Acerca de los funcionarios
noviembre 11, 2009Alejandro Nieto
Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Complutense, de la que ha sido vicerrector, así como de las de La Laguna y de la Autónoma de Barcelona. En esta última ha sido también decano en las Facultades de Derecho y Ciencias Económicas. Entre 1980 y 1983 presidió el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas)
Perspectiva de la organización
Toda organización recibe los diferentes impulsos que inciden en una materia, los elabora y formula una respuesta. Una buena organización se adapta a las necesidades sociales orientándola hacia el interés general. Una mala organización no es tanto la que da respuestas equivocadas como la que no se adapta a las necesidades externas, bien sea porque se cierra a la recepción de los impulsos o porque bloquea las soluciones. En definitiva, la mala organización se aísla de su contexto y los impulsos han de buscarse —como las llagas desatendidas— su propia salida, falsa y dolorosa.
La Administración española —salvo excepciones esporádicas— se ha negado siempre a afrontar el problema de los funcionarios, que escamotea deliberadamente hasta dejar que se pudra. En el mejor de los casos actúa bajo el mecanismo de estímulo-respuesta, sin adelantarse nunca a los acontecimientos, previendo con anticipación los acontecimientos conflictivos. Esta actitud responde, en último extremo, a la deliberada inhibición del poder público; pero, a su vez, esta inhibición se explica —ya que no justifica— por una serie de factores que dificultan por sí mismos el esclarecimiento de las cuestiones. Prescindiendo de causas políticas más profundas —que no son de este lugar y que además podrían considerarse como meras especulaciones no verificables— a nuestros efectos las más importantes son:
1. Número de funcionarios
Por sorprendente que resulte es el caso que nunca se ha sabido el número exacto de funcionarios. La informática ha permitido últimamente la elaboración de cálculos estadísticos muy aproximados, si bien su manejo no sea sencillo, porque no se sabe exactamente a quién se ha tenido en cuenta (interinos, temporeros, excedentes, empresas públicas, sociedades estatales). A nuestros efectos los resultados exactos no importan demasiado y basta saber que los servidores públicos se mueven en una magnitud del orden de los dos millones y medio de personas. Aquí no interesan las cifras absolutas sino la vieja cuestión de si son muchos o pocos. Porque se da la paradoja de que mientras se critica duramente su exceso, al mismo tiempo se está reclamando con no menos energía su aumento incesante. ¿En qué quedamos? La cuestión puede aclararse con estas dos proposiciones elementales:
Primera: En unos sitios sobran funcionarios y en otros faltan. Segunda: Con toda probabilidad el número global de funcionarios va a ir creciendo indefinidamente. Ambos fenómenos se encuentran íntimamente conexionados.
La desigualdad denunciada en primer término es consecuencia a su vez, de los siguientes factores:
a) Aun comprobado un desequilibrio de efectivos funcionariales, no es fácil reordenar la situación apartando algunos de donde sobran y llevándoles a donde faltan. La legislación —preocupada más por los derechos de los funcionarios que por las necesidades del servicio— protege indiscriminadamente a los individuos frente a los traslados, que se presumen arbitrarios por el principio de la desconfianza. Situación que se agrava aún más por la circunstancia de la innumerable pluralidad de las administraciones públicas. Con el resultado final de que es enormemente dificultoso imponer un traslado con vistas a la reorganización de puestos de trabajo. Y, por otro lado, la misma legislación —en virtud del principio de la cicatería— impide que se fomenten los traslados voluntarios. Es decir, que de la misma manera que el funcionario está protegido frente a los traslados forzosos, no encuentra la menor facilidad para los traslados voluntarios, que, coincidentes con el interés público, podrían contribuir a paliar el problema. En una palabra: el ordenamiento jurídico está montado para la congelación de las situaciones existentes. Los tímidos —y ya fracasados en su primera experiencia— intentos de remedio que se propusieron la Ley del Proceso Autonómico, son la mejor prueba de lo que se está diciendo. Pero aún es más grave la siguiente: no obstante que la legislación de los últimos años ha previsto, al fin, la posibilidad de reordenar por completo los destinos de los funcionarios mediante traslados. La Administración no ha aceptado esta invitación legal y las cosas siguen como están.
b) La psicología de los directores es contraria a la reordenación, por cuanto ninguno de ellos está dispuesto a reconocer que le sobran empleados. Dada la concepción feudal de la Administración Pública, es claro que el poder de cada feudo está en relación con el número de sus servidores (y de sus competencias), incluso aunque funcionalmente sean inútiles y hasta generadores de conflictos. El prestigio impide renunciar a puestos de trabajo disponibles de los que nadie quiere desprenderse. Puede desaparecer ciertamente una función, pero el órgano permanece y con él su jefe y sus funcionarios, como la experiencia demuestra en ejemplos pintorescos. Esta megalomanía podría reducirse por sí sola, si cada unidad fuera responsable de la retribución de sus empleados; pero como ésta se nutre, directa o indirectamente, de los presupuestos del Estado, en nada perjudica la financiación de la unidad el mantenimiento de esta leña muerta.
c) Como todos los directores invocan una insuficiencia de efectivos personales, en los casos en que ésta es real no hay posibilidad de remedio, puesto que el aumento constante pero paulatino del número de funcionarios ha de distribuirse prácticamente entre todas las unidades con independencia de sus necesidades reales y con la lógica consecuencia de que cada vez sobran más en unos sitios y faltan más en otros. Todo ello podría remediarse, claro es, con una adecuada programación de efectivos elaborada externamente; pero nada hay tan ajeno a la Administración española como la auténtica previsión; o también por medio de una coordinación sincera entre directores, pero ello es inimaginable en España habida cuenta de la mentalidad tradicional y del moderno recelo que inspiran las Administraciones autonómicas.
En cuanto al previsible crecimiento de los empleados públicos, se trata de un pronóstico muy sencillo, puesto que viene amparado por las siguientes consideraciones, además de lo que se deduce ya de cuanto acaba de decirse:
1) La coyuntura de paro, que estimula cualquier forma de empleo sobre todo cuando se retribuye con dinero ajeno. 2) Los compromisos políticos, que han de apaciguar a una clientela hambrienta. 3) La proliferación de entes autónomos, incluidas las comunidades políticas. 4) El crecimiento inexorable de las necesidades públicas que han de ser atendidas por el Estado. 5) La tendencia, no menos inexorable, a la socialización de servicios, cualquiera que sea la ideología política que le sustente.
Cierto es, desde luego, que en 1996 parece haber cambiado la coyuntura y que el Gobierno popular ha anunciado un quiebro de la evolución anterior; pero de momento es prudente reservarse el juicio y, sobre todo, poner en duda sus resultados porque las privatizaciones no arrastran necesariamente una disminución de empleo (de ello ya se encargan los sindicatos) y mucho menos de empleo público, como ha podido comprobarse con el fenómeno, relativamente paralelo, de las transferencias autonómicas, que han aumentado, contra toda lógica, el número de funcionarios. En cuanto a la congelación de la oferta de empleo público provocada por las restricciones presupuestarias, es improbable que se mantenga ni siquiera un año. Además, todavía tiene la Administración que digerir la masa funcionarial ingresada en los últimos meses de la época socialista. Porque es el caso que el Gobierno de la Nación (y más todavía los Ayuntamientos) han querido despedirse con generosidad propia de quien no paga de su bolsillo y, a tal efecto, no sólo han admitido por pelotones a sus amigos como si de una institución de beneficencia remediadora del paro se tratase, sino que han blindado la posición de sus militantes más destacados. Con esta política han colocado a sus sucesores en una situación muy delicada porque si no aceptan este acto de última voluntad se provocará un conflicto muy grave, ya que no están los tiempos para dejar perder sin resistencia el empleo; y si lo aceptan, costará más de un ejercicio reponer el presupuesto y equilibrar la inflación de plantillas.
En el mejor de los casos descenderá la tasa de crecimiento; pero es inimaginable que no siga aumentando el número de servidores públicos. ¿Quién puede fiarse de las promesas electorales y más de las realizadas por hombres inexpertos? La verdad es que, aunque sobren funcionarios en términos absolutos, es notoria su escasez en ciertas dependencias y estas diferencias no podrán compensarse siempre con una adecuada política de traslados (si es que llega a intentarse) dado que algunos cargos no son fungibles por causa de su especialización. Las excepciones, más o menos justificadas, empezarán a generalizarse: la voracidad fiscal exige incesantemente nuevos inspectores fiscales; si quiere paliarse el caos de la Administración de Justicia harán falta más jueces; las nuevas tecnologías han de contar con servidores propios y no se podrán tampoco negar nuevos funcionarios a organizaciones de moda, como las ambientales; sin contar, en fin, lo que resulte de compromisos internacionales o de funciones de nueva planta al estilo de la Fiscalía Anticorrupción, salvo que se quiera desnudar a un santo para vestir a otro.
Otro pronóstico fácil es el de adelantar que buena parte de los aumentos de efectivos serán cuidadosamente enmascarados acudiendo a la conocida trampa de pagar con cargo a partidas presupuestarias no dedicadas a funcionarios con la esperanza de que no se note y, muy en particular, a la más extendida aún de realizar las prestaciones contratando con consultores y empresas de servicios, que previsiblemente compensarán con creces la contención de las plantillas funcionariales.
2. Heterogeneidad de las prestaciones
El número de funcionarios es un problema económico y si se quiere social; pero para una organización adecuadamente informatizada su manejo no ofrece mayores dificultades. Lo verdaderamente grave es su heterogeneidad. Porque no se trata aquí de que nos encontremos ante más de dos millones de individuos, sino ante varios miles de categorías diferenciadas con unas características y un régimen distintos que impiden un tratamiento único.
Existen, por un lado, notorias particularidades de función, puesto que no realiza las mismas tareas un capataz de carreteras que un coronel o un letrado del Consejo de Estado. Como consecuencia de lo anterior, existen otras particularidades, no menos patentes, de formación técnica. Por otro lado, la pluralidad de entes públicos impone nuevas diferencias que separan, al margen de cualquier identidad funcional, a un ingeniero al servicio del Estado de otro que sirve a una diputación, ayuntamiento, comunidad autónoma u organismo autónomo. Estas últimas diferencias pueden parecer convencionales, pero son muy reales y, de hecho, tienen muy poco en común las situaciones administrativas de estos grupos.
Incluso dentro de una misma persona jurídica —por ejemplo, el Estado— las diferencias que median entre dos ingenieros con la misma función y la misma formación pueden ser enormes, según que estén adscritos a una u otra dependencia.
Esta situación puede parecer absurda y son frecuentes las críticas que a la misma se hacen exigiendo una mayor uniformidad, a las que el legislador es de ordinario muy receptivo. Periódicamente se refunden cuerpos y categorías en auténticas operaciones de limpieza y racionalización que, sin embargo, no son ni profundas (de hecho se limitan a pequeños detalles escandalosos) ni duraderas, puesto que, inmediatamente después, los cuerpos y grupos vuelven a fraccionarse.
De esta manera, la Función Pública se encuentra sometida a dos tensiones contrarias: la uniformizadora, que invoca la racionalidad, y la fraccionaria, que se apoya en la realidad. Pero la verdad es que la uniformación responde con frecuencia a inspiraciones que, so capa de racionalidad, lo que ocultan es la abstracción. Y tan contraproducente es la integración en un mismo grupo de elementos heterogéneos como la descomposición de un grupo homogéneo en fracciones distintas.
Sea como fuere, la Administración tiene que habérselas con miles de grupos de funcionarios que por variedad y cuantía no puede manejar, viéndose impotente para evitar las desigualdades e injusticias que generan los grupos privilegiados.
Sin olvidar, por último, que a este fraccionamiento corporativo se ha añadido, sobre todo en los últimos años, otro nuevo deducido de la contratación en masa y de la generalización del régimen laboral. Es decir, que ya no se trata sólo de que los arquitectos funcionarios estén agrupados en diferentes cuerpos; es que, junto a ellos, conviven otros profesionales que, teniendo el mismo título y realizando la misma función, no son legalmente funcionarios sino trabajadores o ni lo uno ni lo otro, por estar vinculados por un contrato llamado de trabajos específicos; y cada uno de ellos con un régimen jurídico diferente. Lo que significa que individuos de la misma categoría profesional —arquitectos—, y con independencia de su idéntica función, tienen derechos diferentes según estén al servicio de uno de los diez mil entes públicos que existen en España; y dentro de cada ente también es distinto su status según el cuerpo a que pertenezcan, caso de ser funcionarios, o la naturaleza laboral o administrativa, pero no funcionarial, de su vínculo. Multiplíquese ahora esto por los miles de variantes profesionales y funcionales que el Estado precisa y se tendrá una idea de la auténtica dimensión del problema.
Una función pública invertebrada
Del análisis anterior se desprende que la Función Pública española se encuentra radicalmente invertebrada. Los antiguos principios vertebradores iniciados trabajosamente el pasado siglo, que se consagraron legalmente en las primeras décadas del presente, no han sido abrogados de manera formal, pero no se mantienen en la práctica. La realidad es una masa amorfa de funcionarios —mejor dicho, de personal— que se regula por normas no escritas o prácticas improvisadas, sin el hilo conductor de una política definida. El sistema tradicional se ha deteriorado profundamente y no hay otro recambio. Se produce ciertamente una prolífica legislación funcionacional, pero no existe algo mucho más importante: una política definida de personal y lo único claro es que no se quiere seguir con fidelidad los antiguos principios.
La última explicación de este fenómeno consiste en la inercia interna de las grandes organizaciones. Una gran organización, como es la Administración del Estado, no quiebra nunca ni se para del todo, cualesquiera que sean las circunstancias adversas y hasta catastróficas en que se mueve. No hay antecedentes de una Administración pública que se haya parado por completo puesto que de entre los miles y miles de elementos que la componen, siempre hay algunos que siguen actuando. Para comprobarlo basta recordar lo que ha sucedido en supuestos tan rigurosamente extremos como la revolución rusa, el derrumbamiento del III Reich o la guerra libanesa.
Por lo que se refiere a España —cuyas circunstancias ninguna comparación tienen, obviamente, con los ejemplos que acaban de recordarse— se funciona, aunque sea deficientemente, gracias a una serie de nucleaciones que, por diversas razones, se han ido formando.
Los cuerpos, concretamente, aunque han dejado de ser ya el motor estructural de la Administración, siguen teniendo fuerza, que no actúa sólo negativamente, sino de manera muy positiva, hasta tal punto que siguen siendo los responsables del mantenimiento de muchos servicios, aunque no sabemos por cuánto tiempo.
Por otro lado, individuos fuertemente politizados —bien sean de nuevo ingreso o veteranos de la Administración— han contribuido ciertamente a la aceleración del deterioro, pero también han asumido responsabilidades enormes y, aunque sea de ordinario de manera desarticulada, garantizan la prestación de determinados servicios e incluso introducen principios coherentes de gestión, que no son necesariamente peores que los anteriores.
En tercer lugar, la demanda social de un mínimo de eficacia, potenciada por la presión, no siempre acertada, de los medios de comunicación social, suele hallar con frecuencia una respuesta administrativa, al menos en situaciones de emergencia.
Lo más importante de todo es, sin embargo, la voluntad de funcionarios individuales dispuestos a cumplir con su deber por encima de todas las injusticias, desgracias y circunstancias adversas. Sorprendería conocer el número y el coraje de estos funcionarios generosos, incontaminados aún. Quienes tratan con la Administración saben que en cada dependencia hay un funcionario, a veces de categoría muy modesta, que ha cargado voluntaria y gratuitamente sobre sus hombros la tarea de hacer que el servicio funcione. Estos individuos son perfectamente conocidos por la superioridad que, sin embargo, no siempre los gratifica ni los estimula debidamente.
Una curiosa variedad dentro de esta clase es la constituida por un grupo de funcionarios a los que la Administración ha colmado de ventajas y no precisamente por su militancia política —cosa muy de destacar— sino por las expectativas de su rendimiento. El sector privado atrae en la actualidad a los jóvenes más capacitados, dejando para el servicio público a los de segunda o tercera fila (salvo que se trate de individuos con vocación notable). En estas condiciones la Administración ha reaccionado ofreciendo ventajas a determinados funcionarios que considera valiosos y que consigue atraer a cambio de privilegios y carreras fulgurantes. La fórmula está teniendo éxito hasta ahora puesto que estos jóvenes, bien motivados como están, son realmente eficaces, aunque su ejemplaridad es negativa en cuanto que los no privilegiados se retraen aún más como respuesta al agravio comparativo de que se sienten víctimas. Por otro lado, lo que no se sabe es cuánto va a durar esta situación, ya que tiene el inconveniente de que lo vertiginoso de la carrera lleva consigo que a los 35 años, o antes, hayan llegado estos funcionarios a la cima, de tal manera que, no pudiendo subir más, se encuentran con la perspectiva de otros treinta años de servicios en los que sólo cabe la estabilidad, cuando no el descenso, y encima presionados por los que vienen detrás. El resultado puede imaginarse: o se pasan al sector privado o relajan su esfuerzo a conciencia de que ha dejado ya de ser rentable.
Además —y desde el punto de vista institucional esto es lo más importante—, por debajo de las viejas estructuras, completamente destrozadas e inservibles, se han empezado a formar casi espontáneamente nuevos tejidos que van tapando los huecos. En nuestro caso, el más conocido y eficaz es el que podría llamarse de los subdirectores. Porque sucede que en la Administración española se está consolidando de manera rigurosamente informal, un grupo de funcionarios intermedios, puente entre la política y la Administración, que sobreviven a todos los vaivenes y aun a todas las catástrofes y que son quienes, de hecho, van «tirando del carro administrativo».
Sabido es que este grupo es desconocido por la ley. Ninguna regla hay para entrar en él. Nada les autoriza a actuar como actúan, pero es el caso que controlan (en el mejor sentido de la palabra) la Administración. Carecen de status y de signos de identidad, pero entre ellos se conocen perfectamente y al margen de los canales formales, se comunican habitualmente entre ellos y se las arreglan para despachar los expedientes casi sin que se enteren sus propios jefes. Es un caso típico de usurpación clandestina del poder pero cuando todo se resquebraja, ellos se las arreglan para que el edificio no se hunda por completo. Y los superiores gustan de apoyarse en ellos, en parte por necesidad, puesto que sin su colaboración nada podrían hacer, y en parte también porque saben que pueden fiarse de su devoción y de su vocación.
Algún día se hará justicia a este puñado de funcionarios —que no pasarán de los trescientos—, a quienes se debe en gran parte que la Administración no se haya colapsado en estos últimos diez años. Aunque también es posible que algún día sean arrasados, en cuanto que pueden ser considerados como un tren para un eventual desarrollo político que no esté de acuerdo con su ethos funcionarial. Sea como fuere, es una fortuna para la Administración española el contar con este grupo de funcionarios desinteresados y eficaces. Ahora bien, resulta claro que todas estas fórmulas no pueden sustituir durante mucho tiempo a una auténtica vertebración administrativa, requisito inexcusable para el funcionamiento ordenado de una Administración moderna.
Extracto de la obra La “nueva” organización del desgobierno, Ariel, 1ª edición 1996, 6ª reimpresión 2009