión arriesgada de ese tipo de créditos, e incluso el falseamiento de la información en las solicitudes.
  2. Los bancos que concedían las hipotecas las “titulizaban” prontamente, es decir, las sacaban de su balance primero, y las utilizaban como garantía de productos derivados que vendían después a otros inversores, lo que suprimía su incentivo a controlar rigurosamente las condiciones de sus clientes y el seguimiento de la devolución de los préstamos.
  3. Algunos deudores compraban su vivienda con la intención de incumplir con los pagos al poco tiempo, para pasar a comprar una nueva casa a un precio más alto, con una hipoteca mayor (una práctica frecuente, por ejemplo, en Estados Unidos).
  4. Las instituciones financieras incurrieron a menudo en problemas del llamado “riesgo moral”, llevando a cabo operaciones demasiado arriesgadas gracias a la garantía explícita o implícita del gobierno o de las agencias reguladoras sobre los depósitos y otros pasivos.
  5. Los bancos de inversión, que habían sido compañías de responsabilidad ilimitada (private partnerships), pasaron a ser sociedades anónimas (public corporations), con la consiguiente reducción de su responsabilidad por las pérdidas, lo que alentaba estrategias más arriesgadas.
  6. El crecimiento de la remuneración de los directivos, basado a menudo en opciones sobre acciones (stock options), les llevó a buscar la rentabilidad a corto plazo, también a veces con operaciones arriesgadas o incluso con manipulaciones contables y fraudes.

Estos incentivos perversos han extendido y acentuado las conductas inmorales, e incluso han forzado la supresión o mitigación de los mecanismos e instituciones establecidos para controlar sus efectos (debido, entre otras razones, a la labor de lobby de las propias entidades reguladas, lo cual pone de manifiesto, de nuevo, el carácter dudosamente ético de sus decisiones). Quizás el incentivo perverso más patente es el que indujo a los directivos de muchas instituciones, desde bancos comerciales y de inversiones hasta hedge funds, fondos de pensiones y compañías de seguros, a asumir demasiado riesgo (incluyendo la ilusión de que el riesgo había sido eliminado de sus instituciones mediante complejas operaciones con derivados financieros), hasta el punto de que se ha afirmado que la crisis fue causada por un fallo en la gestión de riesgo financiero en todos los niveles, desde los gobiernos, reguladores y supervisores, hasta muchas de las instituciones financieras y de sus clientes. Porque el riesgo es inevitable y, en el mundo financiero, necesario, pero siempre que se mantenga dentro de los límites de lo que una entidad puede asumir con sus recursos propios y con la colaboración de otras instituciones, como los bancos centrales, los reguladores, las agencias de rating o las operaciones con derivados financieros.

Un caso particular de incentivos perversos serían los conflictos de intereses que se han originado, por ejemplo, en las compañías de rating, cuyos ingresos dependían, en buena medida, de la valoración que daban a los activos que le presentaban sus clientes: porque esto creaba un fuerte incentivo a dar calificaciones muy positivas a los productos que se les presentaban, a fin de contentar a sus clientes y elevar sus beneficios –y, lógicamente, también las remuneraciones de sus analistas y directivos. Esas empresas tenían, además, otros problemas, como la inadecuación de sus modelos, la falta de una historia suficientemente larga y variada para incorporarla a los parámetros de aquellos modelos, y el hecho de que sus mejores analistas acababan siendo contratados por sus clientes (lo que acentuaba el conflicto de intereses).

Una variante muy popular del argumento de la codicia atribuye la crisis a las elevadas remuneraciones de los directivos y analistas financieros. Pero no parece que esta haya sido la causa de la crisis, sino más bien un efecto de la misma: el dinero acude a aquello que está de moda (en años recientes, las operaciones financieras e inmobiliarias); allí donde va el dinero, suben los precios, generando rentas que los distintos agentes implicados tratan de capturar –y los directivos tienen una ventaja comparativa a la hora de conocer cuáles son esas rentas, dónde se generan y cómo capturarlas. Y, del mismo modo, los analistas y otros expertos han participado de esa captura de rentas, porque su contribución técnica era necesaria para la creación de las mismas.

En todo caso, la cuantía de esas remuneraciones no explica, ni aun remotamente, el volumen de pérdidas de los bancos implicados y la naturaleza de los problemas producidos por la crisis. No obstante, esas altas remuneraciones (incluidos los bonus o compensaciones por despido) han generado nuevos incentivos perversos, fomentando en los directivos y analistas conductas dirigidas a maximizar su propia remuneración, no los beneficios de las empresas financieras, manipulando, en algunos casos, los resultados. En todo caso, el diseño y la implementación de esos sistemas de remuneración ha sido también una conducta imprudente y una muestra de mal gobierno, precisamente porque no ha sabido prever aquellos incentivos perversos.

¿Han sido fraudes, como los de Bernard M. Madoff, los que han causado la crisis? La respuesta, de nuevo, es negativa. Como ya indicamos, la tentación del fraude se da siempre, y para prevenirla están los reguladores y jueces –aunque es probable que, en un entorno de euforia y oportunidades de beneficios extraordinarios, la tentación de defraudar sea mayor, sobre todo si coincide con controles más laxos. El caso Madoff pone de manifiesto también otros problemas sociales y éticos de los inversores: el orgullo (el deseo de sentirse privilegiado, formando parte de una elite de inversores), la imprudencia (confiar en las cualidades de un experto sin someterlas a la debida comprobación) y una cierta ofuscación (el “deseo” de creer que es posible tener remuneraciones superiores al 10% durante tiempo indefinido).

Más grave puede ser el “fraude de ley” consistente en el “arbitraje regulatorio”, por el que las entidades financieras trasladan las operaciones a países con regulaciones más laxas o transforman esas operaciones para eludir dichas regulaciones. En descargo de los que lo llevaron a cabo hay que decir que esas acciones eran legales, al menos en muchos casos. Lo que no obsta para que sean muestras de irresponsabilidad y dudosa ética: porque no todo lo legal es ético.

La falta de transparencia es otra característica de muchas de las conductas que condujeron a la crisis. Es razonable que un hedge fund no revele sus estrategias, porque en ellas está el secreto de su éxito, un secreto que no puede ser protegido mediante patentes. Pero la falta de claridad en las operaciones, la ocultación o falseamiento de la información a los clientes (y, a menudo, también a los reguladores y aun a los accionistas) lleva a pensar que los gestores de algunas entidades sabían que estaban llevando a cabo operaciones inmorales y, a menudo, de dudosa legalidad. Y la falta de transparencia puede ocultar también mentiras, sin eufemismos: muchos directivos y analistas de esas empresas dieron un gran valor a la gloria, la riqueza y la fama, que hubiesen podido conseguir mediante la excelencia como profesionales, pero que, a la hora de la verdad, intentaron lograr mediante la mentira, que empieza siendo una inclinación o disposición personal a triunfar por cualquier medio, y que acaba consiguiéndose a costa de la excelencia, la profesionalidad y la honestidad.

El listado de virtudes conculcadas en la crisis reciente incluye también la templanza o autocontrol, es decir, la capacidad de refrenar el deseo de éxito, de riqueza o de reconocimiento social, cuando se convierten en obstáculos para el correcto desempeño profesional. Y también hay muchos casos de cobardía, de complicidad y de falta de fortaleza: porque es probable que algunos directivos se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo, y supiesen o sospechasen que no estaban actuando como debían, o que lo que estaba pasando en su entorno conducía a una crisis, con daños importantes para la empresa, para sus clientes y para toda la sociedad, pero no fueron capaces de tomar las decisiones difíciles que eran aconsejables, para no poner en peligro su carrera o su bonus, para no complicarse la vida, o pensando que no era su deber o su responsabilidad. O quizás pensando que, si la crisis ocurría, alguien cargaría con los costes del rescate de las instituciones en peligro.

Probablemente se dieron también comportamientos de orgullo, prepotencia y arrogancia, sobre todo en algunos financieros, pero también en economistas, en reguladores y autoridades: el convencimiento de que sus conocimientos eran superiores, que no tenían por qué someterse a la decisión o supervisión de otras personas, o que estaban por encima de la ley y de las normas morales.

Y todo ello debió desembocar en situaciones de injusticia. Muchas de estas pertenecen al ámbito de la justicia conmutativa, cuando inciden en lo que se debe a otras personas, incluyendo problemas de ocultación de información, publicidad engañosa, multiplicación innecesaria de operaciones para generar comisiones mayores, recomendaciones manipuladas sobre valores, etc. Y otras pertenecen a la justicia distributiva, sobre el reparto de los costes y beneficios en la sociedad. Se incluyen aquí, por ejemplo, los problemas éticos generados por el “riesgo moral”: las instituciones financieras se aprovecharon de la limitación de sus riesgos, gracias a la provisión legal de la responsabilidad limitada o a la existencia de garantías que limitaban sus pérdidas, incurriendo en niveles de riesgo superiores a los que aceptarían si ellos cargasen con todas sus pérdidas potenciales. Y esto se relaciona, a su vez, con otros problemas, como la remuneración de los directivos (especialmente con las generosas compensaciones por despido, independientemente de los daños provocados a la entidad durante su gestión), o con la posibilidad de crear entidades fuera de balance a las que se trasladaban activos con un elevado endeudamiento, lo que implicaba, de nuevo, niveles de riesgo exagerados.

La prudencia es la virtud principal del banquero y, en general, del hombre de negocios, y aun de toda persona, especialmente cuando ocupa posiciones de responsabilidad. Pero es difícil ejercitarla, sobre todo cuando se presentan las condiciones que se han dado en los años recientes: alto crecimiento económico, abundancia de liquidez, bajos tipos de interés, inflación moderada y estable,… Sus efectos han sido el fuerte endeudamiento de las familias y de las entidades financieras, y una reducción de la percepción del riesgo, que constituyen el entorno propicio para una mala gestión del riesgo por parte de todos: entidades financieras, familias, empresas (inmobiliarias, por ejemplo) y reguladores.

Hay muchas manifestaciones de esas conductas imprudentes. La complacencia, por ejemplo, suele tener lugar en la fase de auge previa a la crisis, y se manifiesta en una minusvaloración del riesgo de pérdida, debida a la abundancia de fondos, a los bajos tipos de interés, a las oportunidades de beneficio, a la cobertura (a menudo aparente) proporcionada por los derivados financieros y a la confianza que da ver que otros muchos agentes tienen la misma conducta. Y el revés de la moneda de la confianza, que, en la fase de crisis, es el pánico (por ejemplo, el que se produjo en octubre de 2008, cuando los inversores vendieron masivamente en todos los mercados, en una auténtica avalancha que tuvo consecuencias funestas para muchas personas e instituciones).

Relacionadas con la complacencia y el pánico están las conductas gregarias o de rebaño: comprar, por ejemplo, cuando todos compran y vender cuando todos venden. Esta puede ser una manera racional de actuar, que minimiza las pérdidas cuando caen los mercados, pero que acentúa esa caída, la extiende a otros mercados y puede desembocar en pánico –que es también una conducta de rebaño. Esto presenta interesantes problemas éticos para los que toman las decisiones: ¿cuál es la conducta más correcta, tanto desde el punto de vista económico como moral, cuando no hay tiempo para pararse a pensar? ¿Puede uno abandonar el rebaño, cuando todos están tomando decisiones que pueden ser, al menos, imprudentes?

Una forma particular de conducta de rebaño es el cortoplacismo o predominio de los objetivos a corto plazo, que crea, como indicamos, incentivos perversos: abandono de las estrategias a largo plazo (inversiones duraderas, por ejemplo, o gastos en investigación y desarrollo, que los mercados castigan a veces, porque los beneficios que reportan tardarán en manifestarse), gestión de la empresa en función de las cotizaciones en bolsa a corto plazo (“jugar mirando el marcador, no el balón”), posibles acciones fraudulentas para maximizar el rendimiento, etc. Presentan el mismo problema ya mencionado: ¿es posible abandonar una estrategia cortoplacista, cuando los competidores y los analistas no saben practicar otra –y no dejan practicar otra? En definitiva, ¿puede una empresa separarse de los estándares, convenciones, regulaciones o ideas dominantes en un sector?

Otro ejemplo son los casos de mal gobierno y de falta de competencia profesional por parte de presidentes y consejeros, directores generales y consejeros delegados, otros directivos de nivel alto o medio, profesionales (contables, auditores, etc.), analistas, etc. Por ejemplo, la función de análisis y valoración de los activos financieros estructurados, e incluso las decisiones de compra o venta de los mismos, se encomendaban a menudo a jóvenes sin conocimientos de finanzas, que no sabían qué tenían entre manos, que carecían de experiencia (especialmente en circunstancias de crisis) y que utilizaban modelos sofisticados basados en unos supuestos demasiado simplistas, pero que nadie se atrevía a criticar, porque no había otros mejores. Lo peor era que los superiores de esos analistas, que eran los que podían y debían corregir sus decisiones, no sabían lo que estaban haciendo ni entendían los modelos que estaban utilizando –y así hasta llegar a la alta dirección y al consejo de administración.

“Mientras suena la música, tienes que bailar”, declaró Charles O. (“Chuck”) Prince, el consejero delegado de Citigroup, al Financial Times en julio de 2007. Y añadió: “nosotros todavía bailamos”. Esta frase resume bien lo que han sido los negocios para muchos financieros en los años recientes: un baile desenfrenado, del que, como en el juego de las sillas musicales, nadie se podía retirar. Y, como decía un periodista del mismo Financial Times un par de años después, “esas palabras sirven como epitafio de la fiebre global del crédito y de las hipotecas”.

Si, como hemos señalado, la crisis se debe, en buena medida, a fallos de regulación y supervisión, esto plantea una cuestión importante: ¿quién se ocupa del bien común en el sistema financiero? O, al menos, ¿quién se responsabiliza de las consecuencias de las decisiones individuales sobre los demás? Porque, como la crisis financiera ha puesto de manifiesto, no basta prever y cubrir los riesgos personales: la liquidación de activos por una entidad provoca la caída del precio de los activos que poseen otras entidades, dando lugar a la extensión de la crisis, y puede convertirse en una crisis sistémica, que afecta a la estabilidad de todas las instituciones. ¿Quién debe hacerse cargo de esos efectos?

El primer candidato es el propio mercado. Pero la crisis ha puesto de manifiesto que, por sí solo, el mercado no está en condiciones de hacerlo cuando hay “fallos del mercado”, como la existencia de bienes públicos (la confianza es un bien público, y su pérdida produce un daño a todos), las externalidades (como la caída de precios de un activo provocada por las ventas en otro mercado), la existencia de mercados incompletos o los sesgos de conducta (como el exceso de optimismo).

Entonces hay que recurrir al Estado –la ley y la regulación-, que es el candidato tradicional a asumir ese papel de promoción del bien común, especialmente mediante la consideración de todas las variables relevantes en el corto y en el largo plazo: es decir, planteándose una amplia gama de efectos posibles de las acciones de los distintos agentes y de las regulaciones en vigor. Pero lo que hemos presenciado en los últimos años ha sido un conjunto de fallos también de los reguladores y de los supervisores, por causas que ya hemos mencionado –y también porque tenían una concepción estrecha del bien común, limitada a los resultados económicos (crecimiento, eficiencia), a los efectos a corto plazo, o a los intereses de partido o de la mayoría.

Sólo queda, pues, atribuir al menos parte de esa responsabilidad a las propias empresas. ¿Es esto factible? ¿Tienen también ellas alguna responsabilidad sobre los efectos de sus acciones sobre otras personas y entidades? Sí, si aceptamos que la responsabilidad moral incluye la asunción de las consecuencias de las acciones pasadas y la evitación o corrección de sus efectos razonablemente esperados en el futuro. Y el hecho de que haya reguladores y supervisores no elimina por completo ese deber, aunque los problemas sean complejos y cada institución sólo pueda entrever algunas de esas consecuencias.

¿Pudo la ética haber evitado la crisis financiera?

La crisis financiera que explotó en 2007 tiene, como ya dijimos, una pluralidad de causas, algunas de naturaleza técnica, otras sociológicas y psicológicas, y también éticas, como acabamos de explicar. Pero esta crisis ha sido, sobre todo, una crisis de dirección (de management) de las entidades financieras y de los organismos que debían regularlas, supervisarlas y controlarlas. Un conocido financiero explicaba, hace unos meses, cómo una analista descubrió la lamentable situación de Citigroup en octubre de 2007, y concluía: “esta mujer no decía que los banqueros de Wall Street eran corruptos. Decía que eran estúpidos”, o sea, incompetentes. Consiguieron, es verdad, beneficios extraordinarios durante algunos años, formidables resultados en la cotización de las acciones de sus bancos, gran prestigio, poder personal, reputación y suculentas remuneraciones,… pero no fueron buenos gestores de sus empresas. Y esto, no sólo por los lamentables resultados de su gestión, sino porque no se comportaron como directivos responsables y éticos. Porque la ética no es un añadido a una gestión técnica, buena o mala: no es la guinda que corona el pastel, sino que forma parte del pastel mismo.

Y esto nos lleva a tres preguntas importantes: ¿pudo la ética haber prevenido la crisis, puede resolverla, y puede evitar que surjan nuevas crisis financieras en el futuro?

La ética de la empresa se ocupa de la gestión de las organizaciones, no de los sistemas económicos. Mi tesis es que una empresa que actúe de acuerdo con la ética será una empresa bien gestionada. Pero esto no excluye que pueda cometer errores (por ejemplo, sobre el crecimiento probable de un mercado o sobre las capacidades de una tecnología nueva), o que pueda sufrir las consecuencias de cambios en su entorno (como la depreciación de una moneda, la caída en la demanda agregada o una ola de terrorismo o conflictos sociales). Es probable, pues, que una empresa responsable sobreviva y prospere, pero también es posible que no lo haga.

Si no podemos garantizar el éxito de una empresa responsable, tampoco podremos garantizar el de un país, aunque todas sus empresas se comportan de manera ética: no es seguro que tenga una elevada tasa de crecimiento sostenible, ni una reducida tasa de paro, ni una mayor estabilidad macroeconómica. Por tanto, una crisis financiera se evita no sólo por las conductas correctas de la mayoría o de todos los agentes, sino también por la calidad y eficiencia de sus mecanismos de regulación, supervisión y control. Y ya hicimos notar que la crisis que nos ocupa tiene lugar en un entorno de conductas no éticas en el que, sobre todo, se concentran una serie de errores (de gestión de riesgos, de previsión, de incentivos perversos, etc.) que afectan a los mecanismos de regulación y supervisión, y que desembocan en un fallo sistémico grave (lo que nos remite a la responsabilidad de los gobiernos, los reguladores y los supervisores, de la que no podemos ocuparnos aquí).

Y más difícil todavía será evitar una crisis financiera en un entorno en el que un número elevado de instituciones financieras no se estén comportando responsablemente: porque la creación de incentivos perversos, la manipulación de las regulaciones y los efectos inducidos de las acciones de unas instituciones y mercados sobre otros tendrán un efecto desestabilizador mayor –y esto ocurrió, probablemente, en la crisis de 2007.

¿Para qué sirve, pues, la ética, si no es capaz de evitar la crisis del sistema? Me atrevo a sugerir tres tareas importantes.

Primera: pudo haber evitado la quiebra de algunas instituciones o, al menos, haberla hecho menos probable. Volviendo sobre lo dicho más arriba, encontramos muchas actuaciones irresponsables, desde el excesivo apalancamiento de las operaciones fuera de balance y la consiguiente asunción de excesivo riesgo hasta los conflictos de intereses permitidos y aun fomentados dentro de las organizaciones, desde los sistemas de remuneración que alentaban la consecución de beneficios a corto plazo, en el mejor de los casos, y aun la captura de esos beneficios por los directivos, no por los accionistas, hasta las operaciones de arbitraje regulatorio para evitar los controles, llegando hasta la mentira y el fraude, en muchas ocasiones. Parece que muchos de esos directivos no actuaban de acuerdo con un deber fiduciario, no ya hacia la sociedad y hacia los diversos grupos de implicados (stakeholders), sino ni siquiera hacia sus propios accionistas. En definitiva, como ya dijimos, esas conductas ponen de manifiesto una falta de profesionalidad, de prudencia y de otras virtudes, que eran necesarias para la adecuada gestión de esas entidades.

Segunda: pudo haber contribuido a la creación de un clima distinto en el mundo de los negocios. Si, como sugerimos más arriba, cada uno tiene alguna responsabilidad hacia el bien común, los directivos de esas instituciones hubiesen debido tener en cuenta, de algún modo, las consecuencias de sus decisiones no sólo sobre sus accionistas, sino también sobre otras personas: sus empleados, cuyos puestos de trabajo pusieron en peligro con aquella mala gestión, y a los cuales se les hizo cómplices de una conductas de dudosa moralidad; sus clientes, a los que, por ejemplo, se vendieron activos “tóxicos”, sin informarles de los riesgos que estaban asumiendo; otras instituciones financieras, a las que forzaron, de algún modo, a participar en el “baile”, dificultando la puesta en práctica de políticas sensatas; y, en definitiva, los mismos directivos, que se hicieron daño a sí mismos, a su reputación y a su futuro.

Esta visión amplia de las responsabilidades morales de las empresas no es la que predomina, sobre todo en el ámbito financiero, pero nos parece necesaria, al menos por dos razones. Una, interna: la consideración del impacto de las decisiones propias sobre los demás forma parte de las responsabilidades morales de los directivos; por tanto, un directivo ético es un buen directivo, y un directivo no ético está descuidando un aspecto importante de su tarea. Y otra, externa: en el mundo interconectado y globalizado en que nos encontramos, las actitudes aislacionistas, dirigidas al interés propio, agravan los problemas. Pero también conviene tener en cuenta, como ya hicimos notar, que actuar de esta manera puede suponer, a menudo, ir contra corriente, a veces con considerables costes para el directivo o para la entidad.

La tercera función de la ética en la prevención de una crisis (y también en la salida de la misma) es la creación y mantenimiento de la confianza, cuya pérdida ha sido ha sido una de las consecuencias más graves de la crisis actual. Atribuimos esa pérdida a razones técnicas, como la falta de transparencia en el contenido de los productos financieros estructurados, pero el problema es más profundo: se ha perdido la confianza en las entidades y en las personas que las dirigen o que trabajan en ellas. ¿Qué ha ocurrido?

En su origen, la confianza hace referencia a las relaciones entre personas. Pero en un mundo en que las relaciones se multiplican y se despersonalizan, como en los mercados financieros, hemos acabado poniendo la confianza en otras cosas. Primero, en la ley o en las reglas: decimos que el depositante confía en el banco porque sabe que hay una ley que le obliga a guardar diligentemente su dinero y devolvérselo cuando lo solicite, y que detrás de la ley está la fuerza coactiva de la policía y los jueces. Segundo, en las instituciones: si el banco no puede devolver el depósito, el fondo de garantía de depósitos asumirá esa obligación. Y tercero, en el propio interés de las entidades financieras, es decir, en su capacidad para internalizar sus obligaciones, haya o no una ley que las ampare, porque ese es su interés y a ello les obliga la competencia. Durante años, esta parecía ser la razón más profunda de nuestra confianza en el sistema financiero: en palabras de Alan Greenspan, “la primera y más efectiva defensa contra el fraude y la insolvencia es la vigilancia de las otras instituciones. Por ejemplo, J.P. Morgan escruta cuidadosamente el balance de Merrill Lynch antes de prestarle. No pide la opinión de la Securities and Exchange Commission [el equivalente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores en Estados Unidos] para verificar la solvencia de Merrill Lynch”.

Pero todo esto se ha venido al suelo. La ley no puede crear confianza: de hecho, si la ley es eficaz, no hace falta la confianza, pero si deja de serlo, ¿en qué se puede confiar? Más bien ocurre lo contrario: utilizamos la ley o la regulación para minimizar las consecuencias de la falta de confianza en las instituciones o en las personas. Y tampoco podemos confiar en la capacidad de autocontrol de las entidades, que han incumplido sus deberes de manera clamorosa.

Sólo nos queda volver a las relaciones personales. La confianza entre dos personas tiene dos componentes, ambos necesarios: uno funcional (también llamado técnico, o basado en las competencias) y otro personal (o ético, o basado en la benevolencia). La confianza funcional tiene que ver con las capacidades y conocimientos técnicos de aquel en quien se confía: en el ejemplo puesto más arriba, los directivos y empleados del banco deben ser técnicamente capaces de gestionar su negocio, de modo que el dinero del depositante esté seguro y que pueda retirarlo cuando lo desee. La confianza personal hace referencia a lo que mueve a esas personas a actuar: si, llegado el momento, estarán dispuestas a poner los intereses legítimos del depositante por encima de los intereses de la institución o del propio decisor, es decir, si harán honor a su compromiso con el depositante, a pesar de que tengan intereses en comportarse de otro modo.

La confianza personal está fundada, en definitiva, en razones éticas, sea por convencimiento personal, sea por la existencia de una sólida cultura profesional, como la que tienen los médicos (códigos éticos profesionales, defensa de una reputación, etc.). Y es incompatible con los supuestos que, a menudo, hacemos sobre la conducta de las personas en los negocios y en las finanzas: si los directivos de las instituciones financieras actúan buscando su interés personal, recurriendo a la astucia y al engaño cuando lo consideran conveniente para sus fines, la confianza personal es imposible.

La recuperación de la confianza en la crisis actual, y la creación de las condiciones que permitirán desarrollar en el futuro un sistema financiero basado en la confianza, son dos razones poderosas para desarrollar una cultura ética en las instituciones financieras. Pero, obviamente, no puede servir cualquier concepción de la ética. Si, por ejemplo, la ética se orienta a la maximización del valor para los accionistas, estos pueden tener confianza en sus directivos, pero esa confianza no se extenderá a los demás implicados, empezando por los prestamistas del banco. Sólo si los directivos y empleados de las instituciones comparten un sentido ético de su tarea, que les lleve a actuar siempre teniendo en cuenta las necesidades de los demás implicados y acomodando sus decisiones al conjunto de sus responsabilidades, podrán las instituciones financieras sentar las bases para la cultura funcional y personal necesaria para salir de la crisis actual y crear las bases de un sistema financiero mejor.

En conclusión, una ética bien entendida, aplicada con carácter general en el conjunto de las instituciones financieras, quizás no hubiese podido evitar la crisis y, por tanto, la recesión pero, al menos, la hubiese hecho menos probable, y, desde luego, habría aligerado sus consecuencias. Y, ante el futuro, debe formar parte de las cimientos de un sistema financiero futuro que, como mínimo sea capaz de evitar crisis como la que vivimos y, mejor aún, sea el instrumento de crecimiento, justicia y prosperidad que de él esperamos.