Definiendo la situación de corrupción
mayo 10, 2010Fernando Gil Villa
Profesor de Sociología en la Universidad de Salamanca desde 1991, además de profesor visitante en varias universidades extranjeras. Dentro de la temática de la ruptura de normas ha publicado la obras Individualismo y cultura moral (CIS, 2001), La delincuencia y su circunstancia (Tirant lo Blanc, 2004) y Juventud a la deriva (Ariel, 2007). Colabora asiduamente en publicaciones del ámbito educativo y universitario con artículos y editoriales.
Profesor de Sociología en la Universidad de Salamanca desde 1991, además de profesor visitante en varias universidades extranjeras. Dentro de la temática de la ruptura de normas ha publicado la obras Individualismo y cultura moral (CIS, 2001), La delincuencia y su circunstancia (Tirant lo Blanc, 2004) y Juventud a la deriva (Ariel, 2007). Colabora asiduamente en publicaciones del ámbito educativo y universitario con artículos y editoriales.
La corrupción no es un acto primitivo o de regresión, típico de contextos sociales anómicos y gentes sin estudios. Al contrario, la corrupción debe observarse desde una perspectiva compleja porque es ella misma una cuestión compleja. Y lo es, por seguir utilizando la distinción anterior basada en las dos clases de indicadores, tanto “fuera” como “dentro”. “El crudo y el dinero compran amigos e influencia por doquier” rezaba una editorial del New York Times, y añadía: “se trata de una coyuntura marcada por un intenso y costoso sistema de presión, acuerdos en el extranjero y la intersección de dinero, negocios y geopolítica. Es un sombrío mundo de límites imprecisos”. Pero la complejidad no se debe sólo a la globalización sino a la estructura del crimen organizado y, a otro nivel, a la habilidad intelectual del individuo que practica la corrupción. De una entrevista llevada a cabo en Italia a un político corrupto leemos: “normalmente la gente cree que la corrupción es sólo una cuestión de dinero que pasa de un bolsillo a otro, una cosa fácil… En la práctica no es así. Es realmente difícil explicar cómo funciona el mundo de la corrupción. Se necesita mucha paciencia para comprender sus diferentes (y casi siempre complejos) mecanismos. No es una cadena de robos: existen reglas y relaciones, convenciones fijas; todo un lenguaje de matices y entonaciones que revisten toda la solemnidad de un contrato escrito”.
Para comprender la corrupción en toda su complejidad debemos analizar situaciones en las que sea posible identificar los elementos que la originan y la combinación o relaciones que se establecen entre ellos de forma estructural. Lo primero que observamos al respecto es el carácter bidireccional de la acción. En este punto conviene hacer un inciso para aclarar el esquema analítico que aquí vamos a seguir. Si éste pretende captar la dimensión compleja del problema es conveniente que se centre en una situación en la que está implicada más de una persona. Este último caso parece más indicado para hablar de fraude que de corrupción propiamente dicha, en la cual, en principio, “hacen falta tres personas, de las que dos se alían para burlar los intereses de un tercero, que uno de ellos representa, y por ello la corrupción requiere siempre del concierto entre dos partes”. (Lamo, 1997:271). Esto no quiere decir que no haya una fuerte relación sociológica entre ambos tipos dado que el respeto a lo público se manifiesta tanto en los bajos niveles de fraude realizados por particulares como en bajos niveles de corrupción política. Abarcaremos esa relación al abrir la segunda parte, cuando reflexionemos sobre la figura del pícaro.
La intención puede partir tanto del administrado como del administrador. En segundo lugar, dará lugar a las acciones de ofrecimiento o pago—corrupción activa— y aceptación o recepción de la recompensa –corrupción pasiva—. (Langseth, 2006: 7). Ahora bien, la intención puede expresarse directamente, indirectamente o no expresarse. El que se efectúe una de las tres alternativas dependerá, al margen de la personalidad del corrupto y de las presiones circunstanciales que le rodeen, de la frecuencia con que se den en la cultura de corrupción de una sociedad en una época determinada. Dependerá igualmente del grado de conocimiento que tenga A de B: la confianza marcará el grado de refinamiento. El factor personal, en términos generales, puede ser también objeto de consideración en el análisis social. El caso intermedio nos sirve a este respecto de orientación. La forma que toman los enunciados verbales que rodean el acto en este caso (“no se lo pediría si no fuese absolutamente necesario”) indican que la neutralización moral tiene más posibilidades de convicción cuando el sujeto al que va destinada la petición indirecta de corrupción es un administrador no ritualista, en el sentido que le dio Merton al término. Un carácter patológicamente ritualista, observado en alguien que no puede apartarse lo más mínimo de sus costumbres, incapaz de improvisar, de apartarse de la rutina o de saltarse la norma, por pequeña que sea, difícilmente se prestará al soborno.
El tercer caso, que expresaría el grado de refinamiento máximo, marca una nueva estrategia que debemos analizar para lograr demostrar la complejidad del objeto de estudio. Aquí, los actores parecen guiar su acción con el refrán: “al buen entendedor pocas palabras bastan”. La estrategia de A es la de realizar una inversión a fondo perdido. A ofrece a B una compensación por el favor en calidad de regalo, en el entendido de que B le recompensará en el futuro. La relación que se establece entre A y B es la del pacto entre caballeros, el cual inyecta en la relación —no es necesario aclarar que independientemente del género—, el componente ético del honor, el cual debe servir para contrarrestar el carácter por definición antiético de la misma. Se trata del mismo mecanismo empleado en el crimen organizado y en general por las operaciones de contraprestación que se dan en el mercado negro. La diferencia radica que en estos últimos casos el acto de venganza que origina la potencial ruptura del pacto se desata con más facilidad. No obstante, este matiz hay que ponerlo en relación con la dimensión de la compensación. Cuanto mayor es el regalo, mayor es el riesgo que toma A y por lo tanto, mayor la probabilidad de venganza. Pensemos en un empresario que realiza un importante depósito de dinero como contribución a la campaña electoral de un partido político. Si posteriormente no recibiera ningún tipo de favor podría pensar en formas de perjudicar a los políticos de turno calculando el perjuicio que podría causarse a sí mismo. El honor, más propiamente el orgullo, puede activar en estos casos comportamientos poco racionales que vienen a echar por tierra toda la sofisticación de la trama. Esta mezcla impura de racionalidades impide enfocar el tema de la corrupción desde posiciones teóricas demasiado escoradas hacia el individualismo metodológico y la acción racional. El resultado del cálculo y la ejecución de la venganza, en grados más o menos sutiles, dependerá de cada caso, pero parece evidente que debe ser contemplado por el análisis.
Sería deseable separar los regalos de los actos corruptos, pero no es tan sencillo. Podemos pensar que la aceptación del regalo suele ser un acto libre, que cuando se regala algo no se suele exigir nada a cambio, o que las prácticas corruptas tienden a ocultarse (Malem Seña, 2002:27-28). Pero ninguno de estos argumentos es del todo concluyente; subyace en ellos una visión un tanto idealista de las relaciones sociales y de la psicología humana. Hasta en los territorios donde esas relaciones se adentran en los más íntimo, como en los campos de la amistad y del amor, encontramos la fuente de la reciprocidad, la contabilidad y el juego constante de expectativas que se reajustan a través de la frustración.
Algunos autores, partiendo de la semejanza entre regalos y sobornos, han tratado de hacer un análisis centrado en el impacto económico, investigando las diferencias en las contraprestaciones. De esta forma, han llamado la atención de métodos alternativos para forzar la compensación, tales como la confianza, la reputación, la “toma de rehenes” y las obligaciones recíprocas (Ackerman, 2001:132). En el primer caso se señala el ejemplo de Italia, en situaciones en las que las personas no confían en el Estado para resolver las disputas, de modo que buscan personas de “confianza” entre la mafia (la confianza aquí, se nos recuerda, nada tiene que ver con el sentido usual del término en relación a vínculos personales estrechos). Por reputación se entiende aquí la fama de ciertas personas en recompensar o no favores. Otras veces, la garantía la da el conocimiento de secretos de la vida del deudor. En este caso, su reputación funciona como un “rehén”. Por último, puede suceder que un político vote el proyecto de otro con la esperanza de que haga lo mismo cuando lo presente él.
Hay casos sin embargo, en los que los favores otorgados no reciben contraprestación y nada sucede. En ocasiones, puede que incluso A no espere un beneficio económico de B y se conforme con lograr su consideración y estima para el día en que la necesite. En estos casos, puede servirnos de ayuda a la hora de comprender el fenómeno el conocimiento del funcionamiento de ciertos tipos de relación como la amistad, con sus específicas características culturales. Puede que A regale algo a su amigo B el día de su cumpleaños a pesar de que éste no hizo lo mismo, pero es muy posible que acabe aplicando el principio de la reciprocidad si el hecho se repite. O si es A quien siempre llama por teléfono a B, puede que al final se canse. La aplicación tácita de cierta contabilidad es un valor cultural de nuestra época. Siempre existió, desde luego, pero nunca rigió tanto y es razonable pensar que debemos tener presente este hecho en la reflexión de la corrupción como actitud. Siendo ese el caso, nos vendría bien recordar algunos de los planteamientos del pensamiento moderno acerca del egoísmo que fuesen pertinentes con nuestro tema, como los de Nietzsche o Freud. Del primero cabe recordar su descreencia en el altruismo al hilo de sus conocidas críticas a ciertas corrientes cristianas. Incluso el que da una limosna, podríamos decir, espera y consigue algo a cambio, si no la salvación de su alma, al menos la sensación psicológica de bienestar, la cual se inspira indirectamente, o cabría mejor decir, inopinadamente, en un sentimiento de superioridad (Nietzsche, 1984:163). En cuanto a Freud, el compañerismo, el espíritu de cuerpo y aun la justicia social, son manifestaciones elaboradas del primigenio fenómeno de la envidia. La única forma de asegurarse los hermanos, los miembros de la horda o ahora del grupo social, un trato igual por parte del padre-administrador, es fabricando algún tipo de identificación comunitaria, sustituyendo la hostilidad y los celos que ocasionan la rivalidad por la solidaridad. “La justicia social —escribe Freud— significa que nos rehusamos a nosotros mismos muchas cosas para que también los demás tengan que renunciar a ellas, o lo que es lo mismo, nos puedan reclamarlas—. (Freud, 1981:58).
No resulta difícil ni aventurado deducir la corrupción de los fallos o lagunas existentes del proceso descrito por Freud: puesto que la solidaridad no es el fin en sí sino un medio para conseguir el beneficio personal, el sujeto podrá saltársela siempre que no se ocasiones un perjuicio mayor que al no hacerlo.
Este modo de razonar parece incitarnos a usar esquemas económicos en el enfoque de las relaciones personales, pero el utilitarismo subyacente debe tomarse con precaución, como si no tuviéramos que tomárnoslo demasiado en serio, pues no acaba de cuajar en cifras, ya que los actores en muchos casos de la vida cotidiana “pierden”, o no usan medios —como los expuestos hace un momento— para asegurarse la contraprestación. Tal vez no valoran bien el riesgo, o tal vez no les interesa hacerlo porque llegados a cierto extremo de racionalidad, la vida se les haría demasiado pesada.
Junto con el riesgo, otra de las variables que hay que tener en cuenta a la hora de definir la situación de corrupción es el tiempo. De nuevo estamos ante un factor tan elástico que contribuye poco a la hora de acotar los límites de la relación. Y es que no es posible utilizar el momento en que se produce el acto de corrupción para denunciarlo. Un padre puede regalar un jamón al médico que operó a su hijo, o al profesor que lo aprobó en circunstancias complicadas. Lo normal, sin embargo, es que la relación de dependencia inaugurada con el regalo no se extinga de inmediato sino que se prolongue en el tiempo. Siempre puede haber otro pariente que necesite del trato de favor del maestro o del cirujano. El regalo funciona como una especie de seguro implícito porque se supone que los profesionales que tienen el poder en la relación lo tendrán en cuenta de alguna manera, o en el hipotético caso de que recibieran un regalo de cada uno de los clientes, establecerán una lista de prioridades en función del valor de los regalos.
Incluso en el caso de los sistemas familiaristas donde funcionan instituciones antropológicas clásicas como el apadrinamiento o la mafia, se espera el beneficio recibido por el subordinado-protegido sea “pagado” con regalos materiales en el momento que marca la tradición —por ejemplo en cierta festividades anuales—. El regalo tiene la función de suavizar la relación de contraprestación, dándole a lo material un matiz simbólico.
Un último factor a considerar es el carácter anónimo que puede tomar el colectivo de perjudicados ante el acto de corrupción protagonizado por A y B. Pese a que siempre puede hablarse de víctimas, diferenciamos entre las situaciones en las que los sujetos protagonistas las conocen personalmente y las que no. No es lo mismo que los perjudicados sean alumnos de un aula que el que lo sean los participantes anónimos de un concurso literario. Al igual que sucede en los dilemas morales generales, este hecho, como veremos más adelante, puede influir poderosamente en la decisión corrupta. La dificultad de demostrar la corrupción en el caso de jurados de premios aumenta al sumársele la subjetividad de los criterios, lo cual sirve para diferenciarlos de las comisiones que seleccionan currículo, que deberían atenerse en teoría a criterios y baremos que se prestan más fácilmente a una medición. Cuanto menos finos sean los criterios, más fácil será la disculpa ética ante la tentación del nepotismo. Hoy debería de haber menos nepotismo que hace cien años puesto que se supone que nuestra sociedad es mucho más meritocrática y ofrece una igualdad de oportunidades mayor, la cual a su vez implica el desarrollo de líneas de racionalidad y legitimación objetiva que se materializan en el aumento de la burocracia y el derecho administrativo. Sin embargo, dicha tendencia es compensada por otra de signo opuesto que favorece las prácticas corruptas: el relativismo cultural. Tras largos ataques a la autoridad y a los cánones que imponía tradicionalmente la academia, protagonizados por filosofías contraculturales que enaltecieron la subjetividad así como las vanguardias, muchos parecen haber llegado a las famosas conclusiones según las cuales “todo es arte”, el “arte está en todas las partes” o “todos somos artistas”. Estas y otras expresiones parecidas no sólo forman parte del bien conocido repertorio popular sino que han abandonado el terreno del lenguaje y han inspirado prácticas sociales como la avalancha de concursos artísticos y literarios así como los talleres de creación. El relativismo cultural muestra aquí uno de sus efectos perversos al proporcionar a los miembros de las comisiones que deben juzgar la calidad de los trabajos más excusas que nunca para actuar de forma corrupta. El razonamiento tocado por el relativismo toma la forma de un balance, lo cual le otorga un aspecto de falsa sensatez: en “toda” obra siempre hay aspectos que criticar y aspectos que elogiar. En realidad, no en todas, pero sí en la mayoría cubierta por la campana de Gauss. Hay por supuesto obras ilegibles o incalificables, pero en general, y dentro de unos mínimos, pueden ser evaluables. En ese caso, la discrecionalidad del juez o árbitro ha aumentado en los últimos tiempos puesto que de él o ella depende que se resalte lo “malo”, desechando la candidatura a la excelencia, o lo “bueno”, informando de su calidad. Si hasta los grandes genios han sido criticados por sus homólogos de tal forma que sus obras podrían desecharse en cualquier certamen actual de hacerles caso, ¿qué no podrá hacerse con la mayoría de los autores que florecen en una época y lugar dados, cuya competencia les ha hecho homogéneos y en ese sentido mediocres, es decir, “medianos”, bajo la lupa de la estadística? En las ciencias sociales, la evolución teórica ha llegado a un punto que consigue provocar la sensación de haberse completado un ciclo histórico, arribando a las costas del eclecticismo. En la práctica eso significa que es posible rebuscar y encontrar en los cajones de la crítica y la hermeneútica argumentos en contra de cualquier idea. Pero este problema no sólo se observa en la dimensión teórica. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías facilitan el fraude. Sofisticadas herramientas informáticas permiten la manipulación y falsificación de datos empíricos, cerrando así el círculo de posibilidades de la corrupción.
Estas consideraciones muestran lo difícil que resulta acotar el concepto de corrupción. Los límites son borrosos tanto en el aspecto jurídico como en el moral. El sujeto del que parte la intención fluctúa y a veces se intercambia con el de la víctima. El riesgo y el tiempo tampoco permiten establecer clasificaciones concluyentes sobre la gravedad del acto. Lo único que podemos concluir es que se trata de un fenómeno mucho más difuso y complejo de lo que normalmente se cree y que se haya infiltrado en todos los niveles de cualquier sistema social, no sólo en contextos con altos niveles de pobreza. De hecho, si como cualquier delito lo normal es que permanezca oculto y sólo se denuncie una parte, la cifra negra es todavía mayor en los delitos de corrupción dado que conecta con situaciones dudosamente ilegales e incluso legales pero poco éticas. Es la desesperación del contexto, más que el grado de pobreza relativa lo que empuja a la corrupción a la superficie haciéndola visible. O bien, en circunstancias donde ese componente no se da, la torpeza de los agentes sociales involucrados. Un ejemplo: “El sistema de corrupción creado por el equipo de gobierno del Grupo Independiente Liberal en el Ayuntamiento de Marbella no se caracterizaba precisamente por su sutileza… algunos concejales pedían la mordida sin ningún tipo de miramiento, con basteza y tosquedad” (El País, 20-8-06). Buena parte de las prácticas corruptas, sin embargo, pasan desapercibidas no sólo para la opinión pública sino incluso para los investigadores judiciales. Sirva como botón de muestra para ilustrar este otro extremo del continuo, la sospechosa subida de precios básicos en verano de 2007. La Comisión Nacional de la Competencia investiga notas de prensa de ciertas patronales en las que vaticinaba el alza de precios antes de producirse, como si fuera consciente de uno de los teoremas más famosos de la sociología: la profecía que se autocumple, desarrollada por las teorías del etiquetado dentro de las corrientes del interaccionismo simbólico. La CNC, admite, sin embargo, que “parece improbable probar la existencia de acuerdos explícitos entre los productores o comercializadores de alimentos para elevar los precios”, aunque cree que algunas de sus prácticas podrían haber vulnerado la Ley de Competencia.
La corrupción no es sólo una cuestión de política ni tampoco de clases sociales. Es una cuestión de poder y por lo tanto podremos encontrarla en cualquier relación de dominación, no sólo en el ámbito de la política sino en otros muchos como el familiar, el escolar o el amoroso. Por esta razón, y tras haber intentado despejar algunos de los prejuicios más comunes a la hora de opinar sobre la corrupción, el análisis que sigue distinguirá el ámbito de la política de otro más genérico que le sirve de base. Si bien la política es el ámbito natural de la política y debemos examinar las circunstancias que empujan al administrador de la cosa pública a cometer un acto de corrupción, antes que político, ese actor es un ciudadano, un consumidor, tal vez un padre de familia, en suma, un sujeto que respira en un ambiente cultural que en cierto grado tolera o favorece las actitudes poco honestas que constituyen el caldo de cultivo de la corrupción.
Referencias bibliográficas:
Lamo de Espinosa: “Corrupción política y ética económica”, en F.J. Laporta y S. Álvarez (eds.), La corrupción política, Madrid, Alianza, 1997
Langseth, P.: “Measuring Corruption”, en Ch. Sampford, A. Shacklock, C. Connors y F. Galtung (eds.), Measuring Corruption, Aldershot, Ashgate, 2006
Malem Seña, J.F.: La corrupción, Barcelona, Gedisa, 2002
Ackerman, S.R.: La corrupción y los gobiernos, Madrid, Siglo XXI, 2001
Nietzsche, F.: Más allá del bien y del mal, Madrid, Busma, 1984
Freud, S.: Psicología de masas, Madrid, Alianza, 1981
Extracto de la obra La cultura de la corrupción. Maia Ediciones, 2008