¡Ahora, innova! (Coraje y método para la innovación)

¡Ahora, innova! (Coraje y método para la innovación)

marzo 28, 2012 Desactivado Por inQualitas
Borja Baturone - Liberto Pereda
Borja Baturone, Honors Degree in Business Administration por la Universidad de Humberside / Lincoln (R.U.), licenciado en Gestión Comercial y Marketing por ESIC (Madrid), Executive Certificate in Strategy and Innovation por la MIT-Sloan (EE.UU.) y Executive MBA por el Instituto de Empresa (Madrid), es el Director de Innovación de Altran e introductor de las metodologías de Synectics en España, mediante las cuales ha colaborado en la innovación de grandes empresas e instituciones.

Liberto Pereda, diplomado en Ciencias Empresariales, máster en Gestión Gerencial, graduado en Liderazgo y Coaching por The Coaches Training Institute (San Rafael, EE.UU.) y especialista en transformación creativa (proceso que enfoca la mejora disruptiva, cambio de paradigmas y generación de oportunidades). Es socio fundador de la consultoría en transformación creativa Kanvio, especializada en Liderazgo 3.0, que tiene como misión hacer surgir el liderazgo colectivo de todo equipo humano.

Historias de innovación

No podemos resolver problemas usando el mismo tipo de pensamiento que usamos cuando los creamos.
Albert Einstein

Fresas con chocolate.
Julia. Emprendedora. Pontevedra. 38 años.

Al salir de la oficina del banco en la calle Michelena, Julia sentía una fuerte contradicción interna. Por un lado pensaba en tirar la toalla y abandonar. Por otro, sentía aún más ganas y fuerza que nunca. «A fin de cuentas he salido de otras peores», se dijo.

Desde que abandonó los estudios universitarios para emprender su negocio de moda, las cosas le habían ido muy bien. Fiel a sus principios y a la idea inicial de negocio, había conseguido un éxito razonable. En quince años había pasado de vender las prendas de su colección en algunas tiendas de poca monta a dirigir una pequeña cadena de prêt-à-porter de diseño con diez establecimientos en la provincia. Ahora, tras la negativa del banco, se veía obligada a aplazar los planes de expansión con los que pretendía recuperar el crecimiento del negocio. Algo había cambiado en los dos últimos años, pues las ventas parecían estancarse, a pesar de su plena dedicación. Julia sentía que la idea genial que le había permitido crecer desde cero, seguía siendo válida en la actualidad. Así se lo confirmaban los encargados de sus tiendas. «Al fin y al cabo, estamos en una época de crisis. Es normal que no crezcamos. Solo tenemos que aguantar el envite», pensó, tratando de consolarse.

Había quedado para comer con Ricardo, su esposo. Ya en el restaurante, al final del primer plato, Ricardo le dijo:

–Julia, creo que lo nuestro se acabó. Llevas tantos años entregada a tu trabajo, que ya ni te conozco. ¡Lo dejo! Ricardo se levantó y salió a la calle a fumar. En ese instante, ella seguía pensando en el negocio; ni siquiera había escuchado las palabras de su esposo. «¿Cómo puede ser? –se preguntaba una y otra vez–. Trabajo como una jabata, tengo un equipo brillante, tiendas en los mejores emplazamientos, buenos diseños, y sin embargo…» El regreso de su marido la hizo volver al aquí y ahora.

–¿Cómo puede ser Ricardo? –le dijo.

Él la miró, con ojos tristes, y le preguntó:

–¿Aún no te has dado cuenta? ¿Cómo es que no quieres verlo?

Julia volvió a sumirse en sus pensamientos: «¿Qué es lo que no veo? ¿De qué tengo que darme cuenta? El negocio tiene una base sólida y sana. No hemos necesitado endeudarnos hasta ahora. Se trata de la competencia desleal de las tiendas de los chinos. ¡Eso es!»

La llegada de los segundos platos la arrancó de su ensimismamiento. Miró a su esposo y entonces cayó en la cuenta. Vio por primera vez la tristeza en los ojos de Ricardo.

–¿Qué te pasa Ricardo? Perdona, pero es que he ido al banco y han vuelto a denegarme el préstamo. Estaba en lo mío.

–Ya lo sé Julia –respondió él–. Como siempre. ¡Me voy! Esta vez se levantó, tomó su cartera y se marchó.

Julia recordó en ese momento cómo comenzó su empresa. Ricardo, un joven diseñador en aquel entonces, compartió con ella sus diseños. Eran diferentes, frescos y atractivos, también algo atrevidos. Allí nacieron la idea de su negocio y su matrimonio. Su carácter emprendedor y su coraje le permitieron, con mucho trabajo, elaborar su primer catálogo y empezar a vender. Desde entonces, solo éxito. Ahora, la idea original y su esposo la abandonaban.

De nuevo, el camarero la sacó de sus cavilaciones:

–Sus fresas con chocolate, doña Julia.

Cogió la cucharilla y empezó a saborear su postre favorito. Primero una fresa, luego un poco de chocolate, luego otra fresa, luego… De súbito la asaltó un pensamiento: «Tal vez la idea original siga siendo válida, pero le falta algo. Un complemento, como el chocolate. Algo que la reavive y la relance. ¿Qué puede ser?».

Marcó en su móvil el número de su marido.

–Ricardo, creo que lo he entendido todo. Soy yo la responsable de cambiar las cosas, de cambiar nuestra situación. Quiero que me des una nueva oportunidad. Esta vez no te fallaré, te lo prometo. Soy responsable de nuestra situación, tanto en lo que atañe a nuestra relación como en lo referente al negocio, y vamos a salir juntos de esta. Te veo en casa. Sin añadir una palabra, ni esperar la réplica de Ricardo, colgó.

Conocía bien la «fresa» de su negocio, pero en absoluto el «chocolate». Se sentía mejor, aunque un poco angustiada. «Pero ¿cómo puedo encontrar el nuevo «chocolate» que necesita mi negocio?», se preguntaba.

«Si no sabes adónde vas, acabarás en otra parte.»
Laurence J. Peter

Noche sin luna.
Sandra. Directora general multinacional en España.
48 años.

–¡Mamá, mamá….mamaaaaá! Aquí una hija adolescente llamando a su madre ausente.

La voz de su hija sacó a Sandra de una nube tan espesa como el café que no paraba de remover.

–Perdóname, cariño. Hoy tengo reunión con los accionistas y estoy un poco ida.

–Pues es la primera vez que te veo así. ¡Anda que no habrás tenido tú reuniones de esas! Si siempre me dices que te los comes con patatas…

Sí, Sandra había tenido unas cuantas reuniones con sus accionistas. Ella era la directora general de la multinacional en la que trabajada desde hacía diez años. Pero la noche anterior había estado revisando las cuentas de la empresa y lo había visto todo muy negro.

Una noche en duermevela da para mucho. Ocho horas de silencio y oscuridad a solas con una almohada y el tictac de un reloj le hicieron plantearse más clara y crudamente la situación.

Los planes que estaba poniendo en marcha, basados en su experiencia, no parecían dar los resultados esperados. Estaban dando palos de ciego, sin alcanzar a ver a qué se enfrentaban…

¿Qué les ocurría?

«Las ventas caen, y la ratio de costes de la dirección comercial por ingresos se ha disparado. ¿Por qué nuestra red comercial no es eficiente? La fuerza de ventas está mucho más alineada que antes y cuenta con nuevos mecanismos de control. Además, llevamos tiempo haciendo inversiones en sistemas de CRM y control de ventas…»

En el departamento de marketing los product managers habían estado desarrollando y sofisticando cada vez más los productos con prestaciones con las que los clientes ni siquiera habían soñado. ¿Cómo era posible que no vendieran?

La almohada no le daba respuestas, y el edredón de pluma de oca pesaba como una losa. Se destapó y continuó con su recorrido frenético por la empresa:

«Mercado hay, o debe haber. Pero tampoco el director comercial parece entenderlo como antes: bolsas de clientes que no parecen ser target están comprando más de lo previsto; por el contrario, los clientes que deberían constituir nuestras principales fuentes de ingresos giran hacia otros productos sustitutivos. Pero ¿es que no se dan cuenta? ¡Si nuestros productos son mejores! Datos e información tenemos de sobra. Prácticamente nadamos en datos. Bueno, yo diría que nos ahogamos en ellos. Aclaran con precisión lo que ha pasado… pero cada vez me ayudan menos a tomar decisiones. Y para colmo, cada seis meses surge una nueva tecnología que seguramente podríamos incorporar a nuestros productos, pero siempre resulta demasiado arriesgado hacerlo sin asegurarse de que no puede dar problemas.

Cada vez que una tecnología está madura, hay alguien que se nos adelanta y la implementa con éxito. Así que tenemos que esperar al siguiente ciclo tecnológico. ¿Por qué no somos capaces de ser los primeros?»

Tictac, tictac, tictac. Las cuatro de la mañana de una noche sin luna, de color azul oscuro, una noche extraña… Sandra seguía sin pegar ojo, su cabeza bullía:

«Por si fuera poco, tenemos unos índices de rotación de personal brutales. Cuando me fijo en los jóvenes que llegan…

Tienen la cabeza llena de pájaros. Ni uno es capaz de aguantar la presión y el sacrificio que requiere nuestro negocio. ¡Menuda generación perdida! Claro, con esta rotación, la calidad y el trabajo están empeorando. Además, ya no los veo como antes: se han convertido en funcionarios, esperando con impaciencia a que lleguen las seis de la tarde para salir corriendo. No tienen ambiciones, no les interesa crecer profesionalmente, ni asumir más responsabilidades. Eso sí, para «jugar» en sus redes sociales y chatear sí que tienen tiempo.

Cada mes tengo que ordenar al director de tecnología que «cape» una nueva dirección o servicio web; el tráfico se dispara y nos quedamos sin ancho de banda para el trabajo serio, el de verdad… Al final, son como niños, pero las políticas de premios y castigos que llevamos desarrollando desde hace tanto tiempo no parecen relevantes para estos chicos… Hay algo en sus emociones que se nos escapa.»

Sintió un leve escalofrío y volvió a cubrirse de nuevo con el edredón.

«Llevo seis meses con un plan de recortes importante. Tuve que eliminar la unidad de Eduardo. Mira que era brillante ese muchacho, pero solo podría ofrecernos resultados a medio plazo.»

Tictac, tictac, tictac. El camión de la basura anunciaba la seis de la mañana.

«¡Vaya nochecita torera que me estoy pasando! Ni un kilo de maquillaje va a lograr disimularme las ojeras. Lo que me faltaba…»

Analizándolo en conjunto, Sandra trataba de dilucidar qué debía hacer, qué podía estar «flotando» en torno a todo aquello.

«El mundo de la empresa se ha vuelto del revés. Solo se me ocurre apretarnos el cinturón, encajar la mandíbula y luchar a brazo partido. Es lo que siempre hemos hecho en los malos momentos. Cuenta con tu gente, me dicen. ¡Pero si tienen pánico a proponer cualquier mejora! Están todos a la espera de que les digan lo que tienen que hacer; la iniciativa para solucionar cualquier problema es igual a cero.»

Y como sucede siempre en las noches sin luna, cuando la oscuridad total permite ver estrellas que normalmente están ocultas a nuestros ojos, Sandra atisbó algo. Era un simple destello, una leve intuición. Pero su efecto la hizo levantarse de la cama de un golpe.

¿Y si la clave, además de en los procesos, estuviera en las personas? Quizá si lograba dar un giro a la mentalidad reinante, la gente trabajaría más a gusto, y podrían sentirse inspirados para afrontar y resolver los problemas de forma diferente. Tal vez de ese modo conseguirían que se marchara menos gente. O todavía mejor, atraer el talento que necesitaban. Pero, para hacer todo esto, ¿por dónde debían empezar? Lo mismo ocurría con sus clientes. ¿Eran realmente insondables, o acaso no les entendían lo suficiente? Si conseguían comprenderles mejor, seguro que podrían adaptar sus productos y servicios para hacerlos más atractivos, o inventarse unos nuevos que pudieran tener más éxito.

Aquel día Sandra cambió su traje de chaqueta normalmente crudo o gris por un blazer rojo y un pantalón de mezclilla. En el espejo, veía ahí las ojeras, y bien gordas, pero en sus ojos algo brillaba… Mientras se miraba, continuaba con su diálogo interno:

«Está muy bien esto de lanzarme a la piscina y atreverme a cambiar las cosas, pero ¿cómo lo hacemos? A ver si va a ser peor el remedio que la enfermedad… Primero, no sé hacerlo. Segundo, si supiese, necesito la valentía y el apoyo necesarios para poder cambiar tantas cosas. Y tercero, en el caso de que estuviera convencida de cambiar todas esas cosas, que todavía no lo estoy, ¿cómo me meto en el bolsillo a los demás miembros del Consejo y a los accionistas para que lo apoyen? Pero Sandra, ¿qué cambios? Si todavía no sabes qué demonios tienes que hacer…»

Y mientras daba vueltas al café solo podía pensar en una cosa: no había duda de que, si seguían haciendo lo mismo, la empresa corría peligro. Una voz aguda y familiar la hizo aterrizar de nuevo en la cocina de su casa:

–¡Mamá, mamá… mamaaaaá!, aquí una hija adolescente, llamando a su madre ausente.


«Aquel que desee ver el arcoíris debe aprender a disfrutar de la lluvia.»
Paulo Coelho

No es solo café.
Eduardo. Director de unidad de negocio. Barcelona.
42 años.

Aquella mañana sería la última. No sentía resentimiento, solamente le preocupaba su equipo y lo que habían logrado durante aquellos años. Ahora que estaba a punto de dejar la empresa, sentía que todo iba a cambiar.

Habían trabajado muy duro. Había dedicado muchas horas a motivar al equipo, a inspirarles, con la idea de acabar a tiempo el plan de negocio para la división que dirigía.

Había tenido en cuenta todos los detalles: la competencia, las tendencias, la tecnología disponible, los recursos necesarios, la inversión precisa. Todo, absolutamente todo. El plan era perfecto; al menos él así lo creía.

El día de la presentación al consejo de administración, se sentía seguro y preparado. Llegó el momento. Se puso en pie para comenzar su presentación. En ese momento, Sandra, la directora general, lo interrumpió:

–Disculpa, Eduardo. Tengo que comunicarte una decisión que tomamos ayer en el consejo. Ya sabes, la crisis, la necesidad de priorizar los recursos… En fin, que hemos decidido vender tu división. Tenemos una buena oferta que no podemos rechazar. La venta se llevará a cabo en dos meses. Agradecemos el trabajo que tú y tu equipo habéis desarrollado. ¿Quién sabe?, tal vez los nuevos propietarios puedan aprovecharlo».

Eduardo se quedó paralizado, no comprendía nada. Sintió un nudo en el estómago. «¿Cómo puede ser?», se preguntó. Sandra añadió:

–Por otra parte, Eduardo, la nueva propietaria desea poner en tu puesto a una persona de confianza, alguien que trabaja con ellos desde hace años. Eduardo, te quedan dos meses en la empresa. Tal vez necesites distanciarte de la situación y comenzar a pensar en tu futuro. Ya sabes lo que dicen, hay que reinventarse continuamente.

Aquellas últimas palabras eran lo último que esperaba escuchar. Se encogió por dentro. Quería llorar, pero resistió el impulso. Sin decir palabra, recogió su portátil, su smartphone y sus papeles y abandonó la sala de reuniones.

Cuando entró en la oficina la mañana de la que iba a ser su última jornada, sintió de nuevo aquel encogimiento.

Aquellos dos meses habían pasado muy rápidamente. Tal vez en un intento de negar la situación, había trabajado más duro que nunca. Quería dejarlo todo en orden. Dio unas últimas instrucciones, que los demás recibieron con compasión. Había llegado el momento. «¿Cómo puede ser?», se repetía. Al salir, los miembros de su equipo lo abrazaron, y compartieron algunas lágrimas. Pocas.

Ahora, finalmente, se encontraba en la calle. Vio el Starbucks donde solía tomar su café preferido, el Caramel Macchiato, y se animó a repetir el ritual cotidiano.

–¡Hola Laura! –dijo, saludando a aquella joven dependiente que siempre tenía una sonrisa a punto para él–. «Caramel Macchiato, double shot, por favor».

Tomó su bebida y se sentó en el sofá verde del rincón. Mientras sorbía el café, observó de nuevo a Laura. «Siempre está sonriendo. Nunca la he visto de mal humor. ¿Cómo puede ser, con la clase de trabajo que tiene?» Comenzó a relajarse. Miraba distraído a su alrededor cuando un cartel le llamó la atención: IT’S NOT JUST COFFEE. IT’S STARBUCKS! Aquel mensaje estaba diciéndole algo. Se quedó pensativo. Entonces escuchó una voz en su interior:

«No soy simplemente un directivo. ¡Soy Eduardo!». Conocía bien sus fortalezas, su talento, su capacidad crea – tiva. Había algo más que el rol. Era en sí mismo una persona creativa, con ideas. «Si he podido lanzar tantos productos con éxito, ¿cómo no voy a ser capaz de lanzarme con éxito a mí mismo? Siempre he dependido de mí. ¡Eso es, dependo de mí!»

Su cara comenzó a cambiar, e incluso esbozó una sonrisa que respondió a la nueva sonrisa que Laura le ofrecía. «Necesito reinventarme, e innovar en mi vida. Quiero algo diferente, que me llene personalmente. ¡Voy a cambiar mi vida!» Se sentía muy fuerte, cada vez más, a medida que el coraje crecía en su interior.

«Pero ¿cómo puedo renovar mi vida?», se preguntó.


«Si tú no creas el cambio, el cambio te creará a ti.»
Anónimo

Si Bécquer levantara la cabeza.
Manuel. Alcalde de un pueblo de Madrid.

55 años.

Talán, talán, talán… Como cada mañana, la campana de la Iglesia de San Cosme sacaba a Manuel de ese nebuloso mundo de los sueños por el que no le gustaba demasiado deambular. Él prefería su realidad, esa que se repetía día a día y que se había estado repitiendo durante casi 30 años de su vida. Esa realidad que conocía al dedillo, que podía predecir con los ojos cerrados. Manuel era el alcalde de una pequeña localidad… bueno ya no tan pequeña, cerca de la capital.

Aquella mañana, Manuel sintió que esas campanas ya no tenían la misma cadencia, ni la misma intensidad. Algo estaba cambiando y las campanas, sus fieles despertadoras a lo largo de aquellos años, le estaban avisando.

Intentando refugiarse en los hábitos que tanta paz le habían dispensado hasta el momento, se dio una ducha rápida, se afeitó y se vistió; como siempre, camisa de cuadros, pantalón de pinzas, zapatos negros con cordones. En el bar de al lado del consistorio saludó a Isabel, que sin mediar palabra le sirvió lo de costumbre: café con leche y una tostada, muy tostada, con mantequilla y mermelada. Pero ni el café ni las tostadas le sabían como le habían sabido a lo largo de los años.

Manuel llevaba más de 25 años dedicado a la política. Varios alcaldes del pueblo habían pertenecido a su familia. Lo había mamado. Hasta ese momento, siempre había sabido llevar las riendas, conocía las reacciones de la gente, eran sus vecinos. Sabía cómo se movía el tejido empresarial, tenía claro a qué puertas de la Comunidad llamar para conseguir «la pasta». Era experto en gestionar las expectativas de la gente y satisfacerlas en un estado suficiente.

Pero aquella mañana de miércoles, cuando acababa de entrar en su despacho…

–Buenos días señor alcalde. Las redes sociales están que arden con el tema de los terrenos que el Ayuntamiento ha cedido para construir la central térmica. Se está creando una fuerte corriente de opinión en contra del Ayuntamiento. Exigen transparencia ¿Emitimos algún comunicado?

Manuel asintió con la cabeza, mientras se torturaba preguntándose quién narices habría inventado aquello de las redes sociales. Él, que hacía nada había aprendido a manejar el ordenador, ahora veía que en esos foros se encumbraba y se dilapidaba, se hacía y se deshacía. Tanta gente sin nombre, sin cara… Lo que antes se solucionaba hablando con tres vecinos en la plaza del pueblo, ahora se le iba de las manos. «Transparencia» era la palabra de moda. Nadie sabía lo complejo que era su trabajo, y además, al final él sería el responsable, la cabeza a quien pedirían responsabilidades. Así que ¿cómo iba a dejar que una masa de gente desconocida le dijera lo que tenía que hacer?

El sonido del teléfono sacó a Manuel de sus pensamientos…

–Buenos días, Manuel. Soy Eduardo, de Urbanismo. Resulta que ahora tenemos un problema serio con los del nuevo desarrollo. Exigen sus licencias de ocupación ya, y nosotros tenemos una pila de expedientes; no damos abasto. ¿Qué hacemos, Manuel? O contratamos a alguien o al final nos linchan. Y además, no nos cabe ni un expediente más en el despacho. ¿Has oído hablar de la gestión digital de los expedientes? ¿Tenemos dinero para implantarla? –Déjame que le dé una vuelta y luego te llamo– respondió Manuel.

Echó una mirada a la ventana del balcón consistorial, buscando sosiego en su iglesia, en su plaza, en sus árboles, en Sancho, el alguacil. Los que siempre habían estado ahí parecían, de momento, inmutables. Una pareja de africanos que entraba en el templo lo sumió de nuevo en inquietantes pensamientos. El municipio estaba cambiando de tal forma que daba vértigo. La población era cuatro veces mayor que hacía tan solo seis años. Por supuesto, la expansión urbanística debía traer riqueza… pero también había conllevado un aumento de la carga de trabajo que ya no sabía cómo gestionar. Además, antes conocía los nombres y apellidos de cada persona con que se cruzaba por la calle; ahora, no solo eran muchos más, sino que había infinidad de «tribus» muy distintas entre sí: los inmigrantes africanos, los del este, los de Sudamérica, los parados de la construcción, los ricos del pueblo, los del pueblo llano de toda la vida, los que habían llegado con la expansión urbanística…, gente que no solo no entendía el pueblo, sino que encima lo quería cambiar sin entenderlo.

«¿Por qué todo se mueve tan deprisa? ¿Por qué hay que cambiarlo todo? ¿Por qué…?»

Antes de que Manuel llegara a formularse la siguiente pregunta, Julia, la concejala de Hacienda, irrumpió en el despacho.

–Buenos días Manuel –le dijo, y se le acercó entre sigilosa y decidida; al instante le facilitó una información que convirtió el pellizco en su estómago en un agujero negro que empezaba a nublarle la mente–: Como sigamos a este ritmo de recaudación de impuestos, en seis meses no podremos pagar ni al personal del Ayuntamiento. Necesitamos agilizar los procesos, y la partida presupuestaria de mi concejalía está seca… ¿Manuel? ¡Manuel!, ¿me estás oyendo? ¿Qué es – tás mirando?

El alcalde oía su voz, pero no la escuchaba. Todos sus sentidos estaban puestos al otro lado de la ventana, en la antena telefónica que hacía muy poco habían instalado en el edificio de enfrente. Esa cuya instalación había puesto de uñas a los vecinos. Y allí, revoleteando alrededor de la antena, un montón de golondrinas, con sus cabecitas rojas y negras, construyendo nidos en la misma antena. ¡Hasta las golondrinas se habían vuelto locas y estaban cambiando su forma de anidar! ¿Qué estaba pasando? ¿Quizá se comportaban así porque algunos vecinos arrancaban sus nidos de los balcones y las pobres habían tenido que ingeniar nuevas soluciones para criar con más seguridad? «Si Bécquer levantara la cabeza…», se dijo. Pero algo tan aparentemente irrelevante como un nido de golondrinas hizo que los kilos y kilos de preguntas que aquella mañana le asaltaban y le ahogaban se convirtieran en una única interrogación. Ahora bien, era una interrogación descomunal, gigante, pesada y pegajosa… Pero al menos, solo era una. Tenía que hacer algo diferente, las soluciones de antes ya no le valían; debía de ser eso que llamaban innovación. Y esa era la pregunta que encerraba a las demás: «¿Cómo puedo yo innovar?».

Extracto de la obra ¡Ahora, innova! (Coraje y método para la innovación). Dobleerre Editorial , 2012

Si al leer estas historias te has sentido identificado con alguno de los cuatro personajes, Julia, Sandra, Eduardo y Manuel, te invitamos a descubrir el contenido del libro. Este es el índice:

Prólogo de Richard Harriman7
Prólogo de José Ramón Magarzo9
Café Saigón, 12 de Mayo de 2011Prólogo de los autores11
1. Historias de innovación19
2. ¿Qué es innovar y por qué es importante?33
3. ¿Qué mueve a las personas a innovar? Liderando la Innovación.61
4. ¿Por dónde empezar? El clima y la creatividad.95
5. ¿Cómo innovar? Los procesos de Innovación.167
6. ¿Cómo construir una organización más innovadora?181
7. El coraje de innovar. La innovación empieza en ti.205
8. Innovación para el mundo.227
Epílogo – Y ahora que lo sabes, ¡Ahora, innova!243
Bibliografía265
Agradecimientos271