La calidad del liderazgo

La calidad del liderazgo

agosto 10, 2011 Desactivado Por inQualitas
Manel Estiarte
Manel Estiarte ha formado parte de la élite del deporte mundial durante veinticuatro años y, como capitán de la selección española de waterpolo, ha participado en seis Juegos Olímpicos (Moscú, Los Ángeles, Seúl, Barcelona, Atlanta y Sidney). Durante siete años fue elegido el primer jugador del mundo, lo que le hizo merecedor, en 2001, del premio Príncipe de Asturias de los Deportes.

Preludio
Si a un niño como lo fui yo o cualquier deportista, le preguntas qué querrá hacer en la vida, te contestará:
«Quiero hacer deporte.»
Vale. Y qué más.
«Quiero ser el mejor.»
Y qué más.
«Quiero jugar con la selección.»
Un deseo más.
«Jugar unos Juegos Olímpicos.»
OK
«¿Puedo pedir más? Que los Juegos Olímpicos se celebren en mi casa, con mi gente.»
Así fue


¿Quién es un líder?
En mi carrera tuve compañeros de todas clases; algunos de ellos nunca destacaron por un protagonismo especial en un juego exquisito, pero cuando hablaban era maravilloso escucharles. Habitualmente eran los más silenciosos, los más reservados, aquellos por quienes aparentemente nadie daría un duro, los que menos parloteaban, pero cuando hablaban decían cosas realmente dirigidas al equipo, inteligentes, positivas… Esto es ser líder.
Líder también puede ser cualquiera de nosotros capaz de transmitir energía positiva al equipo. No sé hasta qué punto el líder está obligado a marcar más goles que los demás. El líder es aquél a quien el equipo escucha, es aquél que, cuando habla, no está pensando en sí mismo, sino en el equipo. El líder es quien, cuando juega, piensa en el bien del conjunto más que en el propio.
Resulta fácil decirlo, pero no tanto actuar como un líder. Mucha gente asume este papel artificialmente, mientras que el líder ha de actuar como tal por naturaleza. Le ha de salir de dentro. El líder es quien, por naturaleza, resulta positivo para el equipo, no quien se ha aprendido este papel y lo ejecuta de memoria.
Yo no era un líder. Yo animaba al equipo, quería más, empujaba arriba a los compañeros, pero lo único que por naturaleza y en el fondo pretendía era ganar yo, marcar yo los goles, salir yo en hombros, como quien dice. Yo era el típico gran jugador que quiere jugar siempre él, a quien, como es lógico, le importa ganar pero todavía más destacar; que se queda más feliz si juega personalmente bien que si gana el equipo. Mal, muy mal, muy mal.
«¡Equipo!»
Entonces, ¿qué aconteció? No hay un factor, un punto de inflexión, una conversión súbita, un día que te levantas y decides que vas a ser un compañero perfecto. Esto no existe; como siempre, se trata de procesos paulatinos, fruto de muy diversos factores incidentes; en este caso, y en concreto, uno de ellos sería la propia maduración deportiva. A medida que creces, vas comprendiendo lo que significa el deporte, aprendes el sentido profundo de la palabra «grupo», empiezas a comprender que las palabras «grupo», «entrega» y «comunicación», las vas asumiendo y dejando de lado las palabras «yo», otra vez «yo», y de nuevo «yo»… éste es el proceso de crecimiento que te da una visión más amplia del deporte.
La llegada de una serie de jugadores de una calidad extraordinaria, con un carácter distinto, con una arrogancia desconocida para nosotros entonces, me impactó inicialmente, pero ellos me enseñaron, tuve el privilegio de aprender de ellos. Aquellos chavales jóvenes –unos críos, en realidad–, que en 1988 llegaron de Madrid, a mí me enseñaron mucho. Éste pudo ser un factor de mi aprendizaje del liderazgo.
Mis compañeros sufrían lo mismo que yo y,
de este modo, aprendí a verme débil como ellos.
Otro factor pudo constituirlo también, en la selección, un entrenador yugoslavo extraordinariamente duro y severo que aterrizó entre nosotros (contra nosotros) en el año 1990 y con cuyos métodos todavía hoy estoy totalmente en contra. Este salvaje nos hizo sufrir física y mentalmente hasta el extremo de hacernos llorar de rabia. Con él aprendí a ver que mis compañeros sufrían lo mismo que yo y, de este modo, a verme hasta cierto punto débil como ellos. La palabra para esta situación no era «piedad» para con los compañeros de quienes yo era el capitán, sino «todos»: todos sufríamos lo mismo, todos pasábamos por las mismas.
Hasta entonces, el momento de jugar se había resumido, para mí, en: «Entrenamos, ganamos, he sido máximo goleador, enviadme balones, yo, yo, yo…», mientras que a partir de ahí se trataba de comprobar cómo andábamos todos sufriendo por culpa de aquel desalmado croata. «Hostia, cómo me ha hecho sufrir, ¿y tú?», «Coño, cómo nos ha jodido este cabrón», «Me estoy muriendo, Manel»… Y cada día sufriendo, cada día lo mismo. Por primera vez creo que comprendí el concepto «todos». Todos estábamos sufriendo, a todos nos mataba ese seleccionador.
En resumen, el crecimiento, la comprensión de la palabra «todos» a través del sufrimiento colectivo, y la incorporación del talento del grupo de Madrid recién incorporado a la selección provocaron en mí un proceso de cambio.
Y vean ustedes qué casualidad, aunque yo precisamente no creo en las casualidades en el deporte: hasta entonces, yo había quedado máximo goleador en innumerables ocasiones, por ahí andan estadísticas de todo tipo. Sin embargo, a partir de estos años de aprendizaje, sólo esporádicamente volví a quedar máximo goleador y, en cambio, el equipo empezó a ganar muchos títulos.
¿Qué significa esto? Sin duda, que mi juego individual descendió en intensidad goleadora, pero creció en capacidad de entrega al equipo.
Mis compañeros lo notaron. Esos compañeros, que antes lo eran todo para Manel, para que Manel marcara y los llevara a la victoria, ahora luchaban mucho más por mí. Se me había entregado mucho, ahora más; me habían respetado mucho, ahora más; ahora me querían. Yo era uno más, pero ellos daban la cara por mí.
Me habían dado mucho, me habían respetado mucho, pero ahora lo hacían más porque ahora me querían.
Tengo un par de episodios paralelos a los de mi infancia: yo siempre fui pequeño físicamente y rápido, y si en mis primeros años los contrarios me calentaban, ahora lo seguían haciendo; los defensas me sacudían siempre, de todos los partidos salía escaldado…, pero sólo: era una batalla mía contra los defensas contrarios. Yo nunca pedía ayuda a mis compañeros, y mis compañeros iban también a su aire, a sus propias guerras, a por su mundo, a por su contrincante.
Cuando realicé este proceso, hubo dos jugadores –siempre esos de Madrid, inefables, sobre todo Iván Moro– que cortaron de raíz aquellas situaciones. Me aconteció con ellos lo mismo que con mi hermano y el gigantesco agresor brutal en la Barceloneta: si me daban porque tocaba, no se inmutaban –«Manel, espabila»–, pero si el tema se salía de madre, siempre había uno de ellos que metía en cintura a quien fuera. Si yo en la media parte decía: «Jo, este c…, cómo me está poniendo», Iván no levantaba la voz, no decía ni pío, sólo miraba, se quedaba quieto… Pero se podía apostar a que durante la continuación del partido, el contrario señalado quedaría bien servido y se le quitarían las ganas de seguir agrediendo.
Una cosa es ser un «figura» y otra, un líder. El líder sirve al equipo, mientras que el «figura» se sirve de él.
El mensaje no tiene ningún misterio y es éste: mientras fui un jugador que sólo cultivaba su ego, me encontraba solo en el agua, ganaba o perdía partidos, era muy bueno y los periódicos, confundiendo los conceptos, decían de mí que era el «líder». Qué pena… Qué gusto, en cambio, cuando yo no metía tantos goles, sino que jugaba para el equipo, me entregaba en defensa, cosa que nunca en la vida había hecho. Fue entonces cuando mis compañeros empezaron a liarse a bofetones por mí con quien fuera; qué gusto entonces salir del agua y ver venir a Iván riéndose: «¿Has visto cómo tiene la ceja aquel «amigo» tuyo?», y contemplar al húngaro pertinente con la cara partida… Qué gusto, ganar y perder partidos todos juntos en vez de hacerlo solo.
Hoy me toca pedir disculpas a mis compañeros por los tiempos anteriores a mi proceso de cambio. Y lo hago; me arrepiento de no haberles dado, en todos aquellos años, el mejor Manel Estiarte, en vez del Manel Estiarte que metía muchos goles por ellos. Les di muchas victorias, y también derrotas, pero les negué el Manel Estiarte generoso, entregado que pudiera haber sido y no fui.
Si pudiera ahora dar marcha atrás, si pudiera darles ahora, después de Barcelona 92 y todo lo que había de suceder, lo que ahora era en vez de lo que fui antes… Ciertamente esto no significa que yo hubiese sido malo o rastrero, no; era un buen compañero, pero era el capitán (yo siempre he sido el capitán, como quien dice), el capitán que mandaba, que decía «para aquí» o «para allá», «para mí, para mí», aunque mantenía que todos éramos iguales, que por disciplina un capitán ha de poner orden, pero sólo esto: ha de ser un capitán ordenador.
Pero el líder, lo que se entiende por «el líder», eso lo éramos todos: yo en mi papel, aportaba lo que aportaba; otro, en el equipo, con su carácter tal o cual aportaba lo que sabía y podía; otro, algún tipo de agresividad…
¿Con cuántos jugadores habré compartido equipo –clubs, selección absoluta– desde los años ochenta hasta 1991, cuando se produjo en mí este proceso de cambio? Qué sé yo, más de trescientos o cuatrocientos. A todos les digo de buena gana: «Sé que tenéis buenos recuerdos de mí, sé que decís que yo era muy bueno, pero cómo me arrepiento de no haber sido mejor para vosotros. Porque más tarde sí fui un poco mejor, no mucho, pero sí un poco».
Los matices del «Muy bien, Manel»
Porque más tarde, entre 1989 y 1991, aprendí a aportar humildad, entrega, espíritu colectivo…
En qué momento se produjo este cambio es imposible de decir: más bien fue un proceso en el que intervino la incorporación de los jugadores de Madrid, la actuación de aquel entrenador y también, por supuesto, la maduración personal. A estas alturas yo ya tenía veintiocho o veintinueve años, una edad absolutamente madura para un deportista. Yo atribuyo mi cambio a estos tres factores.
Que tampoco es un proceso del que eres muy consciente mientras se produce. No es algo que suceda de la noche a la mañana. No te das cuenta, van pasando los partidos, va pasando el tiempo, adviertes que juegas más en defensa, oyes a tu compañero diciéndote: «Muy bien, Manel»; a ver, antes, mis compañeros me decían «muy bien» cuando metía un gol, cuando la cosa se ceñía a «dadme la pelota» y gol. Pero ahora empezaban también a decírmelo además cuando ayudaba en defensa, ¡qué gusto! No lo había hecho nunca. Robaba una pelota en defensa, acudía en ayuda del defensa y éste pensaba: «Coño, que Manel Estiarte se sacrifique y baje hasta aquí…», lo cual terminaba en un «Muy bien, Manel».
Era un gran jugador, un grandísimo jugador, pero me faltaba la excelencia: el altruismo.
¡Qué gusto, qué buen sabor, qué diferencia entre el «Muy bien» dedicado al niño bonito que nos resuelve el partido, al «Muy bien» que significa: «Gracias por dejarte la piel por nosotros, por el equipo! Muy bien».
Por tanto, había dejado atrás a lo que los periodistas llamaban erróneamente «líder»: desde el principio lo habían dicho, pero nunca lo había sido. Quizá fui un buen jugador de equipo, seguro que fui un buen jugador, pero no un gran jugador. Me faltaba la humildad necesaria para conocer –y reconocer– lo que es un equipo. Y finalmente, tampoco puedo decir que yo fuera un gran jugador, sino que todos éramos un gran jugador.
Cómo es un gran equipo
Por supuesto, yo llevaba muchos años en la selección, muchos más años que cualquier otro componente del equipo, y por tanto era un referente para todos ellos, aportaba mucho de lo positivo que tenía el equipo… No había sido tan mal «líder», pero es que ahora comprendo cuánto más podía haber aportado desde mucho tiempo antes.
En 1992 este proceso estaba concluido, para entonces todos los miembros del equipo ya formábamos una piña indestructible y éramos un equipo excepcional, lo que quiere decir que lo teníamos todo: calidad, entrega, motivación, capacidad de equipo. Si no hubiera sido así, no hubiésemos llegado a la final, nos hubiésemos quedado en la cuneta de los lugares quinto o sexto, séptimo, octavo… o incluso tercero si por casualidad hubiese sonado la flauta.
Pero haber llegado a una final de unos campeonatos del mundo, o al de una competición olímpica, significaba que aquel equipo era de grandísimos jugadores. Por su propio carácter, cada uno podía ser como fuera, cada uno acarreaba sus valores y su propio historial como podía, pero éramos grandísimos jugadores; si no, no hubiésemos llegado.
Así, pues, yo no fui un líder durante la mayor parte de mi vida deportiva, sino un gran individualista que en vez de pensar que me debía el equipo, pensaba que era el equipo quien se debía a mí.
Pero qué suerte tuve –gracias a mi maduración personal, al equipo y al Destino–, de poder disfrutar de esta conciencia del liderazgo durante los diez últimos años de mi carrera.
En Italia las cosas habían sucedido de un modo paralelo; tenía al Pescara rendido a mis pies, pero mi modo de jugar había sido siempre el de yo-yo-yo. En otras circunstancias, ciertamente, porque en Italia el waterpolo era mucho menos libre que en España, era profesional, tenía un reglamento con muchas normas muy precisas, la alimentación, la imagen, todos de uniforme, puntualidad por encima de todo… Entré en el mecanismo de la profesionalización, Italia me aportó la profesionalidad. Debía comer determinadas cosas y abstenerme de otras, tenía un segundo entrenador y un tercero, un preparador físico…
Todo esto llegó también a España, pero mucho más tarde. En mi tiempo tu entrenador tenía que componérselas como pudiera y desempeñar todos esos papeles a la vez.
En resumen, había estado muy equivocado y tuve la suerte no tanto de aprender –que también–, sino sobre todo de ser capaz de asumir en algún momento impreciso que el liderazgo consistía, ante todo, en la completa compenetración del capitán con su equipo.
Tobajas, Cillero y otros mil
He tenido tantos y tantos compañeros… y, de alguna manera, todos han formado parte de mi vida. Con algunos jugué menos; menos significa que en algún club estuve un año solamente, mientras que en otros permanecí cinco o diez años… Entre el Club de Natació Manresa; el Club Natació Barcelona; el Club Natació Catalunya, al que volví en 1991 antes de la Olimpíada y del que conservo un gran recuerdo, entre otras cosas porque ganamos la Liga, la Recopa de Europa y la Supercopa en un año extraordinario… Entre unos y otros, pues, tantos, tantos compañeros de los que tanto aprendes.
Más de mil compañeros cuyas vidas se han cruzado con la mía durante años y años. Tantos cuyo nombre recuerdo y tantos otros que para mí son como Tobajas, son «mis Tobajas».
Con Tobajas sólo fuimos compañeros durante un año, el último de mi carrera en el Club Natació Barceloneta; era un chico que waterpolísticamente hablando no disponía de muchas facultades porque físicamente no era muy fuerte, era un reserva y jugaba muy poco.
Pero se levantaba cada día a las cuatro y media de la madrugada para ayudar a su padre a poner a punto un negocio de muebles; venía directamente del trabajo al club, cuando nosotros nos habíamos levantado a las diez para estar a las once en el entrenamiento; entrenaba como nosotros poniendo todo su esfuerzo físico; por el waterpolo tenía la misma ilusión o más que nosotros…
Ya estoy utilizando palabras equivocadas otra vez: ya he caído de nuevo en la vanidad de excluir a mi esforzado, sacrificado, compañero del «nosotros», de los «grandes», de los «buenos».
Y sin embargo, su vida era el waterpolo, como la mía; se entregaba a él absolutamente, entrenaba mañana y tarde, y entre horas no se iba a hacer la siesta como «nosotros», sino que se iba de nuevo a trabajar con su padre. Una persona extraordinaria. Nunca, nunca le escuché una queja, aunque obviamente quería jugar más; él quería jugar como yo y conseguía a lo sumo tres minutos cada tres o cuatro partidos… Y sin embargo, siempre actuaba en positivo, siempre animaba al equipo, siempre: «Va, que podemos, ganar», «Va, que somos los mejores». Hubiera sido hasta cierto punto lógico que, ya que no jugaba, se quedara callado, más bien pasivo, ¿qué podía darle el club a él, que, además, era del barrio, un chico de la Barceloneta? ¿Dos pesetas?
Era un ejemplo para todos nosotros.
Me acuerdo de Tobajas porque, estando en el último año de mi carrera, yo ya había aprendido a saborear estas cosas. Ya era capaz de admirar a Tobajas como un ejemplo, de decírselo, de escribírselo.
Antes hubiera sido distinto; muchos años antes todo se hubiera limitado a contemplarme a mí como a un «líder» que necesita de los demás para serlo y por tanto necesita sobre todo a los «buenos», con quienes crea un círculo de comunicación cerrado y más cercano; pero a los demás… a los que están más allá de esa cerca, qué queréis que os diga. Tampoco voy a exponer las cosas como no son, yo nunca he mirado a los demás de arriba abajo, no soy así, no fui educado así (¡la que se hubiera armado en casa si me lo hubiera permitido!), pero probablemente yo dedicaba al waterpolo menos tiempo de mi vida que mis Tobajas.
Más adelante hablaré de otro Tobajas: Cillero, mi sacrificado compañero de pre-selección en Andorra, a quien abandoné en plena carrera monte arriba, bajo la disciplina salvaje de un entrenador croata que le destrozaba las rodillas.
Como con Tobajas y Cillero, me he encontrado a muchísimos a lo largo de los años, compañeros míos que contribuían como el que más a la buena marcha del equipo. A todos ellos, todos les debemos nuestro agradecimiento, porque ellos constituyen el valor del deporte. A sabiendas de que nunca llegarán a una selección, de que nunca saborearán una victoria olímpica, aman este deporte igual o más que los «estrellas», se sacrifican igual o más que ellos, se dedican igual o más.
Un equipo no está completo si el líder sólo cuenta con los «cracks». Sin los humildes, no llega a ninguna parte.
A todos los Tobajas, a todos los Cilleros, a todos los compañeros que he tenido durante mi larga carrera deportiva y que no eran, entre comillas, «titulares» o «cracks» o «famosos», a cada uno de ellos les debo todo el agradecimiento porque sin ellos, sin ellos, yo tampoco hubiera llegado a ninguna parte. Sin ellos, nuestros equipos nunca hubieran estado al completo. Sin ellos, no hubiera sido posible entrenar cada día, hubiera existido un vacío en el equipo.
¡Qué lástima que no supe apreciar a todos los Tobajas desde el primer día! ¡Cuánto tiempo perdí cuando me consideraba un líder y me encerraba en mi mundo y en lo que me rodeaba en primer término! ¿Qué era para mí, entonces, un masajista sino alguien que existía exclusivamente para que yo estuviera en forma? ¿Yo iba a dar los buenos días al chico que estaba pasando el aspirador por el fondo de la piscina?
A ver, no soy, nunca fui, un maleducado (mis padres primero no me lo hubieran permitido, y yo tampoco, después), pero carecía de esa sensibilidad, de esa cercanía; no me daba cuenta, no daba valor a todas las personas de alrededor.
Cuando no eres un líder auténtico, por muy alto que te encuentres eres incapaz de apreciar eso que tienes alrededor y que sin embargo es imprescindible para que tú te puedas mantener arriba: esa persona que por la mañana te acondiciona la piscina, coloca las corcheras, las porterías…, el recepcionista…, la gente del día a día…: todo ese mundo que finalmente resulta gris, porque trabaja en la penumbra para que tú puedas recibir en toda su intensidad la luz de los focos.
Pero qué suerte tuve cuando, al madurar como persona, fui capaz de comprenderlo durante los últimos siete o diez años de mi carrera.
Qué bendición, entonces, el disfrute de esas personas pudiendo admirar su categoría humana y waterpolística, porque –lo supiera yo o no, lo apreciara o no mis compañeros eran jugadores de verdad como yo, personas como yo, gente que como yo lo intentaba todo de corazón y con toda la fuerza de su inteligencia y toda la medida de su condición física.
Cuando no eres un líder auténtico, eres incapaz de apreciar eso que tienes alrededor y resulta imprescindible para que tú te puedas mantener arriba.
Entonces alcancé la felicidad en el mundo del deporte.
Y me imagino que esto mismo se puede aplicar al conjunto de la vida en general, a la familia, a la empresa, a la política.
Esto es vida completa. Disfrute de la vida.
Ciertamente, habrá días en que uno no podrá ser la persona más atenta, amable y respetuosa del mundo porque hay momentos verdaderamente difíciles, pero lo importante es que uno haya aprendido a valorar el esfuerzo, el trabajo, los valores de todas las personas, no sólo de aquéllas a quienes a su modo de ver necesita.
En resumen, sólo con el tiempo, la reflexión y la maduración, gané la capacidad de mirar alrededor y así pasé de ser una «figura» deportiva, a un líder de un equipo. Por desgracia, hay personas que no se han concedido la oportunidad de realizar este proceso.
La verdad es que yo era muy bueno deportivamente, «cuando Dios hizo el waterpolo, pensó en mí», pero una cosa son los talentos naturales y otra la capacidad de caer en la cuenta de otras cosas que sobrepasan los límites del talento mismo y de los propios intereses. Por esto hay personas que, teniendo talento, lo han perdido por el camino o nunca le dieron la importancia debida, y así se morirán tan panchos desconociendo que existen otros mundos más allá de los límites en que han vivido encerrados.
Otros se habrán dado cuenta tarde.
O en medio, como en mi caso, y entonces te lamentas por no haberlo conocido antes, pero agradeces íntimamente el hecho de que finalmente hayas sido capaz de abrir los ojos.
Y entonces te sientes más completo, ves la vida de un modo diferente, te encuentras con mejor cuerpo, eres capaz de realizar el esfuerzo necesario, y lo que más deseas es que muchos caigan en la cuenta de lo mismo tan pronto como sea posible porque así disfrutarán mucho más de la vida y, cuando vuelvan la vista atrás, verán que su tarea en este mundo ha sido mucho mejor.
Cruyff y el control de la presión
Nací en una familia culé y en 1973 mi ídolo futbolístico era Johann Cruyff, un jugador holandés del que se decía que era muy bueno –alucinante para mí ya entonces– y al que acababa de fichar el Barça. El día de su llegada a Barcelona coincidió con mi regreso de una competición infantil europea, de modo que, en el aeropuerto, mi madre, mientras esperaba la llegada de mi avión, pudo contemplar la cara de susto de aquella joven estrella entre el enjambre de periodistas que le acosaban.
En la Holanda de Cruyff existe una población, Amersfoort, en la que el waterpolo es objeto de culto hasta el punto de haber dado importantes jugadores de este deporte.
Cuando en 1981 yo jugaba en el Club Natació Barcelona y habíamos ganado el campeonato de Europa, recibimos la invitación de acudir al torneo de Amersfoort, y allí fuimos.
En el vestuario de ese campo, recibimos la visita de los espónsores del campeonato… entre los cuales ¡se encontraba mi adorado Johann Cruyff en persona! Me saludó y le di la mano mientras me temblaban las piernas (debo confesar que todavía me tiemblan siempre que hablo con él –cosa que ahora me sucede a menudo– porque para mí sigue siendo ese genio sin límites que te impone respeto y emoción). A continuación, fuimos al partido.
La «tribuna» de los VIPS del campeonato consistía en una hilera de sillas plegables de madera colocadas a un palmo del borde de la piscina.
Cruyff estaba allí. El mejor jugador de fútbol del mundo; mi meta ideal a copiar en waterpolo, me estaba contemplando. Yo llevaba tiempo intentando ser en el waterpolo lo que Cruyff en el fútbol; aprendía de sus intuiciones, imitaba sus cambios de ritmo y de posición, grababa en mi memoria todas sus genialidades.
Pues bien, aquella tarde quise demostrarle con mi juego cómo le admiraba, quería que él se viera en mí, o viera en mí un reflejo de su propia imagen. Me propuse e intenté con todas mis fuerzas que él viera en mí «el Cruyff del waterpolo».
Puse demasiado empeño.
No me entró ni un gol, no terminé ni una buena jugada, estuve metiendo la pata constantemente. Este partido lo tengo en la lista de mis tres peores intervenciones en mi vida de waterpolista.
Todo un partido a un palmo de distancia de un personaje como él y no logré mostrarle nada…
La misma presión que te puede llevar a conseguir un campeonato internacional, te puede bloquear y dejarte en ridículo en medio de una piscina. El arte de dominar la presión requiere tiempo y templanza, madurez y conocimiento de los propios límites.
Y por más que se den todas estas condiciones, el líder nunca será inmune frente a sí mismo, a esa intimidad propia que cualquier día podrá jugarle una mala pasada si no le encuentra preparado y atento.
Extracto de la obra Todos mis hermanos. Plataforma Editorial, 2009, 2ª edición