Innovar o desaparecer. José Enebral
marzo 3, 2011José Enebral Fernández es ingeniero técnico en Electrónica Industrial por la Universidad Politécnica de Madrid y ha seguido estudios en ESIC, Euroforum, Fycsa y Fundación Confemetal. Ha trabajado en Internacional Telephone & Telegraph (ITT); y es socio de Aefol (e-learning) y Aecop (coaching), consultor senior de Nordkom y profesor de la escuela de negocios EUDE. Como consultor de formación es ponente habitual en foros universitarios sobre la materia (IIR, Online Educa, Virtual Educa, etc.) e imparte conferencias en España e Hispanoamérica. Colabora habitualmente en revistas como Nueva Empresa, Capital Humano, Revista de Comunicación, Dirigir Personas (AEDIPE), Learning Review (Argentina), Training & Development Digest, Dirección y Progreso (APD), Visión Humana (Panamá) y Cambio Financiero.
A menudo parece identificarse la innovación con la incorporación del avance tecnológico en las organizaciones, y sin duda la tecnología nos ofrece nuevas y valiosas posibilidades continuamente, que hemos de aprovechar; pero también hemos de recordar que no toda la tecnología es TIC (o sea, informática y telecomunicación), ni toda la innovación necesaria es tecnológica. Numerosos casos de innovación impactante en la marcha de las empresas y en la sociedad, se han producido al margen del sector TIC, y aun al margen de lo que entendemos por I+D.
Ya en el escenario finisecular, leíamos en la revista Fortune: “La innovación es la característica singular que engrandece a las mejores compañías. Las compañías que saben cómo innovar no necesariamente invierten grandes sumas en investigación y desarrollo; en vez de ello, cultivan un nuevo estilo corporativo de conducta que admite nuevas ideas, cambios, riesgos e incluso errores”. De que no toda la innovación viene del binomio I+D, tenemos ejemplos en diferentes sectores. Empresas como Inditex-Zara, Ritz-Carlton, Ikea, y tantas menos conocidas, como, por ejemplo, Pinturas Andalucía, vienen además a subrayar la importancia del capital humano (inteligencia, creatividad, compromiso…) en la innovación y la competitividad.
Podemos hablar, en efecto, de novedades específicas de impacto en la sociedad, a las que los más mayores hemos asistido, tales como la compra con carrito o los restaurantes de comida rápida, al margen de la tecnología. Incluso en algunas grandes novedades basadas en la electrónica, como el Walkman de Sony de hace más de treinta años, no hubo propiamente I+D, sino, al parecer, mera casualidad en conjunción con la legendaria intuición de Masaru Ibuka, quizá uno de los empresarios que más abiertamente ha reconocido el papel de la intuición genuina (como también lo ha hecho Bill Gates, o, sin ir tan lejos, Rosalía Mera).
Resultando inexcusable la investigación y el desarrollo de nuevos productos/servicios, no se reduce empero la innovación a sectores como las TIC, los laboratorios farmacéuticos, la energía, el transporte, la alta cocina… Todos los sectores pueden y deben innovar. Además, la innovación no se ha de quedar en los productos o servicios ofrecidos, y parece oportuno recordar las áreas de innovación que enfocan los expertos, incluido Vadim Kotelnikov:
- Los productos y servicios ofrecidos.
- Los procesos funcionales.
- Las relaciones con los clientes.
- La gestión de la propia innovación.
- El sistema de aseguramiento de la calidad.
- El sistema de dirección o gestión empresarial.
- Las técnicas de producción.
- La gestión de la información y el conocimiento.
- La cultura organizacional.
- El aprovechamiento del capital humano.
De modo que, sin perjuicio de impulsar y aprovechar el avance técnico —es decir, de la postulada I+D+I—, las empresas, tanto en la crisis económica como en la bonanza, han de perseguir todo aquello que mejore su productividad y competitividad, y contemplar la innovación no como sucesos periódicos, sino como un proceso continuo de autocuestionamiento. Dicho de otro modo, en la era del conocimiento, este ha de servirnos no solo para el desempeño profesional cotidiano sino, asimismo, para generar nuevo conocimiento; para aprender lo que aún no sabe nadie, para explorar y descubrir, para extender las fronteras de los campos del saber.
Como decía John S. Rydz, las empresas, más allá de gestionar la innovación, han de “cultivarla”; más allá de gestionar los recursos humanos, han de “catalizar” la expresión del capital humano. Rydz no era un teórico de la innovación empresarial; como ejecutivo o consejero, había pasado por empresas como RCA, Singer, Diebold o Emhart, y nos dejó sus experiencias y conclusiones.
Otros ejecutivos nos han dejado sus experiencias y diversos autores nos han ofrecido sus estudios y sus reflexiones; pero de Rydz recuerdo su empeño en identificar la innovación como un “salto cuántico”, frente al concepto de “mejora continua”. Igualmente cabe, por cierto, recordar que ya Genrich Altshuller distinguía hasta cinco niveles en el grado de innovación (solución creativa de problemas). En verdad podemos aprender mucho sobre innovación si nos documentamos debidamente.
Insistamos en ello: innovar sería dar un salto cuántico; algo más que materializar la mejora continua, o incorporar nuevas tecnologías y prácticas emergentes. Apuntaría a métodos, productos y servicios, pero no sólo a eso. Se asociaría a la creatividad, pero llegaría más lejos. Podría exigir la existencia de áreas formales de I+D, o simplemente una cultura ad hoc que catalizara la expresión del capital humano. La innovación constituiría más un proceso que un suceso, pero cada iniciativa habría de analizarse con perspectiva sistémica y amplitud de miras, enfocando bien las expectativas y necesidades de clientes/usuarios tradicionales y potenciales.
En efecto, hemos de conocer bien el mercado e identificar a todos los clientes posibles. Peter Drucker nos recordaba que, en EEUU, la tecnología del fax se desarrolló como un complemento del servicio telefónico (ya en su etapa digital), pero hubo entonces dudas sobre la rentabilidad de fabricar los terminales. Las compañías japonesas, empero, parecieron adelantarse en percibir los nuevos aparatos como una alternativa al emergente negocio de mensajería, y se hicieron con el mercado en los primeros años 90. Algo similar, por cierto, había ocurrido con los hornos de microondas, en que la compañía Raytheon-Amana acabó con una cuota mínima en los primeros años 80, en un mercado que ella misma había creado, tras el descubrimiento de Percy Spencer.
A veces, sí, la innovación apunta también al funcionamiento o la cultura de la organización, y aquí señalaríamos a la Chrysler de R. Eaton, a los laboratorios Eisai de H. Naito, o a la cadena hotelera Ritz-Carlton tras la llegada de H. Schulze, por aludir a diferentes sectores. Podría decirse que todas las grandes empresas estaban en la renovación de la cultura corporativa en los años 80 y 90, con referencia más o menos consciente a la “Teoría Y” de McGregor (aunque también se podría decir que muchas estaban entonces, sobre todo, en la reducción drástica de la plantilla).
Hablando de innovación, hay ciertamente que hacerlo también del papel de la casualidad. Diversos pensadores nos han advertido de que debemos aprovecharla mejor:
- “En el campo de la observación, el azar sólo favorece a la mente preparada” (Louis Pasteur).
- “Lo esencial en un invento es la casualidad; lo malo es que pocas personas se topan con ella” (Friedrich Nietzsche).
- “La Providencia nos da la casualidad; para sus fines ha de moldearla el hombre” (Friedrich von Schiller).
Al relacionar la casualidad con la innovación en las empresas, hablamos de “serendipidad” (diccionario de Manuel Seco), que viene a ser la facultad de los individuos que, receptivos a lo casual, hacen de la misma inferencias valiosas, deducciones que contribuyen a la ampliación de los campos del saber y a la innovación. Con este término (también decimos “serendipia”), nos referimos no sólo a detenernos ante la casualidad, sino también a la intuición, la sagacidad, la perspicacia que conduce a conclusiones y aplicaciones valiosas.
Recordando descubrimientos —rayos X, teflón, silicio negro, horno de microondas, pegamento de cianoacrilato, algunos edulcorantes y fármacos, etcétera— que seguramente no habrían surgido de otro modo, podemos pensar que hay todavía mucho por descubrir, ya nos guiemos por casualidades o por causalidades. Para avanzar en estas reflexiones, cabría sí subrayar el papel, en la génesis de la innovación, elementos tales como:
- El capital humano, si superamos la imperante sinonimia con el término “recursos humanos”, y catalizamos la expresión de aquél en las empresas.
- La casualidad, en conjunción con mentes atentas y receptivas, tal como sugieren tantos descubrimientos “serendipitosos”.
- El pensamiento conectivo, que permite trasladar algunas soluciones a otros problemas, como subrayaba F. Johansson en The Medici Effect.
- La perspectiva sistémica, para adelantarse a necesidades y expectativas del mercado, y asegurar el acierto.
- La intuición genuina, para facilitar, en las decisiones, el aprovechamiento de todo el saber a que no podemos acceder de modo racional.
- La atención a los nuevos valores, costumbres, hábitos, etc., de la sociedad, incluidos los cambios en las leyes, en la demografía y en la economía.
Obviamente la lista podría alargarse, y desde luego el avance técnico en diferentes áreas y sectores facilita la llegada de numerosas novedades valiosas al mercado; pero cabe subrayar elementos como los anteriores, que quizá merecen mayor atención de nuestra parte. Tal vez las empresas habrían de desplegar o cultivar culturas funcionales (recordemos a Ekvall, Robinson y Stern, Mendelson y Ziegler…) que facilitaran un aprovechamiento más intenso y enfocado del capital humano, entendido en amplitud y profundidad.
En verdad, se piensa poco durante el desempeño del trabajo, y quizá todavía se escuche aquello de que “no te pago para pensar”; pero es que —me temo— tampoco directivos y ejecutivos se otorgan suficientes momentos de concentración y reflexión. La intuición, por cierto, suele emerger después de pensar mucho las cosas, cuando la razón no ha resuelto y el reto está profundamente asumido. Para terminar, recuerdo que escuché a Jonas Ridderstrale advertir de que no se trataba de imitar a los mejores, sino de ser únicos como empresa.