Algunas falacias de nuestro sistema educativo
septiembre 11, 2009Ricardo Moreno Castillo
Catedrático de Matemáticas en la enseñanza secundaria y profesor asociado de esta materia en la Universidad Complutense. Es también doctor en Filosofía y ha manifestado en libros y artículos su visión crítica sobre el sistema educativo vigente.
Catedrático de Matemáticas en la enseñanza secundaria y profesor asociado de esta materia en la Universidad Complutense. Es también doctor en Filosofía y ha manifestado en libros y artículos su visión crítica sobre el sistema educativo vigente.
Este artículo pretende ser una breve enumeración de algunas de las falacias del sistema educativo español.
La primera, que considera la educación un derecho, pero su conculcación no es considerada delito. Sería absurdo que un gobierno proclamara el derecho a la libertad sexual y no castigara la violación, se declarara partidario del derecho a la integridad física y no penalizara a quien maltratase a su pareja, se erigiera en campeón de la propiedad privada y no encarcelara a los ladrones. Pues bien, si unos alumnos boicotean una clase, impidiendo su normal desarrollo, o mejor dicho, violando el derecho del resto de sus compañeros a recibir una enseñanza de calidad, esos alumnos están más protegidos por la ley que los alumnos perjudicados. El pisotear el derecho a la educación no es constitutivo de delito. Luego ese pretendido derecho no es efectivo, sino papel mojado. Y que no se me diga, por favor, que se puede expulsar a un alumno durante una temporada: quien boicotea las clases no tiene el menor interés por permanecer en el instituto, de modo que su expulsión es un premio, no una sanción. Algo así como si en el antiguo servicio militar obligatorio se castigara el mal comportamiento con una semana de permiso. Ni el derecho a aprender de los chicos, ni el de los profesores a no sufrir el acoso de los más gamberros está protegido por la ley. No existe en nuestro país, dígase lo que se diga, el derecho a la educación.
La segunda falacia, muy relacionada con la primera, es la de la educación obligatoria. No es obligatorio respetar a los compañeros y profesores, no es obligatorio acatar unas normas que sí son obligatorias en cualquier lugar público, no es obligatorio estudiar, porque se puede pasar de un curso a otro con ocho asignaturas suspensas. Es un sistema de enseñanza obligatoria que no obliga, así de fácil. Proclama un derecho que no protege y unas obligaciones a las que nadie está obligado. Y esta situación fomenta además la desidia de muchos padres. En primer lugar, porque por muy mal que haya educado un padre a un niño, nunca se lo devolverán diciéndole que hasta que esté bien educado no lo vuelva a traer al instituto. El sistema no obliga a los padres a responsabilizarse. Responsabilizarse consiste en soportar las consecuencias de los propios errores, y las consecuencias del error cometido por los padres que no han sabido inculcar modales a sus hijos las sufren, en primer lugar y principalmente, los compañeros del hijo, que no pueden recibir una formación adecuada por culpa de las molestias que causa el niño mal educado. En segundo lugar, porque como por ley el niño tiene que estar escolarizado hasta los dieciséis años, cuando un profesor llama a los padres para hablar de la mala conducta del hijo, no es infrecuente que la respuesta consista en “tiene usted razón, pero qué quiere usted que yo le haga, yo también estoy deseando que deje de ir al instituto y aprenda un oficio, pero la ley no me autoriza a hacerlo. Entretanto, a usted le pagan por aguantarlo”.
La tercera falacia reside en mantener una educación obligatoria hasta los dieciséis con el pretexto de que antes nadie está en condiciones para decidir su futuro. Yo defiendo que si a partir de los doce años un niño quiere aprender un oficio para entrar cualificado en el mercado laboral, debe ser respetado y se le deben proporcionar los medios para aprender el oficio que elija. Los doce años puede parecer una edad demasiado temprana, pero la alternativa contraria es mucho peor. Si se empeña en no estudiar, no va a estudiar, y se malogrará mucho más que si que si le hubieran dejado aprender un oficio, como era su deseo. Y esto en el mejor de los casos. Lo más probable es que ponga en peligro el futuro académico y profesional de sus compañeros, molestándoles e impidiéndoles aprender. Y ésta es la tercera falacia: no se deja a un chico decidir libremente sobre su futuro, pero si sobre el de sus compañeros.
La cuarta falacia consiste en considerar que una enseñanza que alcanza a todos ha de bajar necesariamente de calidad. Antes estudiaban menos, y tocaba a más. Hoy estudian más, luego toca a menos. Pero si antes estudiaban menos no es porque lo que se exigía a los estudiantes estuviera fuera del alcance de un chico normal y corriente, era porque había pocos centros. Los alumnos de la enseñanza pública procedían en su mayoría de familias trabajadoras, lo cual demuestra que no eran inaccesibles a cualquiera que estuviese dispuesto a poner de su parte. ¿Admitiríamos que una democratización de la sanidad haya de bajar la calidad de las prestaciones? Es pues un dislate afirmar que una democratización de la enseñanza ha de llevar consigo necesariamente un descenso de la calidad. Y sobre este dislate pivota todo el sistema educativo en nuestro país.
La quinta falacia consiste, a mi manera de ver, en que se quieren resolver simultáneamente dos problemas que solo pueden ser abordados consecutivamente. La primera cuestión consiste, a mi juicio, en proporcionar a quien quiere estudiar el ambiente de trabajo y silencio que necesita para ello. La segunda, qué hacer con quien no quiere estudiar. Si la segunda se resuelve metiendo a la fuerza a los que no tienen el menor deseo de aprender al lado de los que sí lo tienen, se deja sin solución la primera. He puesto en alguna ocasión el ejemplo de las mujeres maltratadas. Todo el mundo está de acuerdo en que primero hay que proteger a la mujer maltratada y después rehabilitar al marido maltratador. Si una persona perjudica a otra, conculcando cualquier derecho, la persona perjudicada tiene derecho a ser protegida, antes de que el agresor sea rehabilitado. Y esto es lo que no entiende nuestro sistema educativo: si un alumno molesta a los otros, debe ser alejado del aula mientras no cambie de actitud, porque el derecho de quien quiere aprender ha de estar en primer lugar. Y si la agresividad o el mal comportamiento de un chico es debido a una patología, mientras dure la terapia y se dejen ver sus efectos beneficiosos, los demás estudiantes tienen derecho a ser protegidos y a no soportar malos comportamientos ni agresiones.
Artículo publicado en el Anuario de Andalucía del año 2007 y reproducido, un año más tarde, en el libro De la buena y la mala educación, Editorial Los libros del lince, 2008.