Compromiso y pasión para conseguir la excelencia
marzo 11, 2011Xesco Espar es licenciado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte por la Universidad de Barcelona y máster en Psicología del Aprendizaje por la UAB. Ha sido profesor del INEFC Barcelona y entrenador de balonmano en el FC Barcelona desde 1985 a 2007, equipo con el que ha conseguido todos los galardones posibles. Actualmente trabaja en el FC Barcelona como coordinador de la preparación física de las Secciones Profesionales del club. Es especialista en planificación deportiva, coaching deportivo, control emocional y motivación.
Apenas quedan cinco segundos. Ni siquiera ha silbado el árbitro el final del partido y la emoción se desborda mientras una locura colectiva se desplaza por la pista de juego, en todas direcciones. Acabamos de ganar la Champions League del 2005.
Estoy llorando y abrazando a mis ayudantes. La tensión da paso a la satisfacción mientras me dirijo a saludar al entrenador del equipo rival, a los árbitros y, literalmente, me arrojo sobre la piña de jugadores que se ha formado hace rato.
Un micrófono de la televisión me caza mientras estoy agradeciendo a los jugadores su sacrificio, su lucha y por haberme entregado un año de su vida. Han crecido. Su talento se ha disparado pero, por encima de todo, han puesto su corazón en todo lo que han hecho.
La complicidad dentro y fuera de la pista fueron las características principales de ese equipo. Aunque no arrancamos como favoritos en ninguna competición, nuestro deseo de crecer nos permitió acceder a momentos de rendimiento realmente extraordinario.
También tuvimos nuestros momentos bajos… De hecho, la competición no empezó nada bien. Perdimos los dos primeros partidos que jugamos en el extranjero (en Rumanía y Hungría) durante la primera liguilla de la Champions League. Incluso nuestra trayectoria en la liga regular española tuvo también sus altibajos. Pero la forma de encarar esas derrotas y lo que aprendimos en ellas fue, al final, lo que nos permitió acabar ganando la Champions League. Cada partido, una lección aprendida.
El crecimiento que mostró nuestro equipo durante los primeros diez meses de campeonato y la complicidad que se instaló dentro del vestuario fueron no solamente un ejemplo de excelencia deportiva, sino todo un ejemplo de cómo pueden romperse las barreras del rendimiento personal para fundirse en la sinergia multiplicadora del trabajo en equipo. Fue sin duda un equipo ejemplo de excelencia.
La búsqueda de la excelencia
La excelencia en el deporte no es algo fácil de conseguir. En realidad tiene más obstáculos de los que puedes encontrarte en otras muchas carreras profesionales. Suele creerse que porque ganan mucho dinero los jugadores tienen que ser máquinas perfectas, motivadas y a punto de todo. Y la realidad es que, simplemente, estos jugadores son personas como todos, con sus momentos altos y sus momentos bajos, que además están sometidos a muchas presiones y distracciones, que son sus dos grandes enemigos. Cuando eres famoso y tienes dinero, no es fácil centrarte exclusivamente en tu trabajo la mayor parte del día, pues todo tu entorno acaba reclamando tu atención y las distracciones se multiplican. Pocos son los que, en verdad, pueden hacer frente a ello correctamente. Ésos son los «superclase».
Recuerdo el caso de Roger, un jugador joven y prometedor de 18 años que empezó a entrenar con nuestro equipo profesional de balonmano. Apenas llevaba tres meses entrenando y viviendo prácticamente como un jugador profesional cuando un día se me acercó y me dijo:
–Xesco, ¿podemos hablar?
–¡Claro! –respondí yo–. ¿Qué te ocurre?
–Bueno, a mí nada, pero… –titubeó– mis amigos me hacen comentarios.
–¿Comentarios? –le pregunté–. ¿Comentarios sobre qué?
–Pues, por ejemplo, me dicen que el entrenador no es nadie para decirme a qué hora tengo que irme a dormir y que por el sueldo que gano no tengo por qué mostrarme tan disciplinado. Y claro, ellos son mis amigos…
–Hombre –le dije, intentando aparentar calma–, en parte tienen razón… Estoy de acuerdo en que el entrenador puede que no sea nadie para decirte a qué hora tienes que irte a dormir. Pero –y ahí exploté y alcé la voz– ¡es que ya tendría que salir de tu cabeza de alcornoque que si quieres ser jugador profesional a las doce de la noche tienes que irte a dormir! ¡Tienes que descansar porque al día siguiente tienes entrenamiento!
–Pero…–intentó contestar, aunque rápidamente lo corté.
–Mira, Roger, la disciplina nos da libertad.
–¿Qué? –me interrumpió incrédulo–. ¡Será al revés! La disciplina me quita libertad porque no puedo hacer lo que quiero…
–Lo que tú quieres, no. ¡Lo que quieren tus amigos! Si no tienes disciplina o, mejor dicho, autodisciplina, no eres libre de elegir quién quieres ser. Si no tenemos autodisciplina, no podemos elegir nuestro futuro y estamos siempre a merced de los demás.
«La disciplina nos da libertad»
La excelencia en el deporte sólo se consigue entregándote permanentemente al ciento por ciento y con un nivel de autoexigencia máximo. Eso significa cada día de tu vida, y no sólo en los partidos.
Estar motivado y entregarte al máximo en los partidos no es difícil. A todo el mundo le gusta jugar. Sin embargo, tener ese mismo deseo a la hora de prepararte, eso es lo que distingue a un buen jugador de un verdadero campeón. La motivación actúa como un multiplicador del rendimiento, y la calidad y mejora diaria del equipo es el otro factor de la multiplicación.
Todos los equipos y todos los deportistas tienen dos niveles entre los que discurre su rendimiento en el día a día.
Todos tienen su mejor día y todos tienen su peor día. Una de las mayores preocupaciones de los entrenadores es hacer que ese rendimiento sea lo más estable posible, es decir, que el peor día esté lo más cerca posible del mejor día. Evidentemente, esa igualdad debe buscarse haciendo ascender el nivel del peor día y no al revés. Pues bien, la clave para que eso suceda es simple. No es fácil en absoluto pero es simple. Cuando un jugador está cansado, estresado, presionado… y su rendimiento baja, éste baja hasta su nivel de esfuerzo basal, es decir, su nivel de esfuerzo mínimo a que está acostumbrado cada vez que se viste de corto. De la misma manera, sus pulsaciones bajan hasta un nivel –que no es cero– que depende de su estado de entrenamiento. El secreto entonces para alcanzar esa estabilidad reside en la dedicación, concentración y exigencia con que el jugador realiza cada una de las sesiones de entrenamiento. Ése es su hábito mínimo.
Por ello es imprescindible plantear un altísimo nivel de motivación y exigencia en cuanto a la actitud durante los entrenamientos. Ese hábito que se adquiere no cuando estás compitiendo, sino cuando te estás preparando, es tu colchón de salvación que te recoge cuando el día de la competición las cosas no salen bien. Si no tienes ese colchón, el batacazo puede ser tremendo.
Uno de mis mejores amigos, Pep, apareció un día por el entrenamiento. A pesar de que las sesiones eran a puerta cerrada para el público, siempre permitíamos a entrenadores o estudiantes de Educación Física que los presenciasen en silencio. Pep es entrenador de fútbol, así que a ningún jugador se le hizo extraña su presencia en la grada.
Una vez finalizada la sesión y cuando los jugadores ya habían abandonado la pista, me dirigí hacia él para que comentáramos lo que había observado. En cuanto le pregunté por el entrenamiento, me dijo:
–¡Vaya intensidad! Creo que los jugadores se dan más golpes en uno de vuestros entrenamientos que en muchos de los partidos en que los he visto.
–Sí, sí –le contesté sonriendo–. Tenemos un partido difícil el sábado y se nota que el equipo está por la faena.
–Sí. Pero la intensidad no es lo que más me ha llamado la atención –me dijo–. Lo realmente impresionante es el silencio.
–¿Cómo? –le pregunté.
–¡Nadie habla! La concentración en los ejercicios es absoluta. ¡Incluso puedes oír el ruido que hace la resina del balón cuando rueda por el parquet!
Ese ambiente de concentración, determinación y dureza mental era el que después reinaba en los partidos.
El acceso al estado de excelencia es muy sencillo. Para alcanzar la excelencia en tu ámbito tienes que trabajar todos y cada uno de los días dando el ciento por ciento de ti mismo en todas las situaciones hasta que ello se convierta en un hábito. Tienes que poner el listón arriba de todo y decir: «De aquí no voy a bajarlo, y voy a pasar por encima de él, cada día». Entrega absoluta y no plantarte jamás con cartas bajas. Hace falta enfocarse en lo más importante y no aceptar las múltiples distracciones con que somos bombardeados a diario.
A veces la excelencia no es suficiente
Con el viento a favor, la excelencia te permite estar siempre cerca de tus objetivos. Cuando partes con una situa- ción de ventaja, esforzarte al máximo de manera consistente te permite mantener un rendimiento estable, cercano a tu máximo. Y como de entrada eres mejor que los demás, rindes por encima de los demás.
Pero ¿qué ocurre cuando no eres el mejor?
Uno de los momentos estelares de cualquier edición de los Juegos Olímpicos es la final de los cien metros lisos. Las ocho personas mas rápidas del mundo se enfrentan en una carrera que apenas dura diez segundos ante los ojos de millones de espectadores.
Suena el disparo de salida y ocho máquinas perfectas salen lanzadas como balas en dirección a la meta. Apenas diez segundos después, el grupo se ha dividido en tres: un corredor eufórico, dos satisfechos y otros cinco que saben que los únicos que se acordarán de que estuvieron allí serán su familia y sus amigos. ¡Y eso que están entre las ocho personas más rápidas del planeta!
Todos ellos han entrenado al máximo durante años. Se han sacrificado y se han exigido dar su ciento por ciento en incontables ocasiones; sin embargo, todo el mérito se lo lleva uno. ¿Perplejidad? ¿Decepción? ¿Injusticia? Nada de todo eso, sencillamente es que a veces la excelencia no es suficiente.
«Ningún rendimiento por debajo del muy bueno es hoy recompensado»
La relación entre el rendimiento ofrecido y la recompensa obtenida ha cambiado en los últimos años. La competitividad se ha vuelto feroz. Hace unos años, en la Liga Asobal de Balonmano sólo se permitían tres o cuatro extranjeros por equipo. Ello obligaba a que la mayor parte de los jugadores de la liga fuesen nacionales. Los de mayor calidad formaban los equipo punteros, mientras que los demás se repartían en el resto de los equipos.
Los jugadores con menor rendimiento estaban en los equipos inferiores, de acuerdo con su calidad. Pero ahora no. Ahora están fuera. De manera parecida, hace algunos años, si tu rendimiento en el trabajo era bajo, tus ingresos eran también bajos. Ahora es cero. Ahora es casi seguro que estás en el paro.
Ningún rendimiento por debajo del muy bueno es hoy recompensado. Hoy en día, los clubes pueden traer muchos jugadores del extranjero y ello obliga a los nacionales a ser poco menos que excelentes si quieren estar en la máxima liga, ya que la mayoría de estos jugadores extranjeros son excelentes.
En los ámbitos altamente competitivos, la excelencia no es siempre suficiente para ser el primero. Si alguno de los participantes parte con ventaja (mayor presupuesto, mejores habilidades, mejor…) y rinde siempre a su máximo potencial, va a acabar primero. Optimizando todos sus recursos y entregándose en todos los momentos de la preparación, va a conseguir siempre un rendimiento muy cercano a su máximo y, como parte desde una posición de ventaja, los demás equipos tendrán que conformarse con mirarlo desde abajo.
Cuando la ley Bosman permitió el acceso a un número mucho mayor de jugadores europeos en los equipos españoles, yo estaba entrenando al equipo juvenil de balonmano del FC Barcelona.
Entre los jugadores que entrené durante ese proceso, estaba David, un joven portero con un gran talento y un gran futuro en ese momento.
Recuerdo que en uno de los viajes del equipo, un día que unos cuantos integrantes del equipo estábamos charlando sobre, precisamente, la cuestión de la «invasión» de jugadores extranjeros y cómo ello podía perjudicarlos en sus carreras deportivas.
–Ahora podrán fichar a más jugadores extranjeros y para nosotros será más difícil poder llegar a los equipos profesionales –dijo David con un cierto aire de preocupación, ya que su aspiración era jugar en la liga profesional española.
–Eso es cierto –dije yo–, pero no tenéis por qué tomarlo mal. Según cómo lo miréis, todavía saldréis ganando…
–¡Sí, hombre! –exclamaron todos a la vez–, ¡Los jugadores que van a venir a jugar a España serán los mejores de sus países!
–¿Cómo vamos a poder competir con ellos? –se preguntaban.
–Bien, es cierto que son buenos, pero entonces ¿qué es lo que queréis? –los desafié–. ¿Queréis un camino fácil para llegar a jugar en la liga profesional? ¿Y luego qué? ¿Ya está?
Ese grupo de jugadores era extraordinariamente competitivo. Yo sabía que lanzarles un reto supondría un estímulo mayor que el mejor de los razonamientos, así que proseguí:
–Fijaos. Va a ser más difícil, sí. Pero si lo tomáis como un reto… quiero decir que, en lugar de quejaros, lo que tenéis que hacer es luchar por no sólo llegar a los equipos profesionales, sino luchar por ser titulares. Y cuando lo seáis, luchar para llegar a la selección española, y cuando lleguéis a ella, luchar por ser titular en la selección. Si lucháis por ser mejores que ellos, no sólo los adelantaréis aquí en España, sino que cuando os enfrentéis a ellos en los torneos internacionales de selecciones, como seréis mejores que ellos, pues también les ganaréis.
Hoy, David lleva ganados, entre otros muchos títulos colectivos e individuales, cinco veces la Copa de Europa, una vez la Champions League y ocho la Liga Nacional; es el jugador que más partidos internacionales ha disputado de la historia con la selección española y ha conseguido dos medallas de bronce olímpicas y una medalla de oro en el campeonato del mundo del 2005.
Cuando te enfrentas a alguien y partes de una situación de desventaja, puedes hacer dos cosas: conformarte o no. Yo jamás me conformo.
Y para batirles conozco dos estrategias que suelen dar resultado. Una a corto plazo, en el momento del enfrentamiento, y otra, mucho mejor, a medio plazo.
La primera posibilidad pasa por hacer jugar mal al rival. Es decir, tienes que evitar que tu adversario juegue bien. No debes salir solamente al campo pensando en lo que tienes que hacer tú, sino también en lo que no debes permitir que el contrario haga. Tienes que anticiparte sistemáticamente a sus puntos fuertes y atacar sus puntos débiles. Tienes que conseguir que el contrario juegue mal, porque si no, como es mejor que tú, te ganará.
Pero mi estrategia favorita es la otra. El adversario es superior a ti al inicio de la temporada, pero ello no implica que debas aceptar eso mismo al final de la temporada. Hay todo un año por delante, y si dentro del trabajo incluimos objetivos que nos hagan mejorar, que aumenten nuestra calidad individual y colectiva como equipo, podemos conseguir que dentro de diez meses seamos mejores que ellos. El objetivo en este caso es romper nuestro nivel máximo y hacer que nuestro ciento por ciento actual no sea más que un pequeño porcentaje de nuestra capacidad de rendimiento futura.
Cuando te enfrentas a alguien, en principio mejor que tú y sabes que va a tener un rendimiento excelente tienes que romper una cosa. Tienes que romper el límite superior de tu rendimiento a través de tu crecimiento.
Romper el límite superior
Es posible que partamos de una situación de desventaja. Está bien. Puede incluso aceptarse, pero jamás debemos resignarnos a ella. Hay que luchar con todas nuestras armas, especialmente con la imaginación, que en estos casos es la más determinante.
Hay tres requisitos para romper las barreras de la excelencia. El primero es jugar con el corazón. Es decir, hacerle más caso al corazón, a lo que queremos, que a la cabeza, a lo que pensamos. Porque la cabeza procesa información y analiza; en cambio, el corazón alberga nuestros deseos más profundos, que son los que nos movilizan, los que nos hacen actuar. La cabeza nos hace ser lógicos y el corazón nos hace soñar.
«La cabeza nos hace ser lógicos y el corazón nos hace soñar»
En segundo lugar, tenemos que centrarnos en nuestros propósitos más profundos. Me explico: a veces pensamos en ganar más dinero, pero en realidad estamos hablando de un nivel muy superficial de propósito, porque seguramente queremos ganar dinero para comprarnos una casa, hacer un viaje… propósitos que se encuentran en un nivel más profundo que el de ganar dinero. Y si profundizamos un poco más, veremos que en realidad la casa nos interesa porque deseamos seguridad para nuestra familia, o que queremos viajar para sentir nuevas emociones, y estos últimos sí son deseos más profundos. Y conviene concentrarnos en este tipo de deseos porque son los que nos impulsan a actuar. El movimiento se crea por la emoción y cuanto mas profunda la emoción, más rápido el movimiento.
Y, en tercer lugar y por encima de todo, lo que hay que hacer es crecer. Debemos situar el rendimiento de nuestro mejor día más alto de lo que está ahora. Nuestro máximo nivel actual está determinado por nuestras capacidades actuales, que curiosamente constituyen obstáculos para supe- rar nuestro máximo nivel. Porque para llegar a ser un referente, en cualquier ámbito, no es suficiente llegar al máximo de nuestras capacidades, sino desarrollar nuevas.
En la vida es importante dejar un legado. Aunque decir esto pueda parecer un poco pretencioso, lo cierto es que dejamos un legado queramos o no. Nuestra vida es un modelo que imitar, o que evitar. Nuestra vida es un ejemplo, un modelo que inspirará a los demás, o un aviso de lo que no se quiere llegar a ser.
Y para ser un ejemplo inspirador hay que creer en lo imposible, en lo que ahora te parece imposible. Si tus circunstancias actuales son el punto de referencia para tomar tus decisiones o plantearte objetivos, limitas tus posibilidades y nunca serás más de lo que eres. No queda otra opción que creer en lo imposible y lanzarte al vacío, creer en lo que aún no tienes –porque de hecho aún no lo mereces– y atreverte a cambiar tus circunstancias. Para llegar a la excelencia hay que formarse, para traspasarla hay que transformarse.
Y ese paso de la excelencia a más allá de ella no suele estar tan lejos como creemos. A 99 grados el agua está muy caliente. A 100 grados cambia de estado. Sólo se necesita un grado más. En ese punto el cambio está muy cerca.
Hace unos años tuve el honor de ser invitado a dar unas clases de metodología del entrenamiento en un curso para directores de campos de golf, organizado por la University of Costal Caroline, de Carolina del Sur. Uno de los requisitos de entrada como alumno al curso era tener un altísimo nivel de golf. Afortunadamente, ya que apenas he golpeado unas decenas de veces esa pequeña pelota, ése no era un requisito para el profesorado. Y precisamente estaba comentando ese hecho un día en clase, cuando dije:
–Me parece admirable la precisión que llegáis a tener jugando al golf. Sois capaces de lanzar fuerte la pelota y además con una precisión increíble. Y lo hacéis de manera consistente. Realmente os admiro –confesé–, porque yo quizás conseguiría lanzar con esa potencia que tenéis, pero entre vuestra bola y la mía podría haber unos ciento cincuenta metros de diferencia.
El grupo irrumpió en una gran carcajada. Entonces, Mark, uno de los mejores jugadores de la clase, dijo:
–No te creas, Xesco. En realidad, entre tú y nosotros solamente hay unos milímetros de diferencia.
–¿Cómo? –le dije extrañado–. ¿Puedes explicarme cómo podría yo lanzar la pelota para que cayese tan sólo a unos centímetros de las vuestras?
–Fíjate en una cosa –explicó–. La diferencia real en el momento de golpear la pelota es de tan sólo unos milímetros –dijo juntando sus manos y ejecutando en el aire su swing–. Lo que ocurre es que unos milímetros de diferencia aquí, delante de tus pies, suponen una diferencia de diez grados en el ángulo de salida de la bola, que se transforman en cien metros allí abajo, al caer. Pero en realidad, para tener la misma precisión que nosotros, tan sólo tendrías que mejorar unos milímetros –y dibujó una gran sonrisa en su cara.
«A veces buscamos en el exterior una mejora que parece enorme y de un trabajo ingente, cuando, en realidad, todo lo que tenemos que hacer es cambiar tan sólo un poco, pero dentro de nosotros»
¡Menuda metáfora para la vida! A veces, buscamos en el exterior una mejora que parece enorme y de un trabajo ingente, cuando, en realidad, todo lo que tenemos que hacer nosotros es cambiar tan sólo un poco, pero dentro de nosotros mismos.
A veces, la excelencia (o incluso sobrepasarla) está más cerca de lo que creemos y tan sólo es necesario cambiar algunos de nuestros hábitos por otros. No es una acción puntual la que determina la victoria, no gana el partido el que marca el gol mas bonito, sino que es la suma de todas y cada una de las acciones desde que empieza hasta que acaba el partido lo que lo decide. La temporada jamás deviene un fracaso de repente, o por un mal partido. Más bien, caes en él después de repetir pequeños errores una y otra vez, sin corregirlos, a lo largo de demasiado tiempo. Y similarmente, el éxito se alcanza por la suma de pequeñas y sencillas acciones realizadas durante días, semanas, meses…
Extracto de la obra Jugar con el corazón. La excelencia no es suficiente. Plataforma Editorial, 2010